Capítulo 13

De muchas de las cosas que me sucedieron a lo largo de mi vida y de muchas actuaciones mías que incluso hoy en día no he llegado a aclararme busco la explicación, una y otra vez, en aquel primer año del principado de mi hermano Gayo. No sé si me estaré volviendo loca, pero aquel año me obsesiona, aunque quizás sea todo lo que tenga algo que ver con mi hermano lo que me obsesione. Pudiera ser también que lo que más me preocupa en el fondo, sin confesármelo, sea mi hijo. Me atormenta la idea de no haber sido ni una buena madre ni una buena hermana.

Analizo una y otra vez aquellos meses, evoco continuamente lo vivido y con ello pretendo encontrar la respuesta a mi pregunta: ¿por qué estoy aquí? Aún no sé por qué he caído tan bajo. Me siento la persona más desdichada de todo el Imperio romano. ¿Qué he hecho yo para merecer esto?

Mas, ¿no me estaré planteando las preguntas equivocadas? Creo que tendría que preguntarme más bien: ¿qué puedo hacer para salir de aquí? ¡Despierta, Agripina! ¡Levántate y busca una solución!

Sin embargo, mi mente vuelve, con la terquedad de un asno, a rememorar por enésima vez las vivencias de aquel año.

Y las de todos los años, no te mientas Agripina, y así transcurre tu vida, en la parálisis que genera la impotencia.

Recuerdo el día en que Gayo nos convocó a palacio. Fue a finales de octubre, en un día encapotado que amenazaba tormenta. Ráfagas de aire estremecían las calles de Roma. Llevaba ya siete meses y medio de embarazo y tenía que ponerme vestidos holgados para disimular la protuberancia de mi vientre.

En el mes anterior mi hermano Gayo había estado muy enfermo. Todos creímos que moriría. Tuvo fiebres altísimas, acompañadas de terribles sudores y escalofríos que le estremecían y daban origen a violentas convulsiones. Luego se sumió en una especie de trance catatónico y nadie pensó que se recuperaría.

Mi hermana Drusila, como heredera de mi hermano, estaba destinada a ser su sucesora, por lo que su esposo, Emilio Lepido, ya se veía emperador. Disimulaba muy mal su codicia, al igual que no supo ocultar su desengaño cuando mi hermano, a mediados de octubre, recobró la salud.

En aquellos momentos en que mi hermano se debatía entre la vida y la muerte, hubo personas que quisieron adelantarse a los acontecimientos y que conspiraron incluso contra su príncipe. Aquella primera conspiración del principado de mi hermano giró en torno a Tiberio Gemelo, el nieto del difunto tirano, a quien mi hermano había adoptado por hijo. En la conjura participaron dos personas que gozaban de su más absoluta confianza, precisamente los dos hombres que fueron los artífices de la subida de mi hermano al trono imperial. Uno de ellos fue su suegro, Marco Junio Silano, padre de su primera esposa, que llevaba tres años muerta. Silano era además el primero en jerarquía en el Senado. El otro fue Macrón, su prefecto del pretorio. A Macrón lo despojó del poder mediante un engaño: lo nombró prefecto de Egipto y cuando había dejado el mando cié sus cohortes y se disponía a embarcarse para Alejandría, lo mandó detener y ejecutar. A su suegro lo atacó tan duramente en el Senado, que Silano se fue corriendo a su casa y se abrió la garganta con su cuchilla cié afeitar. A Tiberio Gemelo le ordenó que se suicidase. El pueblo no le tomó a mal la muerte de aquel joven, pues, con su característico espíritu práctico, consideró que un posible rival sobraba en este mundo.

Imagino que ese primer intento de derrocar a mi hermano, esa primera traición, proveniente precisamente de dos personas en las que confiaba ciegamente, tuvieron que hacerle pensar que de nada le valía seguir comportándose como «un buen chico», que quizás la única forma posible de conservar el poder es ejerciéndolo con brutalidad y sin ningún tipo de miramientos.

Sin embargo, es asombroso que aún se pasase un año sin dar muestras de despotismo. Luego vendrían otras conspiraciones. En la más peligrosa de todas participaría yo. Y eso fue lo que enfureció y volvió rabioso a mi hermano. Es, al menos, lo que yo creo.

Muchos piensan que la enfermedad lo volvió loco y que por eso actuó a veces como un demente. Nunca he compartido esa teoría. No fue, desde luego, una persona equilibrada, como no lo fuimos ninguna de sus hermanas. Nuestra infancia y juventud no fueron precisamente idóneas para crear caracteres estables y serenos. Pero lo que llaman «sus locuras» se debieron tan solo a su peculiar sentido del humor. Era un humorista nato, pero con una predisposición hacia lo macabro. Durante los días que estuvo enfermo, el caballero Atavio Secundo juró hacerse gladiador si su princeps se curaba. Mi hermano lo obligó después a cumplir su promesa. Murió en su primera actuación en la arena.

