Al verme aquí, sumida en esta soledad tan espantosa, abandonada por todos, casi proscrita, torturándome en la certeza de que mi existencia se ha acabado justamente cuando podría encontrarme en la plenitud de mi vida, envejeciendo día tras día a mis cuarenta y tres años, consumiéndome de inacción, no puedo menos de pensar en la ironía de los sucesos de hace veintidós años, cuando sentí por primera vez la euforia desbordante de la juventud y creí que a partir de aquellos momentos me vería resarcida de todos los sufrimientos que había padecido. Y en verdad que todo, absolutamente todo, presagiaba ese cambio total. Si sentí por vez primera el delirio de los orgasmos en los brazos de Séneca, todo lo que siguió a continuación se me antojó un orgasmo prolongado. La vida me sonreía y no parecía dispuesta a mostrarme otro rostro que no fuese el risueño. Los nubarrones habían desaparecido de mi horizonte. El sol brillaba con más fuerza que nunca.
Aquel día feliz de la muerte del viejo tirano, después de hacer el amor, Séneca y yo permanecimos abrazados, mirándonos fijamente a los ojos, como si quisiéramos penetrar el misterio de nuestras almas. No sé cuánto tiempo estuvimos así, pero sí recuerdo que fueron momentos de una intensidad maravillosa.
De súbito nos percatamos de que teníamos que salir de la casa para ir a recabar noticias. Nos vestimos a toda prisa, Séneca ordenó que enganchasen una calesa y luego partimos con unos cuantos sirvientes y una pequeña escolta en dirección a Miseno.
En lo que abandonamos el camino de entrada a la finca y salimos a una carretera principal advertimos que nosotros no éramos los únicos que pretendían llegar a Miseno. En carruajes de lo más variado, desde carros de carreras con cuadrigas enganchadas de briosos corceles, pasando por carrozas de lujo arrastradas por preciosos caballos alazanos y coches ligeros llevados por mulas, hasta enormes carretas de transporte tiradas por bueyes, los conductores se afanaban inútilmente por adelantar a una multitud heterogénea de caminantes que avanzaban a paso ligero. Los carruajes iban cargados hasta los topes, pues el que aún tenía espacio en su vehículo iba recogiendo a todos los transeúntes que podía. Cuantos iban en aquel inmenso cortejo de personas, carruajes y animales se veían unidos por un profundo sentimiento de solidaridad. Las personas confraternizaban en la alegría compartida, cundía el alborozo por doquier, aunque no era todavía desbordante, pues aún predominaba la expectación.
Cuando al fin llegamos a Miseno y nos fuimos acercando a la mansión donde había muerto Tiberio, nos encontramos sumergidos en un mar de alborozo. Hombres y mujeres, ancianos y niños, todos se abrazaban, brincaban y danzaban, cantaban, se reían y hasta lloraban de alegría. A veces se oían gritos de rabia largamente contenida y que en esos momentos explotaba:
—¡No hay que darle sepultura! ¡Que se lo coman los lobos y los buitres!
—¡Hay que quemarlo y arrojar sus cenizas al mar! ¡Hay que esparcirlas a los cuatro vientos!
—¡No, hay que tirarlo entero al mar para que lo devoren los peces!
Pero también se oían, con mayor frecuencia, los vítores a mi hermano:
—¡Gayo emperador!
—¡Queremos por emperador al hijo del gran Germánico!
—¡Viva Gayo César! ¡Loado sea el nuevo Apolo!
Aquel mismo día pude abrazar a mi hermano. Recuerdo aquel instante como uno de los momentos más bellos e intensos de mi vida. Y ese mismo día partimos para Roma.
Macrón se había adelantado, pues tenía que ir a convencer al Senado de que anulase lo dispuesto por Tiberio, que había nombrado herederos a su nieto Tiberio Gemelo y a mi hermano Gayo. Los senadores deberían hacer caso omiso de esa disposición y proclamar a Gayo nuevo príncipe de los romanos. La misión no dejaba de tener sus riesgos, pues Gemelo tenía ya diecisiete años cumplidos, lo que le convertía en un fuerte candidato al trono. También podía ocurrir que el Senado decidiera acabar de una vez por todas con el principado y restaurar la República. En ambos casos mi hermano no sería el nuevo príncipe de los romanos. Macrón hizo el recorrido desde Miseno a Roma en tan solo tres días; nosotros necesitamos doce; llegamos a Roma el día veintiocho de marzo.
