Capítulo 9

En el tercer año de mi matrimonio se acentuó mi soledad. Mi adorada hermana Livila, obligada a casarse dos años después que yo, también cumplidos los doce, con el cónsul electo de ese año, Marco Vinicio, se encontraba en Asia desde el mes de febrero, acompañando a su esposo en una misión diplomática. Mi hermana menor, la pequeña Drusila, casada en ese mismo tercer año de mi matrimonio, a la edad de trece, con el patricio Lucio Casio Longino, vivía desde el mes de marzo en la ciudad portuaria de Brundisium, donde su esposo llevaba una vida retirada, dedicada exclusivamente a la literatura, afición que seguramente heredaría de su padre.

A mi hermano Gayo lo veía tan solo muy de vez en cuando. Creo que lo vigilaban, que le seguían los pasos, que no era libre de ir a donde quisiera. Sentía mucho miedo por él.

En agosto me había llegado la noticia de la muerte en la isla de Pontia del más querido de mis hermanos, de Nerón. Los esbirros de Sejano habían desembarcado en la isla con órdenes de ejecutarlo. Lo sometieron a las más terribles torturas durante una semana hasta que se cansaron y decidieron empalarlo.

Jamás podría volver a mirarme en sus preciosos ojos azules, jamás volvería a revolver con mis manos sus espesos cabellos rubios de tintes rojizos, jamás volvería a reír con él y jamás me alzaría como antaño en sus brazos.

De Druso seguía sin saber nada, tan solo se ratificaban las sospechas de que se encontraba encerrado en una de las mazmorras del palacio imperial.

De mi madre no me permitían recibir noticias. Lo único que sabía de ella era que había intentado quitarse la vida dejando de comer y que la habían alimentado a la fuerza.

El día dieciocho de octubre de aquel año vino Burro a visitarme para darme la noticia de que habían ejecutado a Sejano. Apenas pude dar crédito a sus palabras. El favorito de Tiberio, el hombre más poderoso del todo el Imperio romano después del viejo tirano, había caído en desgracia y había sido sometido a un juicio sumarísimo en el Senado. De hecho el viejo ladino le había tendido una celada: haciéndole creer que le iban a otorgar más prerrogativas de las que aún tenía, dispuso que lo convocasen al Senado y envió a un oficial de su más absoluta confianza, Macrón, para que leyese a los senadores las órdenes de Tiberio. Macrón había rodeado el edificio de la curia romana con soldados que le eran completamente fieles y se las había arreglado para despedir a la guardia personal de Sejano.

Atendiendo las instrucciones de Tiberio, los padres conscriptos ordenaron detenerle, lo juzgaron allí mismo, lo condenaron a muerte y dispusieron que la sentencia fuese ejecutada de inmediato. Lo arrastraron hasta el Foro, lo sujetaron con una horca en el suelo y le dieron latigazos hasta que expiró. Ajusticiaron también a su esposa y a su hija, y como ésta era una niña muy pequeña, no tenía más que seis años, y la ley prohibía dar muerte a doncellas vírgenes, el verdugo la violó antes de estrangularla.

Tras la muerte de Sejano habían sido suspendidos de su cargo de modo fulminante muchos de los colaboradores del que fuese todopoderoso prefecto del pretorio. Al año siguiente, la inmensa mayoría de sus amigos y seguidores sería aniquilada y mis cadáveres irían a pudrirse por el Tíber y las calles de Roma.

Por recomendación del nuevo prefecto del pretorio, Macrón, el Senado había nombrado a Afranio Burro prefecto urbano, con lo que no solo se incorporaba al Senado, sino que pasaba a ser la máxima autoridad en esa asamblea en ausencia de los cónsules.

Como había estado realizando cierta misión de índole policial, vino a verme vestido con atuendo militar. Tendría la misma edad que mi esposo, pero parecía muchísimo más joven que él. Verlo era algo que siempre me reconfortaba. Aquel día hablé como hacía mucho tiempo que no hablaba. Entendí la expresión popular de ser más parlanchín que una cigarra ática. Creo que hablé como un enjambre de cigarras.

Cuando se marchó salí a la puerta a despedirlo y lo vi alejarse con paso marcial, precedido de dos lictores que empuñaban sendas fasces y seguido de un pequeño destacamento de la guardia urbana.

Mientras lo seguía con la mirada cuando bajaba con su comitiva por la Vía Sacra sentí un hálito de esperanza. No todo era tenebroso en Roma. Empezaba a tener pilares donde apoyarme.

