Capítulo 10

Sentada sobre esta roca, contemplando el mar, tratando de reconstruir mi vida durante aquellos seis años que siguieron a la despedida de mi hermano Gayo, me asombra la parquedad de recuerdos que tengo de aquella época. Sería lógico pensar que entre mis quince y mis veintiún años las remembranzas tendrían que ser más abundantes y precisas que cuando era niña. Pero no es así. De nuevo tan solo breves fogonazos en una noche oscura.

Casi exactamente a los dos años de la partida de mi hermano Gayo murió mi madre. Fue en un dieciocho de octubre. Me enteraría dos semanas después. De los pormenores, a los tres meses.

Fue ella la que decidió su destino. Como no la dejaban morir de hambre, durante un descuido del centurión que siempre la vigilaba, logró arrebatarle la espada y se hizo un profundo tajo en la garganta. Murió desangrada.

En ese mismo año, en el mes de agosto, había fallecido mi hermano Druso. Lo vejaron y torturaron durante años y al fin le negaron todo alimento. Cuando encontraron su cadáver, en una mazmorra lúgubre del palacio imperial, observaron que mi hermano se había comido parte del relleno de lana de la colchoneta que tenía por cama.

Luego siguen cuatro años de los que apenas recuerdo nada. A veces tengo la impresión de haber estado muerta o de haber permanecido en un latente letargo como una planta marchita que se resiste a morir.

Hasta que aquella noticia alegre me devolvió la vida.

Me encontraba a la sazón en la villa que Séneca tiene a las afueras de Herculeano. Me había enterado de que mi hermano andaba acompañando a Tiberio por las ciudades de la Campania y animé a Séneca para que hiciésemos el viaje juntos y fuésemos a visitarlo. Hacía casi seis años que no nos veíamos. Llevaba ya unos días en aquella casa, desde donde había enviado a mi hermano un mensajero de todo mi confianza, portador de una carta en la que le preguntaba cómo podríamos hacer para reunimos. Esperaba impaciente de un momento a otro su respuesta. No me había atrevido a dirigirme directamente en busca de mi hermano Gayo, pues ninguna precaución era suficiente en todo lo que rodeaba al anciano déspota.

Fue un dieciséis de marzo, día festivo desde entonces para todos los romanos. Ese día murió Tiberio. Falleció al amanecer. Horas después, cuando el sol resplandecía como nunca en la campiña, un mensajero de Gayo me trajo la noticia, junto con una carta de mi hermano en la que me contaba cómo había muerto el viejo tirano. La carta rezumaba alegre ironía.

Murió en Miseno, pues había salido de Capri con la intención de volver a Roma, tras una década de ausencia; mientras descansaba en esa ciudad, las hormigas devoraron a una serpiente domesticada que él solía llevar a todas partes, como si aquel reptil fuese la única criatura viviente en la que podía confiar. Interpretó aquel suceso como un presagio funesto. Se le antojó que la muerte de su serpiente predecía la suya propia a manos de una multitud. Eso lo retuvo en Miseno, donde enfermó y quedó postrado en cama, moribundo y sin fuerzas, salvo para gritar, blasfemar e impartir órdenes.

Con fino humor me contaba en su carta mi hermano Gayo cómo el viejo le hacía señas para que se acercara a su lecho, le cogía la mano, se quitaba el anillo de oro, hacía ademán de entregárselo a mi hermano, nombrándole así su sucesor, pero enseguida se arrepentía, volvía a ponérselo, tornaba a quitárselo, lo sostenía en alto, lo contemplaba con tristeza, se lo encajaba de nuevo en el dedo anular y de nuevo se lo quitaba y titubeaba, hasta que finalmente expiró con el puño en alto.

La noticia de su muerte regocijó a todos cuantos le rodeaban y a la multitud que aguardaba impaciente frente a la casa. Y cuando ya todos prorrumpían en gritos de alegría y se oían voces aclamando a mi hermano emperador, el viejo resucitó.

Macrón, el prefecto del pretorio, ordenó cubrirlo con mantas y ropa hasta asfixiarlo. Mi hermano me contaba que de no habérsele adelantado Macrón, él mismo lo hubiese estrangulado.