Aparentemente nuestra procesión era un cortejo fúnebre, pues llevábamos a la Ciudad Eterna el cadáver del príncipe difunto, pero en realidad fue un desfile triunfal: el pueblo enardecido escoltaba hasta Roma a quien deseaba tener como amo y señor del Imperio.
Cuando entramos en Roma por la Puerta Apia, el pueblo allí arremolinado entonó una consigna, utilizando la melodía pegajosa de una cancioncilla de moda:
—¡Tiberio al Tíber! ¡Tiberio al Tíber! ¡Al Tíber con Tiberio!
Pero cuando empezaron a darse cuenta de que quien cabalgaba al frente de la multitud que llegaba era mi hermano Gayo, el hijo del gran Germánico, la multitud prorrumpió en gritos de alegría. Una gran ovación retumbó por toda Roma. Todos, hasta los niños, agitaban pañuelos. Siempre me ha conmovido esa forma tan elegante que tenemos nosotros, los romanos, de aplaudir.
Emocionada, me eché a llorar. Pero en medio de ese cúmulo de pasiones que alborotaban mis sentidos, pude apreciar también con mi intelecto hasta qué límites llegaban el amor y el respeto que la gente sentía por mi familia y hasta qué punto compartía nuestras desgracias.
Me dije que mi hermano Gayo, a fin de cuentas, no era más que un perfecto desconocido. Si ahora lo vitoreaban con tal apasionamiento era porque aclamaban en él a mi padre y a mi abuelo paterno, a mi madre y a mi abuela materna, la bija del divino Augusto, porque recordaban con tristeza la muerte de mis hermanos. Porque seguían siendo fieles a mi familia y sabían que Tiberio había sido el causante de nuestra desgracia. Por eso querían arrojar al Tíber el cadáver del viejo monstruo y elevar al poder a mi hermano Gayo. Jamás advertí tan claramente que éramos la familia más popular y querida de Roma. Al menos, lo que quedábamos de ella. Esa certeza me serviría luego para crearme una legión de fieles entre militares y senadores.
Las cohortes pretorianas, que habían salido a recibirnos a las afueras de Roma, comandadas por Macrón, nos acompañaron a la curia del divino Julio, donde se había reunido ese día el Senado.
No hubiese hecho ninguna falta esa demostración de fuerza: los senadores, por propia voluntad, proclamaron príncipe a mi hermano y lo colmaron de honores. Y lo hicieron porque estaban convencidos de que con mi hermano comenzaba una nueva era de paz y armonía para todos. Si hubiesen tenido la menor intención de restaurar la República, no se hubiesen reunido en la curia del divino Julio, de la persona que destruyó la República y dio origen a la dinastía de los Julio Claudios. Se hubiesen reunido en cualquier edificio de tradición republicana.
En cuanto a la posibilidad de que nombraran emperador a Gemelo, creo que no hubo ni un solo senador que pensara tal cosa: todos odiaban a muerte al difunto tirano, que no solo los había esclavizado, sino que los había humillado y los había obligado a restregarse por los más inmundos lodazales. Al menos durante el reinado de mi bisabuelo Augusto los senadores pudieron comportarse como si ejercieran un poder que ya no poseían, y mi bisabuelo ejerció ese poder como si no lo tuviese.
Todo lo que siguió pareció un cuento de hadas, una novela milesia ambientada en alguna campiña idílica y bucólica donde dos seres se encuentran y se aman. Lo primero que hizo mi hermano fue disipar cualquier temor. En un acto público, en pleno Foro, frente a la curia, quemó las cartas y las actas donde aparecían los nombres de los que habían conspirado contra nuestra familia.
—¡Romanos —dijo—, conmigo se han acabado las venganzas! ¡Conmigo comienza la era de la concordia!
Aún retumba en mis tímpanos el estruendo de los alaridos de la muchedumbre, de los vítores y las loas.
A continuación se dedicó a honrar a nuestros muertos. Navegamos con él a Pontia y Pandateria para ir a recoger los restos de nuestra madre y de Nerón, que luego hicimos depositar en el panteón de Augusto. Aquel acto de piedad, realizado además a principios de abril, cuando toda navegación implicaba grandes riesgos, le valió muchas simpatías entre el pueblo, tanto más cuanto que nos sorprendió un grave temporal que estuvo a punto de hacernos naufragar.
Mandó destruir hasta en sus cimientos la casa de Herculeano donde mi madre había estado recluida bajo arresto domiciliario. Pero a nadie culpó de su muerte. Destruyó cosas materiales, pero no vidas humanas.