Ese mismo día, al anochecer, vino a verme mi hermano Gayo. Jamás olvidaré la conversación que tuvimos. Aún recuerdo cada palabra.

Tras abrazarme y estamparme un beso en la boca, me dijo precipitadamente:

—Pasado mañana parto para Capri. El viejo tirano no me deja tiempo ni para organizar mi viaje. No sé qué demonios quiere de mí. Por descendientes varones solo le quedo yo y el tontito de Tiberio Gemelo, su nietecito, un niñato repulsivo. Si es ya tan arrogante a sus once años, no sé quién podrá aguantarle de mayor. Tendré que convivir con los dos. Estoy asustado. ¿Podré soportarlo?

—Lo soportarás, hermano, lo soportarás. Eres un Julio. No lo olvides. Tienes la sangre guerrera de Julio César. Y eres un Claudio, como nuestro padre y nuestro abuelo. Has heredado la valentía de los dos Germánicos. Nada puede asustarte.

—Soy el último de los Julios. El único que queda para protegeros. ¿Tendré fuerzas para hacerlo?

—Las tendrás. Piensa en nuestra madre. Ella está padeciendo muchísimo más que nosotros.

Al nombrar a mi madre, los dos enmudecemos de repente y guardamos silencio durante un largo rato. Al fin le pregunto:

—¿Y qué crees que quiere de ti ese maldito tirano?

—Reconciliarse. Manipularme. Quizás le atormente algo la conciencia por las persecuciones a que ha sometido a nuestra familia. Quizás presienta que le llega la muerte. Ya tiene setenta y tres años y se encuentra enfermo y achacoso según me han dicho. Previendo su muerte, a lo mejor pretende prepararme como heredero junto con su nieto Gemelo. Necesita un varón adulto. Solo me tiene a mí. Además, me debe un grandísimo favor.

—¿Cuál?

—Tengo mis confidentes. Has de saber que hay muchas personas que siguen siendo fieles a nuestra familia. No todos nos han abandonado. El nuevo prefecto del pretorio, Macrón, es amigo mío; bueno, al menos me adula y se deshace en alabanzas sobre mi persona; quizás se huela que puedo llegar a ser el próximo emperador.

—¿Tú? —exclamo, echándome en sus brazos—. ¡Mi querido Gayo! Aún podrías salvar a nuestra madre y a Druso.

—No con otra cosa sueño.

—Pero ¿cuál es el favor?

—Logré enterarme de que nuestra tía Livila fue amante de Sejano cuando todavía estaba casada con el hijo de Tiberio. ¿Recuerdas qué extraña fue la muerte de Druso? Sejano utilizó a nuestra tía para envenenarlo. Pude descubrirlo y fui a Capri a ver a Tiberio. Le enseñé las pruebas y le informé de todos los pormenores. Al principio no quiso creerme, luego se hundió en la desesperación, finalmente tuvo un ataque de cólera y juró cortarle los cojones a Sejano. Yo he sido el artífice de su hundimiento. Ésa ha sido mi primera venganza. Quizás cambie ahora la situación de nuestra familia.

»Aunque, para serte sincero, no puedo calificar ese acto como una venganza auténtica, como una de esas venganzas que satisfacen y se ejercen en frío al igual que tomamos un refresco con hielo en pleno verano. Fue una venganza motivada por el miedo, no por el placer de llevarla a cabo. Se trataba de él o de mí. Sejano se había propuesto acabar conmigo y yo lo sabía. De no haber precipitado su caída, quizás hubiese corrido la misma suerte que Nerón o que Druso. Ahora no estaría hablando contigo.

Me quedo contemplando a mi hermano, admirada y sorprendida. Casi me parece bello ese mozo desgarbado y de facciones que a veces infunden miedo.

Hacía ocho años que había muerto el hijo único de Tiberio. Yo era demasiado pequeña y ni siquiera me enteré. Estaba casado con una hermana de mi padre con la que apenas teníamos relación. Años más tarde contrajo matrimonio con Sejano, lo cual fue un escándalo en toda Roma: una patricia de noble alcurnia casándose con un plebeyo. Para el arribista Sejano sería un paso más en su acelerada carrera al trono. La amante convertida en esposa le quitaba de en medio al heredero y le proporcionaba la sangre que le acercaba a la nobleza. Aquel matrimonio incluso me escandalizó a mí, pero jamás hubiese podido imaginar que hundiese sus raíces en un crimen.

De repente tenía que hacerme a la idea de que una hermana de mi padre había envenenado al hijo de Tiberio para poder casarse con un advenedizo de origen oscuro. Los crímenes en el seno de mi familia se multiplicaban.