Siempre me pierdo con mis devaneos. Lo que en realidad no sé es si los actos de venganza de mi hermano tienen su explicación en las intrigas de aquellos años o si mi hermano ya los tenía planificados de antemano y los fue llevando a cabo según un bien calculado plan diabólico.

En aquel día de finales de octubre descubrí facetas nuevas en la personalidad de mi hermano.

Llegamos las tres hermanas casi al mismo tiempo. Me alegré, como siempre, de abrazar a Livila y me alarmó un poco advertir la palidez de Drusila. Nos habíamos visto tan solo quince días antes, pero la encontré mucho más delgada.

Mi hermano nos recibió en un salón espléndido, sentado en un trono auténtico, de ésos que se utilizan en Oriente, con gradas, dosel y sillón de oro. Ni siquiera los reyes romanos conocieron tal lujo. Vino inmediatamente a besarnos, pero regresó enseguida a su trono.

—No os molestéis —nos dijo—, pero es que quiero impresionar a mis dos invitados. Tomad asiento a mi lado. Voy a daros una sorpresa.

Nunca olvidaré aquel día. Nos sentamos junto a él, en lujosos y altos butacones, y esperamos ansiosas, picadas por la curiosidad.

De repente se presenta un ujier, seguido de dos hombres, y anuncia en todo solemne.

—Los caballeros Avilio Flaco y Latino Latiaro.

—¡Salve! —saluda mi hermano.

—¡Salve, César Augusto! —responde Avilio Flaco.

—¡Salve, Gayo César Augusto Germánico, padre de la patria y príncipe de los romanos! —dice pomposamente Latino Latiaro.

Dirigiéndose a nosotras, mi hermano nos dice:

—Os presento a los caballeros Avilio Flaco y Latino Latiaro. Nuestro amigo Avilio ha sido hasta hace unas pocas semanas prefecto de Egipto y le he hecho venir porque voy a confiarle una nueva misión, mucho más importante, en una provincia asiática. A Latino lo he convocado porque sé que los dos son amigos íntimos y quisiera proporcionarles la alegría cié estar juntos. Quizás Latino se anime a acompañarlo en esa misión. Le tengo reservada también una magistratura importante, que le adjudicaré si acepta.

—Vuestros deseos son órdenes, señor —se apresura a decir Latino, que al utilizar el plural y la palabra señor, adopta la actitud del esclavo que se dirige a su amo.

—¡Vaya! ¿Habéis visto eso? —exclama mi hermano—. Éste sí que sabe comportarse como es debido. Lo tendría que nombrar chambelán mayor de palacio.

Mi hermano suelta la carcajada, el aludido sonríe aturdido y prorrumpe finalmente en risitas nerviosas de las que se contagia Avilio Flaco.

Charlamos después durante un buen rato de cosas insignificantes, con lo que mi hermano logra que los dos hombres se sientan distendidos. Nosotras estamos totalmente contundidas, perplejas: sabemos perfectamente quiénes son esos dos hombres y no comprendemos la actitud de nuestro hermano. Pero le seguimos el juego, pese a que tengo ganas de irme hacia ellos y escupirles en la cara.

Mi hermano se muestra como el anfitrión perfecto. Hace que nos sirvan unos vinos exquisitos y unos entremeses de mariscos entre los que hay taquitos de langosta cruda macerada en vinagre, aceite y especias.

—Esto, de aperitivo —aclara mi hermano, poniendo una sonrisa de oreja a oreja.

Comemos los entremeses, nos animamos con el vino y de repente mi hermano dice, dirigiéndose a nosotras:

—Antes de que nos traigan el almuerzo, ¿qué os parece si mostramos el palacio a estos caballeros? Un poco de ejercicio no nos vendría tampoco mal antes de la comida.

Salimos a dar vueltas por el palacio y mi hermano nos conduce a un patio interior rodeado de columnatas y en cuyo centro hay una especie de foso seco, grande y hondo. Alrededor del foso hay colocadas algunas butacas. Mi hermano nos invita a tomar asiento.

Por el foso da vueltas una piara de cerdos. Son cerdos de pelo negro y cuerpo esbelto y no cesan de gruñir. Escarban inútilmente en el suelo de cemento. Los noto algo escuálidos y me parece que tienen hambre. No me extrañaría que llevasen bastantes días sin comer. Sus continuos gruñidos y los ruidos asquerosos que producen sus tripas me ponen nerviosa. Impaciente, le digo a mi hermano:

—¿Nos has traído aquí para escuchar gruñidos?

—Es que los pobres están hambrientos —me aclara mi hermano.

—Pues haz que les den de comer —le espeto—. Me ponen muy nerviosa.