A nosotras, sus hermanas, nos colmó de honores jamás vistos en toda la historia de Roma. Nos mandó erigir estatuas de plata y oro, ordenó emitir monedas con nuestras efigies y nos otorgó por ley las prerrogativas de las vírgenes vestales. De repente mi persona era inviolable y sacrosanta y dejaba de estar sometida a la patria potestad de un varón. Me sentí libre como los pájaros, también muy poderosa.
Cuando se exhibía en el Circo Máximo, durante los juegos, en un carro tirado por seis corceles blancos, siempre lo hacía en compañía de nosotras. Con nosotras iba por las calles de Roma, mostrándonos a su vera, cuando inspeccionaba los banquetes populares que organizaba para decenas de miles de personas.
Cada vez que el Senado o los pontífices, en sus sacrificios, mencionaban el nombre de mi hermano, tenían la obligación de mencionarnos también a nosotras. No se rogaba por él solo, se rogaba ahora por «el príncipe y sus hermanas».
Y en el juramento obligatorio al genio del emperador, que tenía que prestar todo militar y todo ciudadano, no se juraba ya únicamente por el nuevo príncipe, sino también por nosotras, con la fórmula final:
Y no tendré por más preciada mi pida ni la de mis hijos que la de Gayo y sus hermanas.
A los honores que nos prodigaba, al inmenso cariño que nos profesaba, a las muestras de piedad y devoción para con nuestros muertos, se sumaban también continuamente sus actos de clemencia. Para Tiberio pidió incluso los honores de la apoteosis y un templo donde adorarlo, pero el Senado rechazó esa solicitud. No obstante, mandó depositar los restos del viejo tirano con todos los honores en el panteón de nuestra familia, en el mausoleo de Augusto.
Todas esas medidas lo hicieron tremendamente popular. La gente lo quería, se puede decir que lo adoraba. Se hablaba ya de una vuelta a la Edad de Oro. Nosotras nos sentíamos como princesas en un reino de fábula.
Si a nosotras nos colmaba de privilegios hasta entonces desconocidos en la historia de Roma, pues jamás mujer alguna había gozado de tantos honores y prerrogativas, con respecto a nuestros maridos hizo como si no existieran. En lo único que intervino al particular fue en divorciar a Drusila, su hermana preferida, del insípido Lucio Casio Longino, para casarla con su amigo y favorito Marco Lépido.
Más tarde nombraría a Drusila su heredera, con lo que indirectamente estaba designando como sucesor a Marco Lépido, ya que el pueblo romano no estaba en modo alguno preparado para aceptar a una mujer por gobernante.
Su fama de príncipe clemente y magnánimo se extendió en un abrir y cerrar de ojos por todo el Imperio; sus habitantes daban gracias a los dioses por la dicha que éstos les habían deparado. Yo misma estaba entusiasmada con mi hermano, y convencida de que jamás había vivido en esta tierra un gobernante tan justo y prudente. La verdad es que me asombraba.
En cierta ocasión le pregunté por Avilio Flaco, el principal acusador en los procesos denigrantes contra nuestra familia.
—Vive espléndidamente como prefecto de Egipto —me contestó con indiferencia, como si no otorgase mayor importancia al asunto—. Y demuestra a las mil maravillas su incapacidad para gobernar, pues se ve impotente a la hora de impedir los tradicionales enfrentamientos entre griegos y judíos. Se dice que hoy en día en Alejandría la sangre fluye por las calles más que el vino en las tabernas.
—¿Y me lo dices así como así? ¿No vas a tomar medidas? ¿No juraste vengarte?
—¡Ay, hermana, dejémoslo tranquilo! Y piensa que, en realidad, le debemos un favor, tú particularmente.
—¿Un favor? ¿Yo? ¿Te has vuelto loco?
—La prefectura de Egipto fue su recompensa por todo lo que hizo contra nosotros, por el ajusticiamiento de Tito Sabino. Por eso Tiberio destituyó al tío de Séneca, que llevaba diez años ejerciendo la prefectura en esa provincia, para poner a Flaco en ese cargo. Y por eso regresó Séneca de Egipto junto con sus tíos. Y es precisamente por eso por lo que hemos tenido la alegría de abrazar de nuevo en Roma a nuestro amado Séneca. ¿Lo ves, hermana? Hay que contemplar las cosas desde su lado positivo.
Me quedé de piedra. ¿Había cambiado realmente tanto mi hermano? ¿Se había vuelto blando o se había convertido en un sabio? ¿Se equivocaba él o me equivocaba yo? Todas las fibras de mi ser clamaban venganza. De haber tenido el poder de mi hermano, a Avilio Flaco no le quedarían más que unos días de vida.