Séneca había salido a inspeccionar unos viñedos. Por aquellos años se entusiasmaba por la agricultura. Era su auténtica y nueva pasión. Continuamente pretendía leerme párrafos de un tal Columela, un erudito gaditano a quien él admiraba.

Había salido de casa con la alborada y yo no lo esperaba hasta la tarde para la hora de comer. Ardía en deseos de darle la buena nueva.

Me encontraba revisando una vez más la carta de mi hermano, cuya lectura había acompañado generosamente con una botella de vino de Falerno, cuando se presentó Séneca, algo achispado, eufórico y radiante de alegría. No tuvo que decirme que ya estaba al tanto de lo que ocurría. Yo tampoco a él. Nos abrazamos y nos cubrimos el rostro de besos.

—Ha muerto el tirano —dijo—. Esto hay que celebrarlo.

—No solo fue un tirano. Fue perverso y maligno.

—Más perverso y maligno de lo que te imaginas, mi querida Julia, mucho, muchísimo más. Hay incluso cosas que no te he contado. Ya es hora de que las sepas.

—¿Cómo cuáles?

—Fue un ser ladino, hipócrita como él solo. Cuando mandó detener y ejecutar a Sejano, ¿sabes qué explicación dio?

—No.

—En una carta al Senado afirmó que la orden que impartió de acabar con Sejano se debió a que éste se había ensañado en los hijos del gran Germánico. Pero para entonces tu madre y tu hermano Druso aún vivían. ¿Por qué no ordenó que los liberaran? Lo más vergonzoso del caso es que los senadores aceptaron esa explicación y se deshicieron en cumplidos y alabanzas, ponderando el respeto y el amor que por su familia sentía quien los tenía sojuzgados y humillados.

»Y cuando murió tu madre, ¿sabes lo que comunicó al Senado? Se jactó de su infinita clemencia y de su natural bondadoso, pues no había ordenado estrangular a tu madre en el Foro, ni había permitido que enganchasen su cuerpo con un garfio y arrojasen su cadáver por las Gemonias.

»Y los senadores alabaron realmente su generosidad y decretaron que se le dedicasen estatuas de oro y plata, que se le ofrendaran sacrificios en todos los pulvinares y que el día de la muerte de tu madre fuese celebrado como la festividad de la clemencia imperial.

—Es horrible lo que me cuentas.

—Era un sádico que se regodeaba en los padecimientos ajenos. Tenía más de monstruo que de humano. A tu hermano Druso lo martirizaron durante largos años. Y en todo momento, cada vez que lo golpeaban y lo interrogaban, incluso cuando se quedaba solo, había amanuenses, presentes u ocultos, que anotaban meticulosamente todo cuanto decía o hacía, las veces que gemía, los gritos que pegaba, los gestos que ponía, hasta los insultos que le dirigía el centurión al mando de sus torturadores. Lo anotaban todo, hasta el más mínimo detalle, de todo llevaban un registro minucioso, y las actas le eran enviadas a Capri. Imagino que se correría al leerlas.

»Has de saber que conozco esas actas, pues tras la muerte de tu hermano Druso, Tiberio envió copias de ellas al Senado y ordenó que se leyeran en voz alta. Nunca llegaré a entender por qué hizo aquello. Jamás podré explicarme qué pretendía con ello. Aunque, ¿puede haber algún atisbo de racionalidad en las lucubraciones y los actos de un loco pervertido?

—No creo que estuviese loco. Era simplemente malo, era pérfido y perverso.

—Brindemos por su muerte —dijo Séneca—. Mas, no, brindemos mejor por nuestras vidas. Olvidemos el pasado. Cambiemos de tema. Ahora hay que mirar hacia el futuro.

Hablamos de mi familia y de las complejísimas y desconcertantes relaciones de parentesco que se daban entre los Julios y los Claudios a partir de Augusto. Fenómeno este completamente nuevo en Roma, pues si bien es verdad que la clase patricia solo se reproduce en su mismo seno, también lo es que las familias tienden a contraer matrimonio entre las diversas dinastías con el fin de ampliar sus tentáculos y ámbitos de influencia.

