En el atrio de las casas, sobre unas angarillas, se coloca a los muertos, con las plantas de los pies apuntando hacia la puerta principal, que da a la calle, por donde han de salir con los pies por delante. Con los pies por delante son conducidos los cadáveres durante el cortejo fúnebre; con los pies por delante llegan hasta la tribuna donde el orador pronuncia sus elogios postreros; con los pies por delante alcanzan también la pira donde son incinerados; con los pies por delante son pasto de las llamas; pero, con los pies por delante, ¡por Júpiter Tonante, no se llega al mundo!
Mi hijo vino al mundo con los pies por delante. Nació de nalgas, pesó más de diez libras y me martirizó durante dos largos días, en los que casi muero entre los dolores del parto.
Durante aquellos dos días tuve tiempo de recordar una frase de la Medea de Eurípides sobre la que había cavilado mucho en mi niñez:
Prefiero estar tres veces en la primera
línea de batalla que parir una sola vez.
¿Por qué no haría caso a Eurípides? Hoy no me encontraría donde me encuentro.
Nació mi hijo aquí, en Ancio, en la casa que habito ahora, en la vieja residencia veraniega de mi bisabuelo Augusto, donde también vino al mundo mi hermano Gayo. Empezó a salir a la alborada, tras dos días y dos noches de martirio, y los primeros rayos del sol le acariciaron la piel antes de que lo depositaran en el suelo, a los pies de su padre, para que éste lo tomara en sus brazos y lo aceptara oficialmente en el seno de la familia.
Esa costumbre nuestra siempre me ha repugnado: nosotras, las mujeres, llevamos en nuestro vientre a nuestros hijos, los parimos y luego es un hombre quien decide si los repudia, condenándolos a muerte, o los acepta mientras nosotras miramos.
Me aseguraron que el hecho de que fuese tocado por los rayos del sol antes de rozar el suelo era un buen presagio, auguraba mucha suerte en esta vida. Pero también me dijeron que nacer de nalgas traía muy mala suerte. Yo creo que en mi hijo siempre han predominado las nalgas sobre los rayos del sol.
Me atendieron durante el parto tres comadronas, un médico ateniense y una obstetra alejandrina. No sé ya cómo pude soportar el dolor. Fue como cuando me violó mi esposo, pero mil veces peor. Años después me explicaría uno de mis médicos de cabecera que los dolores del parto que padecemos las mujeres son los dolores más intensos y espantosos que se conocen, inalcanzables siquiera con las torturas más refinadas.
—¡Qué felices serían los verdugos —me dijo— si pudiesen reproducir con sus instrumentos de tortura el martirio de las mujeres durante el parto!
La obstetra alejandrina, una hermosa mujer que me infundía confianza, hizo que me arrodillase sobre la cama y apoyase la frente contra el colchón. Me explicó que esa postura, con las nalgas en alto, era la más cómoda para parir. También me fue dando instrucciones sobre cómo tenía que respirar para soportar mejor el dolor. Controlando la respiración, lograría aliviarlo.
Pero el dolor no aminoraba, ni yo lo soportaba. Me retorcía y contoneaba como una bailarina siria. Con la cabeza contra el colchón, boca abajo, viendo las cosas al revés y por el rabillo del ojo, advertí que al médico le excitaban mis movimientos. Le parecerían lascivos.
Me habían dado unos medicamentos para el dolor, pero al advertir que no remitía y que el niño seguía sin venir, el médico salió precipitadamente de la habitación y regresó a los pocos momentos con dos ayudantes etíopes que portaban una especie de bañera en la que nadaba un pez gordo y de aspecto repulsivo. Observé entonces que se ponía unas manoplas enormes, cogía al pez y mientras me aclaraba que se trataba de un torpedo, el muy salvaje me lo aplicó al vientre y sentí entonces una violenta descarga eléctrica que me hizo pegar un brinco y me produjo un dolor agudísimo.
Me aplicó ese tratamiento justamente cuando la obstetra había salido por unos momentos de la habitación a traerme un ungüento para darme un masaje. Al volver y ver lo que su colega me estaba haciendo, se echó las manos a la cabeza y le pidió que volviese a meter al torpedo en la pecera.
Yo aproveché para ordenar que expulsasen de mi casa a aquel asqueroso matasanos. Mandé salir también a las comadronas y me quedé a solas con la obstetra. Ella me acompañó hasta que mi hijo se dignó aparecer.
Momentos antes de su nacimiento entraron en mi habitación un montón de personas, entre ellas mi esposo y mi hermano Gayo, que loco de alegría quitó a mi marido el niño de los brazos y lo alzó en alto declarando que jamás había venido al mundo un niño tan precioso. Él mismo se encargó de que al día siguiente apareciese la noticia en el diario oficial del Estado. Nueve días después, en la ceremonia que celebramos en el cercano templo de Minerva, le pusimos por nombre Lucio Domicio Ahenobarbo.
En los tres meses anteriores al parto me sentí muy decaída y con una fuerte propensión al llanto. Después de dar a luz me entró una gran depresión y a veces hasta me asaltaban deseos de maltratar a mi hijo. Creo que todo tuvo su origen en el momento en que traté de amamantarlo. Cuando le acerqué un pezón a la boca, el nene apartó la cabeza, apretó los labios y se puso rígido.
Al ver que se amorataba, una de sus dos nodrizas, Égloga, lo cogió en sus brazos y le dio el pecho. Entonces mi hijo se puso a mamar con auténtica fruición y su rostro se iluminó de placer. Me eché a llorar.
Era, en realidad, un niño precioso, fuerte y grande, con pelo abundante, de color rubio y con destellos rojizos, de ojos azules y facciones perfectas. Era bellísimo, pero a mí a veces me parecía horroroso, como una especie de monstruo que había estado a punto de comerme las entrañas. Supe en aquellos momentos que jamás volvería a tener otro hijo. No entendí cómo mi madre pudo tener nueve. Luego me convertiría en una auténtica experta en métodos anticonceptivos.
Creo que mi hermano se dio cuenta de mi actitud ambivalente ante la criatura. Mi hermano Gayo poseía el extraño don de mirar a alguien a los ojos y penetrar enseguida los misterios ocultos de su mente. No sé cómo se las apañaba para caracterizar con tal precisión a las personas. Creo que cuantos lo rodeaban éramos para él como un pergamino desenrollado.
—Pero ¿no te das cuenta, hermana, de que al fin tienes a alguien en quien podrás apoyarte? Vivimos en Roma. Necesitabas, por desgracia, un varón para ser alguien.
Aunque no le contesté y sé que no me dijo aquello de mala fe, sus palabras me enfurecieron. Me siguen enfureciendo hoy en día. Con las reformas introducidas por mi bisabuelo Augusto, hasta un liberto puede aspirar a ejercer altos cargos. No tengo que ir muy lejos para encontrar ejemplos. Palante y su hermano Félix lo son. Ambos libertos, ambos antiguos esclavos de mi abuela paterna, el uno llegó gracias a mí con Claudio a ministro de finanzas y el otro fue durante cuatro años procurador de Judea. Personas que han sido esclavas pueden gobernar provincias, y yo, que desciendo de dioses y reyes, ¿he de necesitar un varón para ser alguien? Contra eso me he rebelado toda mi vida. Contra eso me rebelé entonces.
No quería que se dijese de mí cuando muriera lo que se dice de muchas mujeres en sus epitafios:
Fue casta, llevó la casa y tejió lana.