Por Latino Latiaro no le pregunté. De sobra sabía que vivía plácidamente en la hermosa y lujosa mansión que poseía ahora en el Esquilmo, en las inmediaciones de la torre de Mecenas, desde donde disfrutaba de una de las vistas más maravillosas de Roma y sus alrededores. Imagino que sería ésa su recompensa por la traición a Tito Sabino y a mi madre.
En aquel ambiente de fiesta continua en que nos embriagamos todos los romanos, desde los más pobres hasta los más ricos, lo único que arrojaba sombras sobre mi vida era la coexistencia inevitable con la familia de mi esposo.
Yo había creído hasta entonces que las familias, de tener enemigos, solo tienen enemigos exteriores. Nuestro núcleo familiar había sido, y seguía siendo, algo unido y armónico que se vio convulsionado por fuerzas ajenas. Pero ahora podía presenciar casi a diario cómo mi esposo y sus dos hermanas se peleaban continuamente por razones de herencia y propiedades. Los tres eran inmensamente ricos y poseían latifundios, minas de plata y oro, instalaciones industriales y compañías navieras por todas las provincias del Imperio. Muchas de esas propiedades las compartían, lo que era fuente fecunda de furiosos altercados, así como también lo eran sus turbulentas relaciones amorosas. La familia de mi esposo era lo más parecido que puedo imaginarme a esos infiernos de que nos hablan ciertas religiones orientales.
Lo que yo no podía imaginar en aquellos días era que las hermanas de mi esposo fuesen a desempeñar un papel tan importante en mi vida. Su hermana mayor, Domicia, estaba casada a la sazón con uno de los hombres más ricos e influyentes de Roma, Crispo Pasieno, un hombre culto y erudito a quien Séneca admiraba. En un momento crucial de mi vida, cuando estuve a punto de perderla junto con mi querida hermana Livila, me salvaría de la muerte el contraer matrimonio con Crispo Pasieno, aunque Domicia jamás me perdonase luego que le birlara el marido. No logré hacerla entender que había sido una cuestión de fuerza mayor.
La otra hermana, la pequeña, la que se quedaría años más tarde al cuidado de mi hijo cuando corrí la misma suerte que mi madre y mi hermano Nerón, tenía una hija llamada Mesalina, extraordinariamente guapa y atractiva, tremendamente sensual, de carácter extrovertido y alegre, algo descocada y tres años menor que yo. Esa jovencita aparentemente inocentona habría de cruzarse más de una vez en mi camino y habría de despojarme de lo que yo más amaba en esta vida.
Al recordarla, no puedo menos que evocar aquel día de principios de verano cuando Mesalina me arrastró a una alocada aventura que muchos años después habría de salvarme la vida.
Fue al día siguiente de la festividad de Minerva en el Aventino. Me encontraba en mi mansión de la Vía Sacra charlando con Publio Balbo, un joven oriundo de Malaca, increíblemente guapo y creo que diez años más joven que yo. Era abogado de profesión y se dedicaba a la investigación privada. Provenía de una familia rica de provincias, y aunque podía haber hecho fácilmente en Roma la típica carrera política, saltando de una magistratura a otra, decía que su bufete le daba más libertad y le proporcionaba un trabajo muy interesante en el que se relacionaba con una gran variedad de personas. Tenía una conversación brillante y era por demás cautivador. Me seducía. En aquellos días Balbo me hacía la corte y yo me sentía muy halagada porque aquel joven hispano, tan hermoso y apuesto, causaba envidia a todas mis amigas y conocidas. No puedo decir que no me gustase, pero lo que más me agradaba de él era que podía hacer rabiar a todas las mujeres que me veían en su compañía. Creo que nos habíamos convertido en la comidilla de todos los salones de Roma. Aún no nos habíamos acostado, pero no tenía pensado demorar por más tiempo ese suceso. Creo que me había propuesto llevármelo a la cama antes de que acabase el día.
Me estaba hablando de los bellos paisajes de su Bética natal cuando se presentó Mesalina con Cestio Montano, un joven patricio con la que la había visto un par de veces y que a veces venía a mi casa a contarme sus cuitas de amor con mi sobrina para que lo consolara. Imagino que el problema que tenía el joven Cestio era que aún no había podido hacer el amor con Mesalina, mientras sospechaba que ella se iba con otros.