Séneca me dijo que a veces le desconcertaban esas relaciones nuestras, que tenía que dibujarse una especie de árbol genealógico de tan solo tres generaciones para poder orientarse en sus enmarañadas ramas.

—Eso se debe —le digo— a que todos nuestros matrimonios están orientados a que no se pierda ni una sola gota de sangre de nuestras dos estirpes. Si pudiésemos imponer en Roma las antiguas costumbres egipcias, nos casaríamos entre hermanos, el incesto sería la norma.

Séneca prorrumpe en estruendosas carcajadas. No creí haber dicho nada particularmente gracioso, pero Séneca reía como si le estuviese leyendo una comedia de Plauto.

En aquella época, a sus treinta y seis años, aún no había empezado a engordar y conservaba su preciosa cabellera rizada. Unos graciosos bucles de color castaño oscuro le caían coquetonamente sobre la frente. Después se volvería calvo, obeso y fofo. Lo contrario de lo que había sido cuando partió de Roma para Egipto. Era entonces un verdadero esqueleto andante. Mi hermano Gayo, con la mordacidad que le caracterizaba, decía de él que parecía un cadáver movido por los hilos de un cómico de feria.

Pero a su regreso de Egipto resultaba irreconocible. El cálido clima africano había curado sus dolencias. Aunque de baja estatura, era esbelto y bien proporcionado. Tenía aquel entonces unas facciones finas y el rostro ovalado, sus labios eran carnosos y sus ojos parecían dos esmeraldas que vomitasen fuego. Su semblante irradiaba una vitalidad tan fascinante como perturbadora; y cuando hablaba, sus gestos, su mímica, el timbre y las modulaciones de su voz cautivaban incluso a sus enemigos. No resultaba fácil permanecer serena en su presencia. Mi hermana Livila lo caracterizó una vez como el seductor nato.

Nos encontrábamos sentados frente a frente en sendos sillones de cuero en el aposento donde tenía su espléndida biblioteca. Era un salón de techo artesonado y suelo de madera recubierto de mullidas alfombras orientales. Las estanterías, repletas de rollos de pergamino, en su mayoría guardados en fundas de ante, ocupaban en toda su superficie tres de las paredes, respetando tan solo el vano de la puerta. La cuarta pared era un gran ventanal que daba a un hermoso peristilo con jardín y por el que entraba la luz a raudales. Era la habitación más alegre y acogedora de la casa.

—¿De qué te ríes tanto? —le pregunto, echándome yo también a reír—. ¿Es que he dicho algo tan gracioso? No sabía que la sangre pudiese ser tan divertida.

Esta vez Séneca tiene un auténtico ataque de hilaridad. Se lleva las manos al vientre y se le saltan las lágrimas de tanto reír.

—Tú eres la divertida, mi querida Julia; ya lo eras de pequeñita, no sabes cuánto me hiciste reír cuando eras niña, cuántos ratos agradables pasé contigo, y con los años te vuelves cada vez más graciosa —me dice, y añade con voz ronca—: Y más bella. Más cautivadora.

Me siento halagada. Es la primera vez en mi vida que un hombre me dirige un cumplido. Siento que la sangre me sube a las mejillas.

Séneca se levanta de su asiento, se me acerca, me coge el rostro con ambas manos y me dice:

—Deja que te bese como antaño, permíteme besar tus cabellos.

Me besa los cabellos, tal como solía hacer cuando yo era una niña, luego me acaricia lentamente la nuca y el cuello, siento sus dedos deslizándose delicadamente por detrás de mis orejas y luego me roza la frente con sus labios. El contacto de su piel me estremece. No es como la mía, algo áspera y seca, sino suave como el terciopelo, cálida como los pétalos de una rosa expuesta al sol. Nunca hubiese podido imaginar que la epidermis de un hombre pudiese ser tan sedosa y mórbida.

Y de repente me besa en el rostro, mejor dicho, me lo cubre de besos, haciéndome sentir emociones que jamás en mi vida había experimentado. Creo que en esos instantes me enamoro locamente de él.