—Tengo muy poco tiempo, Julia —me dice mi hermano—, pero antes de irme quiero hablarte de quienes causaron la perdición de nuestra familia. Tienes que saber quiénes son. Algún día nos vengaremos.

»Aparte de Sejano, quien fue el que más intrigó contra nuestra familia, ya que éramos un obstáculo en sus planes, pues pretendía destronar a Tiberio y proclamarse emperador, los que más se confabularon contra nosotros fueron Avilio Flaco y Latino Latiaro. ¡Nunca olvides esos nombres!

»¿Recuerdas cuando ajusticiaron a nuestro amado Tito Sabino? Fue en aquellos años en que empezaron a perseguir a las primas y a las amigas íntimas de nuestra madre. Fue cuando acusaron a la tía Claudia Pulchra de delito de lesa majestad, brujería, envenenamiento y adulterio. No eran más que los preparativos para lanzarse contra nosotros. Por eso nuestra madre reaccionó con tal violencia contra Tiberio cuando éste sacrificaba ante el altar del divino Augusto.

»A Tito lo persiguieron porque había sido amigo íntimo de nuestro padre y porque lo era de nuestra madre y era como un padre con nosotros. Por eso lo persiguieron. Con toda la perfidia del mundo le tendieron una celada. El fin de la misma era que nuestra madre lo hubiese acompañado. Así hubiesen podido denunciar a los dos al mismo tiempo.

Mientras mi hermano hablaba, cierro los ojos. Me narra con tal plasticidad, que puedo ver las escenas como si se desenvolviesen en esa famosa piedra de que la leyenda nos habla. Todo tiene que haber ocurrido por las Saturnales del año veintisiete, cuando ya había cumplido yo los doce años.

Tengo tantos recuerdos de cuando era niña de Tito Sabino, quien llegó a ser para mí como un padre, que no puedo menos de identificarme con él y me sugestiono hasta el extremo de imaginarme que lo acompañé, sin que él lo supiera, en aquellos aciagos momentos que condujeron a su perdición. Revivo sus últimas horas de hombre libre como si de una vivencia personal se tratara. A veces creo que estuve realmente presente.

El senador Latino Latiaro se encuentra en el Foro, aparentemente por casualidad, con mi madre y Tito Sabino. Latino no es más que un conocido de Sabino, en modo alguno un amigo íntimo. Pero Latino los saluda como si fuesen para él las personas más queridas del mundo. Luego los invita a pasar en la tarde por su casa, pues tiene cosas muy importantes que comunicarles. Ambos aceptan, pero luego, al llegar a casa, mi madre se encuentra con que la pequeña Drusila se consume de fiebre. La pobre siempre ha tenido una naturaleza frágil y enfermiza. Envía entonces un mensajero a Sabino para decirle que no podrá acudir a la cita.

Al caer la tarde llega Sabino a la mansión de Latino, quien lo recibe con una ligera mueca de disgusto al advertir que mi madre no lo acompaña. Pero se repone enseguida y abraza cariñosamente a Latino.

—Si te parece —le dice—, nos quedamos aquí, en el atrio. Haré que nos traigan algo de comer y beber.

Les sirven a continuación unos manjares exquisitos, que riegan con abundante vino. Latino ha elegido vinos añejos, y cada vez que Sabino apura un vaso, hace señas a su copero para que se lo llene.

Los ojos de Sabino chispean de alegría, mientras la lengua se le desata a la velocidad con que se sueltan las amarras de un barco a punto de zarpar.

—Como te iba diciendo, mi querido Sabino —dice Latino—, creo que el César desea la perdición de la familia de Germánico. Si aún no ha procedido contra ellos es porque todavía vive su madre. Livia le habrá ayudado a convertirse en emperador, pero no creo que apruebe del todo una crueldad innecesaria contra los que, a fin de cuentas, son sus biznietos. Pero la anciana ya va para los ochenta y seis años. No vivirá mucho tiempo. Y cuando muera, Tiberio descargará su ira contra Agripina y sus hijos.

—¡Ojalá muriesen los dos al mismo tiempo! —exclama Sabino—. Los dos están hechos el uno para el otro. Ella es una arpía, taimada y despótica. Y él… la manzana nunca cae lejos del árbol.

—¿Tanto los odias?

—Ya sabes que Germánico y yo fuimos siempre fieles al espíritu republicano. Detesto las tiranías. Pero no solo es un tirano, es, además, como persona, un ser despreciable. Es vengativo, le corroe la envidia. Es un personajillo repulsivo, carcomido por los resentimientos.