Aún recuerdo ese día como si fuera hoy. ¡Qué tiempos tan locos! Quizás fuese ésa la única época de mi vida en que viví de verdad.
Cierro los ojos y veo a mi sobrinita.
Entra en el salón como una tromba, seguida de Cestio, y nos dice precipitadamente, con la respiración jadeante:
—¡Alabados sean los dioses por encontraros juntos! Venía por ti, tita querida, pero es mil veces mejor que vengáis los dos. ¡Ánimo, daos prisa! Nos vamos a divertir de lo lindo.
—Pero, Mesalina —le digo—, ¿se puede saber de qué se trata?
—No. Es una sorpresa.
—¿Y si no se nos apetece ir?
—Pues entonces os quedaréis sin saber en qué consiste la sorpresa.
—Yo tampoco la sé —confesó Cestio—. Ya lo veis, me trae a rastras. Está como una cabra.
—¡Locos sois vosotros si seguís sin decidiros! Yo me voy sola.
—Serénate, Mesalina —le digo—, claro que te vamos a acompañar. Voy a ordenar que enganchen…
—¡No, nada de coche de caballos, tita! Como eres virgen vestal te crees que todo el mundo puede ir por las calles atropellando a la gente. Sois contados en Roma los que gozáis de ese privilegio. Nosotros, los mortales, andamos a pie o en litera. ¿Qué pretendes, que vayamos por ahí pregonando: «Aquí viene la virgen vestal Agripina, hermana del emperador»? Ni hablar, tita, vosotros vais también en litera.
Partimos en sendas literas y Mesalina nos lleva a una regia mansión situada en el Campo de Marte, entre cerezos y ciruelos cargados de frutos. En el atrio sale a recibirnos el señor de la casa, un hombre de unos cuarenta y tantos años y de aspecto muy agradable, que nos conduce a un bello peristilo en cuyo centro, a todo lo largo, en vez del habitual jardín con fuentecilla en el medio, se extiende una piscina espléndida en cuyas orillas han colocado un sinfín de divanes cubiertos de pétalos de rosa. Lo más llamativo del decorado son las flores, que van desde las violetas y los pensamientos hasta las azucenas, los nardos y los geranios. Un fuerte aroma a canela, cardamomo y azafrán se extiende por todo el recinto.
Al fondo de la piscina, sobre un pedestal colocado en la parte techada de las columnatas, se alza una estatua del dios Dionisio, al que también han adornado con flores y con una corona entretejida de ramas de mirto y florecillas silvestres.
Por doquier se deslizan coperos que van escanciando vino a los invitados. Por entre los divanes hay mesitas repletas de exquisitos manjares.
Comemos y bebemos algo mientras va llegando el resto de los invitados. Una pequeña orquesta nos deleita con una música lánguida y sensual. Bailarinas desnudas, de cuerpos perfectos, danzan al son de la música.
De repente se levanta de su asiento el dueño de la casa y da un par de fuertes palmadas para hacer callar a la orquesta y llamar la atención.
—Ante todo he de daros las gracias por vuestra presencia —nos dice—. Hoy es un día muy especial. Hoy vamos a rendir honores al dios Dionisio, y lo vamos a hacer como el dios manda, no con la mojigatería que la tradición romana le impone. Lo vamos a hacer a estilo griego. Queridas amigas, queridos amigos, hoy vamos a celebrar una bacanal. Espero que colaboréis y os divirtáis. Y ante todo, esto: ¡seguid mi ejemplo!
Y con gesto ágil, se desabrocha la túnica, que llevaba sujeta al hombro por un broche, y se queda completamente desnudo. Se oyen algunos chillidos de sorpresa emitidos por algunas damas. Pero pronto la orquesta los acalla.
Creo que Mesalina ha sido la primera en desnudarse después del dueño de la casa. Me anima a seguir su ejemplo.
No pongo ningún reparo. Si muestro a todos mi rostro, no veo por qué no he de mostrar mi cuerpo. Sé que lo tengo esbelto y bien proporcionado, sé que tengo un cuerpo de músculos elásticos, logrados gracias a muchísimas horas de gimnasia y natación. Es un cuerpo de bellas formas, alto y cimbreante como un junco. Ojalá tuviera una cara que hiciese juego con mi cuerpo. Y aunque he cumplido ya mi tercer mes de embarazo, lo cierto es que apenas se me nota algo más que una ligerísima hinchazón en el vientre. Cualquiera de las damas que empiezo a ver desnudas lo tiene mucho más abultado que yo.