Sus labios se juntan entonces con los míos y nuestras bocas se fusionan en un cálido jugueteo de lenguas traviesas y carnosidades ardientes. Se arrellena junto a mí en el sillón, y sin dejar de besarme en la boca, me estrecha entre sus brazos y empiezo a sentir poco a poco sus lentas caricias por todo mi cuerpo.

Desde mi triste noche de bodas, de tan amargo recuerdo, no me había vuelto a poner la mano encima ningún hombre. Había decidido que jamás varón alguno volvería a tocarme. No me fue difícil hacer que mi esposo me dejara en paz. Creo que yo no le gustaba. También estaba convencida de que no habría de gustarle a ningún hombre. Era algo que, en realidad, no me importaba. El sexo para mí siempre ha sido algo secundario. Siempre me ha excitado muchísimo más el poder.

Y de repente un hombre me codiciaba, me consideraba bella y yo me veía inmersa en un maremágnum de deseos que jamás creí poder abrigar.

Sin dejar de besarme y acariciarme, Séneca se despoja de su túnica y me desviste. No recuerdo que me resistiera. El temor y el deseo me habían paralizado.

El contacto de su piel en mi cuerpo desnudo me produce sensaciones extrañas, excitantes, perturbadoras, pero envueltas también en una ola de ternura. Me acaricia luego los pechos suavemente y me besa con gran delicadeza en los pezones. Luego me los chupa como hacen los niños pequeños. Siento entonces un dulce hormigueo por todo el cuerpo, un inusitado temblor que parece partir de mi cerebro y se extiende hasta los dedos de mis pies. En el interior de mi vagina percibo nerviosas palpitaciones y un foco de calor que se irradia por mi vientre.

Séneca se levanta, me coge en sus brazos y me lleva en vilo hasta un diván colocado junto al ventanal que da al jardín. Allí me deposita y se tumba a mi lado.

Advierte enseguida mi turbación.

—¿Qué ocurre? ¿No estás a gusto? —me pregunta alarmado.

—Es la luz —le contesto—. ¿No podríamos ir a tu dormitorio?

—¿Y cerrar bien las ventanas y correr las cortinas? —Sí.

—Pues, no. Quiero verte. Eres preciosa y quiero verte. No quiero desperdiciar ni un solo instante de esta visión divina. No me lo perdonaría. Sería un sacrilegio, una blasfemia. ¿O es que no te gusto y no quieres verme? En tal caso, vámonos a la alcoba.

—No, no es eso.

—¿Qué es entonces?

—No lo sé.

—Pues la única forma de que lo sepas es que nos quedemos aquí.

Se pone encima de mí, me besa apasionadamente en la boca, me acaricia los pechos y de repente siento algo duro y rígido a la entrada de mi vagina. Me asusto y tengo un sobresalto. Me pongo rígida y a continuación intento incorporarme.

Séneca se aparta de mi cuerpo, sosteniéndose sobre brazos y pies, me sonríe dulcemente y me dice:

—No temas, que no pensaba hacerte daño. Confía en mí. Solo te penetraré cuando tú quieras. Relájate. Imagino que habrás sufrido mucho.

Me lame entonces las lágrimas que se deslizan por mis mejillas y me besa cada pulgada del cuerpo. Siento escalofríos en puntos que yo creía insensibles. Luego posa sus labios en mi vulva y se pasa un rato que a mí me parece infinito besuqueando y lamiendo todas las partes de mi sexo. Tengo la impresión de que el tiempo se ha detenido. Oleadas de sensualidad parten de mi vientre y alcanzan hasta el último músculo. Una calidez húmeda se expande por mi vagina.

Luego su rostro va subiendo por mi cuerpo y percibo por doquier el rítmico golpeteo de su lengua. Me besa apasionadamente de nuevo en la boca y de nuevo siento su pene a la entrada de mi vulva, pero esta vez no me parece duro y rígido, sino blando y elástico. Y de repente, sin que apenas lo advierta, empieza a entrar dentro de mí. Clavo mis uñas en su espalda y lo atraigo hacia mí. Quisiera fusionarme con él.