Arriba, en el techo falso del ático, el caballero Avilio Flaco ha apostado a sus espías, quienes van tomando notas taquigráficas de cada una de las palabras de Sabino.

En el peristilo de la casa, comandado por Avilio Flaco, espera órdenes un destacamento de la guardia pretoriana.

—Y cuéntame, Sabino: en lo que atañe a Agripina y sus hijos, Nerón y Druso, ¿piensan ellos igual que tú?

En esos momentos Sabino, pese a las muchas copas de vino que ha tomado o precisamente por esa lucidez que ocasiona a veces el exceso en el beber, sospecha de las intenciones de Latino.

—De esas cosas —le contesta secamente— no suelo hablar ni con Agripina, ni con Nerón, ni mucho menos con el alocado de Druso. De esas cosas con nadie hablo. De esto solo he hablado contigo porque me mereces confianza. Ya sabes que hoy en día es mejor no decir lo que uno piensa ni pensar siquiera en hacer lo que quisiéramos hacer. Por lo demás, te ruego encarecidamente que cambiemos de conversación. El tema se me torna pesado.

A los pocos instantes se abre la pesada puerta que comunica el atrio con el resto de la casa y se presenta Avilio Flaco al frente de sus soldados.

—¡Ya hemos oído bastante! —grita al entrar—. ¡Soldados, arrestad a ese traidor, cargadle de cadenas! Sabino, se te acusa de los delitos de injurias al emperador, lesa majestad y traición a la patria.

Es así como me imagino la escena que ocasionó la perdición de nuestro amado Tito Sabino. El primero de enero del año siguiente, Avilio Flaco acude al Senado para leer una carta de Tiberio en la que acusa a Sabino de conspiración y ofensas al emperador.

—¿Y sabes una cosa, mi querida Julia? —me dice mi hermano— ese Avilio Flaco fue el mismo que luego se presentó en el Senado para orquestar las acusaciones contra nuestra madre y nuestros hermanos. No fue él el único, hermanita, pero él fue el acusador principal. El y Latino causaron la destrucción de nuestra familia.

»Avilio Flaco dijo de nuestra madre que era de ánimo contumaz y lenguaje arrogante y desvergonzado. A Nerón lo llamó depravado sexual y lo acusó de brujería, de lesa majestad, de adulterio con nuestra tía Claudia Pulchra y de tratar de envenenar al emperador.

»En lo que respecta a Druso, me avergüenza decirlo, Sejano se enteró de que nuestro hermano siempre había estado celoso de Nerón porque éste era el favorito de mamá. Sospecho que lo utilizó para destruir a Nerón. Por eso no se le hizo juicio, pero también por eso ha desaparecido misteriosamente.

»Hubo muchos más acusadores entre los propios senadores. Pero te digo una cosa, hermana, todos los senadores, todos, absolutamente todos tienen sus manos manchadas en la sangre de nuestro hermano Nerón, todos colaboraron en la destrucción de nuestra familia. Ninguno alzó la voz para defendernos. Todo lo contrario: se deshicieron en alabanzas al emperador y felicitaron a Flaco y a Latino. No hubo uno que no se arrastrara como una alimaña por el suelo.

»Pero algún día, hermana, algún día habré de vengarme. Llegará el día en que estrangularé con mis propias manos a Flaco y a Latino. ¡Tan solo pido a Marte Vengador que me dé fuerzas para hacerlo!

En esos instantes los ojos parecen salírsele de las órbitas y su rostro se contrae en una mueca espantosa. Incluso me infunde miedo. Creo por momentos que va a enloquecer.

—Hay algo de lo que no estoy seguro, hermana. ¿Podré disimular? No tendré más remedio que seguir el juego a Tiberio. Estaré obligado a reír cuando él ría, en todo momento tendré que fingir que le quiero. ¿Seré capaz de hacerlo? ¿No perderé la razón? Tengo mucho miedo, hermana.

Al despedirnos, nos abrazamos y permanecemos unidos durante mucho rato.

—No olvides informar a nuestras hermanas de todo lo que te he contado —me insiste con voz ronca—. Yo no puedo hacerlo.

—¿Cómo iba a olvidarlo, Gayo?

—Y no olvides decirles que las quiero, que las adoro, que siempre las tendré presente en mis pensamientos. Al igual que a ti. Perdóname si en alguna ocasión fui odioso contigo, perdóname los momentos en que haya podido ofenderte.