Tras muchos titubeos, Publio Balbo sigue nuestro ejemplo, lo que anima también a Cestio a desnudarse.
Luego nos damos cuenta de que en poco se diferencia nuestra fiesta de un banquete cualquiera. El hecho de estar desnudos hace que nuestra reunión sea mucho más distendida, más natural. Debido a que no tenemos ropa encima y a que hemos dejado de ser una abigarrada policromía de colores chillones, da la impresión de que el número de personas ha disminuido, por lo que la vista descansa en vez de contribuir a excitar los sentidos.
De repente el dueño de la casa vuelve a incorporarse y di un par de palmadas. Y de nuevo enmudece la orquesta y todos le prestamos atención.
—Amigas y amigos —nos dice—, vamos a honrar a Dionisio según un rito antiguo: con la prostitución sagrada. Necesitamos una voluntaria, una sacerdotisa que ocupe aquella cama que está junto al dios y haga el amor con todo aquél que pague por sus servicios. Como aquí no se trata de hacernos ricos, pondremos el precio simbólico de un cuadrante, la cuarta parte de un as, justamente lo que cuesta una entrada a las termas. Y una vez que la sacerdotisa se haya consagrado, espero que os animéis a seguir su ejemplo. ¿Quién desea…?
—¡¡Yooo!! —grita Mesalina, que sale corriendo como un gamo hacia la cama, se tumba en ella de espaldas y se abre de piernas.
Todos prorrumpimos en carcajadas.
—Ya tenemos a la sacerdotisa —dice el dueño de la casa—. Ahora nos faltan los fieles. ¿Quién es el primero? ¿Nadie se atreve? Pues seré yo.
Me quedo admirada al observar con qué prontitud obliga Mesalina al dueño de la casa a penetrarla. Mi sobrinita no ha necesitado el menor preámbulo. Y apenas el otro la ha cabalgado unas cuantas veces, cuando ya se pone a gemir y a suspirar y acaba emitiendo agudos chillidos que culminan en un alarido prolongado. Nuestro anfitrión termina sus forcejeos con la velocidad a la que se cuecen los espárragos.
El dueño de la casa se retira y Mesalina se queda tumbada de espaldas en la cama, retorciéndose de ansiedad y acariciándose frenéticamente la vulva. Al fin se acerca un hombre y la monta. Y luego otro. Y otro. Y de nuevo se queda sola, contoneándose voluptuosamente, y como quiera que el siguiente tarda en presentarse, salta de la cama, elige a un joven apuesto, le besa en sus partes viriles y lo arrastra consigo hasta el lecho.
A lo largo de esa tarde aprendo que mi marido no está solo a la hora de demostrar una torpeza infinita en la cama, pues me doy cuenta de que los hombres hacen el amor como si estuviesen tomando por asalto una ciudad sitiada: quieren entrar como sea a golpe de ariete, sin esperar a que se abra por sí sola la puerta. Pero mi sobrinita parece tenerla siempre abierta.
No salgo de mi asombro. Pasan las horas y veo a Mesalina haciendo el amor una y otra vez. Creo que se ha acostado ya con una veintena de hombres. Cestio tiene la boca abierta, los ojos amenazan con salírsele de las órbitas y gruesos lagrimones le corren por las mejillas. Balbo está muy excitado. Aunque trata de disimularlo, cruzándose de piernas y apoyando sus brazos en las rodillas, tiene el falo erguido y congestionado. Lo noto cada vez más nervioso. De repente se levanta bruscamente y se va a hacer el amor con Mesalina.
Esta vez soy yo la que estoy a punto de echarme a llorar. Para colmo, de todos los que han estado con Mesalina, es Publio Balbo, mi pretendiente, con quien pensaba iniciar una apasionante relación amorosa, el que más largo tiempo dura encima de ella. Y cuando ha terminado y es sustituido por otros, el grandísimo granuja se queda esperando cerca de la cama, repone fuerzas y vuelve a montar a Mesalina. Y ahora creo, no, estoy convencida, lo veo, es precisamente con Publio Balbo con quien Mesalina da los chillidos más fuertes, con quien más gime y con quién da más suspiros. La condenada me acaba de quitar el novio.
Luego, cuando se generaliza la orgía y se oyen gemidos por todas partes, a Cestio y a mí no nos queda más remedio que hacer juntos el amor para consolarnos. Pero ni yo alcanzo el orgasmo ni él parece disfrutar mucho cuando finalmente eyacula.
Antes de acabar la fiesta, Mesalina ha desaparecido junto con Publio Balbo.