Permanecemos entrelazados, inmóviles, sintiendo únicamente las palpitaciones que sacuden nuestros cuerpos. Luego, pasado un largo rato, comienza a moverse muy despacio y su sexo se agita en el mío con traviesas vibraciones seguidas de un pícaro jugueteo, como si pretendiese abandonarme, y acto seguido, a punto de salir, se arrepintiese y volviese a entrar con más fuerza, temeroso de perder aquella cálida morada.

De súbito experimento unas oleadas extrañas por todo mi cuerpo, seguidas de un paroxismo alucinante en el que creí perder el conocimiento. El mundo deja de existir, deja de existir también el tiempo, todo se reduce a una explosión que estalla dentro de mí y que parece elevarme hasta las estrellas. Sin poder contenerme, grito de placer. Después una apacible languidez se adueña de mí.

Abro los ojos y observo cómo el rostro de Séneca se transforma por instantes en una expresión bellísima y llena de dulzura. Se estremece, tiembla y también él aúlla de placer.

Séneca se relaja tan solo unos breves instantes y prosigue enseguida sus caricias y sus besos y su animado y variado jugueteo en mi vagina. Tengo de nuevo un orgasmo y luego otro y otro, mientras Séneca alcanza también nuevos puntos culminantes.

No sé cuánto tiempo estuvimos así. Creo que fueron horas. Solo sé que grité, reí y lloré de placer. Al final mi curiosidad pudo más que el deseo y la voluptuosidad.

—Pero ¿es que no te cansas? —le pregunto—. Tengo entendido que los hombres no funcionan así. Mis amigas me cuentan que sus maridos las montan durante breves instantes y luego se desploman rendidos en la cama y se ponen a roncar.

—Es que no he eyaculado ni una sola vez. He tenido contigo orgasmos maravillosos, como jamás los había tenido, pero no he eyaculado.

—Y eso, ¿cómo es posible?

—Es algo que aprendí en Alejandría. Me lo enseñó un sacerdote egipcio. Me dijo que ese arte se lo había revelado un monje chino que acompañaba a un grupo de embajadores que se dirigían a Roma.

—¿En qué consiste?

—Me explicó que orgasmo y eyaculación son dos cosas distintas, que pueden separarse con la mente. Como ves, con ese método nos podríamos ahorrar toda la gran variedad de anticonceptivos que nos venden médicos, farmacéuticos y buhoneros embaucadores. Me dijo que los monjes chinos utilizan ese arte para prolongar la vida.

—Pues, querido Lucio, ¡bendita sea la hora en que te fuiste a Alejandría! ¡Vivan los religiosos chinos y egipcios! Ya podrían ser nuestros pontífices como ellos. No seríamos tan serios.

—¿Te apetece continuar? —Sí.

Siguieron orgasmos en los que me vi catapultada al firmamento, y de repente, no sé por qué, quizás por la embriaguez del placer multiplicado, le digo:

—Quiero sentir tu semen en mi vientre. Anda, olvídate por un momento del sacerdote egipcio.

Esta vez alcanzamos juntos el paroxismo y esta vez Séneca sí se deja caer sobre mi cuerpo, exhausto y lánguido, se echa a un lado y permanece tumbado boca arriba con la respiración jadeante.

—¿Lo ves? —me dice al cabo de un buen rato—. Ahora me he quedado sin fuerzas. El egipcio tenía razón. Eyacular debilita y tan solo proporciona un placer fugaz.

—Pues ya era hora de que perdieras tus fuerzas, mi adorado Lucio, pues ibas a acabar conmigo. Estoy rendida y agotada, pero inmensamente dichosa. Me has hecho muy feliz.

Aquel mismo año, a los nueve meses exactos, el quince de diciembre, di a luz a mi único hijo. Nació pelirrojo y todos dijeron que había salido al padre. Afortunadamente nadie pareció acordarse de que mi bisabuelo Augusto también era pelirrojo. Tampoco pareció nadie darse cuenta de que me empeñé en ponerle el mismo nombre de Séneca: Lucio. Incluso me peleé con mi hermano sobre cómo habría de llamarse mi hijo. La única que se sonrió misteriosamente fue mi hermana Livila, pero nunca hablamos del asunto. A mi marido 110 tuve que engañarle: de sobra sabía el muy tonto que era estéril.