—Tranquila, hermana, tranquila, que a eso precisamente hemos venido, a darles de comer.

Y dirigiéndose a la guardia germana que le acompaña a todas partes, ordena, señalando a Avilio Flaco:

—¡Desnudad a ese cerdo, partidle las piernas y arrojadlo con los suyos!

Dos germanos de estatura gigantesca se apoderan de Avilio Flaco, le desgarran las vestiduras, lo desnudan, lo tumban en el suelo, le quiebran las rodillas golpeándoselas con el canto de un escudo y lo tiran al centro del foso.

Al estrellarse contra el suelo y quedar tumbado de espaldas veo cómo el cerdo más fuerte de la manada se abalanza sobre Avilio Flaco y le arranca los testículos y el pene de un bocado. Avilio Flaco grita como un cerdo llevado al matadero. Mientras el cerdo robusto, quizás el jefe de la manada, mastica las partes viriles de Avilio Flaco, otro cerdo le pega tal mordisco en el vientre que le arranca un gran trozo de carne y deja al descubierto sus entrañas. Avilio Flaco grita como un endemoniado. Latino Latiaro ha palidecido, tiembla como si anduviese desnudo en pleno invierno por el norte de las Galias y contempla la escena con los ojos desmesuradamente abiertos y el rostro desencajado por el terror.

Poco a poco se van extinguiendo los alaridos y solo escuchamos los chasquidos de las mandíbulas de los cerdos masticando los bocados arrancados al cuerpo de Flaco. Luego lamen la sangre derramada y dejan el foso completamente limpio. Se dedican entonces a roer los huesos.

—¿Os habéis fijado bien en lo educaditos que son? —exclama mi hermano—. Con estos cerdos da gusto, creo que los nombraré senadores. Y a ése de ahí —añade, señalando al más fuerte—, cónsul.

Los germanos prorrumpen en sonoras carcajadas e incluso Latino Latiaro ríe la gracia a mi hermano.

—¡No sabes cuánto me alegra que te diviertas! —le dice mi hermano—. Y bien, amigo Latino, ¿no querías acompañar a Avilio en su misión? ¿No son mis deseos órdenes para ti? Pues deseo que te desnudes y bajes al foso a hacer compañía a los cerdos, quizás te apetezca a ti también roer un buen hueso, aunque sea pequeñito. ¿Titubeas? ¿Han dejado de ser órdenes mis deseos? ¿No te apiadas de esos cerdos? ¿Es que no los ves? ¡Pobrecitos! ¿No te dan lástima? Están muy flacos y Flaco los ha dejado con hambre. ¡Vamos, date prisa!

—Apiadaos de mí, señor. Yo no soy culpable. Flaco y Sejano me obligaron. Yo solo puse mi casa. No podía negarme.

—Ahora va a resultar que eres un niño bueno, un amigo ejemplar. Tú tendiste la celada a Tito Sabino. Quisiste incluso que cayera en ella mi madre. Eres aun más despreciable que Sejano y Flaco. ¡Desnúdate, he dicho!

Latino Latiaro sigue postrado en el suelo, implorando y gimiendo. El capitán de la guardia germana se adelante con la intención de hacer cumplir las órdenes de su emperador.

—¡No, déjalo! —le grita mi hermano—. Quiero que sea él quien se desnude. Quiero que sea él quien se tire al foso. Prometió acompañar a Avilio y cumplir mis deseos. ¡Que lo haga por propia voluntad! ¡Con entusiasmo! Que lo haga en la gozosa satisfacción de servir a su príncipe y señor.

Latino Latiaro sigue tumbado en el suelo, temblando y lloriqueando. De repente se ve sacudido por unos temblores convulsivos.

Mi hermano le pega una patada en las costillas y le grita:

—¡Levántate y desnúdate! ¿Quieres que mande llamar al verdugo para que te azote un poco y te infunda ánimos con un hierro candente? ¿Qué prefieres, que te arranquen las carnes o que te las quemen? ¡Levántate!

Latino Latiaro se pone en pie a duras penas, pues las piernas le tiemblan y las rodillas le chocan una contra otra emitiendo un rítmico castañeteo.

—Y ahora, ¡desnúdate! —ordena mi hermano.

Latino Latiaro sigue temblando. Mi hermano lo abofetea.

—¡Desnúdate he dicho!

Latino Latiaro se despoja de la ropa sin dejar de temblar. En esos momentos orina y defeca. Los excrementos le chorrean por las piernas.

—¡Vaya guarro! —vocifera mi hermano, que de una patada arroja a Latino Latiaro al foso con los cerdos.

—Vámonos de aquí —dice mi hermano—, que esto huele muy mal.

Y así no vemos cómo los cerdos devoraron a Latino Latiaro. Tan sólo escuchamos sus gritos, que van volviéndose cada vez más apagados a medida que nos alejamos.