—Pero ¡qué bobo eres! Me vas a hacer llorar. Yo también te quiero con locura. Todas te queremos. Tú eres lo único que nos queda. ¡Vuelve pronto!

—Volveré en cuanto pueda.

Me pasaría seis años sin volver a verlo. Seis años recordándolo, tal como se quedó grabado en mi memoria aquella última vez: alejándose cuesta abajo por la Vía Sacra y desdibujándose y perdiéndose en las sombras.

Poco después fue condenada a muerte por el envenenamiento de su esposo mi tía Livila. Se la ordenó morir según una costumbre arcaica: de hambre y encerrada en una habitación en casa de su madre. Así que acabó su vida convertida en un esqueleto recubierto de piel, pero aún con fuerzas para gritar:

—¡Madre, déjame salir!

No sé cómo se sentiría mi abuela Antonia haciendo de carcelera y verdugo de su hija. Aunque tampoco su vida fue precisamente un campo de rosas. Abundaron mucho más en ella las ortigas. Hija de mi bisabuelo Marco Antonio y de mi bisabuela Octavia, hermana única de Augusto, no era más que una niña cuando su padre la abandonó para ir a arrojarse a los brazos de Cleopatra. Ha de ser muy duro verse abandonada por un padre.

La verdad es que mi bisabuelo Augusto utilizó siempre a todas las mujeres de su familia como objetos de trueque. Con respecto a las mujeres mi bisabuelo Augusto no fue más que un mercachifle. Las mujeres solo fueron para él moneda de cambio y juguetes en sus manos, hasta que se hartaba de ellas y las arrojaba, como trastos inservibles, a la basura.

Tal como hizo Tiberio conmigo, al neutralizarme, obligándome a contraer matrimonio con un hombre falto de carácter y cuya única ambición en esta vida siempre fue la de proporcionar placeres a su enervado cuerpo.

Después de la partida de mi hermano Gayo, cuando empezó el nuevo año, nombraron cónsul a mi esposo. Imagino que eso sería una de las tantas ocurrencias de aquel viejo tirano taimado para cubrir las apariencias: la hija de su sobrino Germánico, a quien tuvo que adoptar como hijo por orden de Augusto, así que, en realidad, su nieta, no podía estar casada con cualquier pelagatos. Su marido tenía que ser al menos cónsul, teóricamente la mayor dignidad senatorial.

Recuerdo lo orondo que se puso el muy cretino.

—Podrás estar orgullosa de mí —me dijo—. Ahora eres la esposa de 1111 magistrado de dignidad consular. Estás casada con un cónsul. No hay cargo más alto después del emperador. Todas tus amigas te envidiarán.

»Y además, ¡me han nombrado por un año, por todo un año! Es un honor único, especial. Un honor que ya no se concede.

No le contesté. Salí del peristilo donde nos encontrábamos y fui a retirarme a mis habitaciones privadas.

¡Menudo imbécil! ¡Esposa de un cónsul! Precisamente yo, que podía haber sido la hija o la hermana de un emperador. ¿Creería ese idiota que me elevaba de categoría? ¿No se daba cuenta de que a mí debía su nombramiento? ¿Qué era para mí un consulado, salvo algo rutinario en mi familia? Y eso en épocas en que los cónsules realmente ejercían poder, pero ahora, tras la desaparición de la República, tenía que saber el pobre idiota que esa magistratura tenía más de adorno que de otra cosa, de ahí que se otorgase casi siempre por seis meses, incluso por tres, para así poder repartir esa golosina entre un número mayor de senadores y tenerlos contentos. Ya que no tenían potestad alguna, pues todo el poder recaía en el emperador, se les halagaba con títulos y honores al igual que se reparten las sobras de la comida entre los mendigos que esperan delante de la casa. A veces me desesperaba su fatuidad huera. No tenía yo para entonces más que dieciséis años, pero ya era mucho más madura que él.

Tan solo una cosa buena tuvo el que ejerciese el consulado. En sus delirios de grandeza, mandó construir, adosada a nuestra casa, unas termas espléndidas, que fueron la envidia de la aristocracia romana y un bálsamo bendito para mí, pues a partir de entonces mi esposo se pasaba la mayor parte del día sudando y refrescándose en sus dichosas termas.

En aquel año de su consulado tuve al menos una gran alegría: Séneca regresó de Egipto y comenzó a frecuentar mi casa. La niña que él dejó, a la que alzaba en sus brazos, contaba cuentos y hacía regalos, era ahora una mujercita que podía hablar con él de igual a igual.