Curiosamente, los recuerdos anteriores a aquel paseo con mi madre por el foro de Augusto son más nítidos y abundantes que los que tengo de años posteriores, como si mi cerebro se hubiese propuesto borrar las vivencias turbulentas de aquel trágico período de mi vida. Me resulta mucho más fácil evocar a la niña que fui yo entre los cinco y los diez años de edad que a la mocita que siguió después, pues a partir de entonces, incluso hasta los dieciséis cumplidos, las imágenes que logro evocar son confusas y borrosas, inconexas, por lo que de toda esa época apenas tengo memoria, salvo algunas escenas mortificantes, que relampaguean en mi mente cual rayos en noche tenebrosa. La primera escena que recuerdo con verdadera claridad es la del regreso de Séneca, cuando vino a verme en cuanto llegó a Roma y yo me fui hacia él, hundí el rostro en su pecho y rompí a llorar, no sé si de alegría o de tristeza. Pero ocurriría siete años después.
Entre esos fogonazos que alumbran brevemente las tinieblas de mi memoria surge de repente, iluminada con vivos colores, una escena que se desenvuelve en un recinto sagrado, quizás en un templo, aun cuando también pudiera tratarse de una capilla en el palacio imperial.
Estoy de pie junto a mi madre en un salón inmenso en cuyo centro se alza una enorme estatua de oro macizo de mi bisabuelo Augusto. Frente a la estatua, ante un altar donde arde un fuego sagrado, se encuentra Tiberio, con la cabeza cubierta por un faldón de su toga, que utiliza como velo. Mi tío abuelo se dispone a hacer un sacrificio al príncipe divinizado de unas tortitas de trigo y un chorro de vino.
Hecha una fiera, mi madre se abalanza sobre él, le quita de un manotazo las ofrendas, que van a estrellarse al suelo, y le grita: —¡Hipócrita! ¡Lo honras mientras acosas y persigues a sus descendientes!
En cierta ocasión me encuentro en palacio asistiendo a un banquete. Los adultos comen tumbados en triclinios. Nosotras, niñas y niños, comemos sentadas a una mesa que apenas levanta dos palmos del suelo. Frente a mí tengo a mi madre y a Tiberio.
Me fijo en que mi madre no ha probado bocado. Tiberio también lo debe de haber advertido, pues elige un melocotón de una fuente y se lo ofrece, diciéndole:
—Venga, hija mía, come algo, que tienes que reponer las fuerzas para que no se gasten tus nervios.
Mi madre coge la fruta y cuando cree que Tiberio no la está viendo, se la pasa con mal disimulado gesto a su esclava. Tiberio se da cuenta y luego irá a quejarse a Livia de que mi madre piensa que él quiere envenenarla.
Años más tarde me enteraré por mi hermano Gayo de que las mismas personas que causaron luego la perdición de mi familia se hicieron pasar en aquel entonces por amigas de mi madre y la convencieron de que Tiberio tenía la intención de envenenarla.
Y luego, de repente, me encuentro viviendo junto con mis dos hermanas y mi hermano Gayo en la casa de mi bisabuela Livia. Mi madre y mis dos hermanos mayores han desaparecido. Me dicen que se encuentran bajo arresto domiciliario. Mi madre, en su villa de Herculeano; Nerón, en la finca que tenemos en los montes Albanos; Druso, en paradero desconocido. Jamás los volvería a ver.
Paso año y medio en la casa de Livia, una casona horrible de hormigón y piedra caliza, recubierta de ladrillo y con pinturas murales en aposentos y pasillos. Para que no se le estropeen los frescos, Livia ordena mantener en todo momento corridas las cortinas. Y cuando oscurece, apenas permite encender una triste lucerna, pues teme que sus murales se tiñan de hollín. Todo en aquella casa me resulta tétrico, me parece que vivo en algún recóndito lugar del averno y que Livia es la bruja guardiana de esa horripilante morada. Mi bisabuela es omnipresente, aparece de repente cuando una menos se lo espera, no me deja ni un rincón miserable donde ocultarme a llorar. Llego a olvidarme del sabor de las lágrimas.
La única cara amable en esa casa es la de Sexto Afranio Burro, el procurador de Livia. Me ha cobrado cariño y me suele contar leyendas maravillosas de los elfos y duendes que habitan los bosques de su Galia natal. Es un hombre alto y delgado, de facciones austeras, que a veces infunden miedo, pero de un corazón que de grande no le cabe en el pecho. Se puede decir que yo lo he adoptado por padre y él a mí por hija.
Es él quien me trae la noticia de que un íntimo amigo de mi madre, Tito Sabino, al que yo quería mucho y tenía como de mi propia familia, ha sido ejecutado en el Foro como un vulgar criminal. Su cuerpo, cogido con un garfio, fue arrojado por las Gemonias, por la así llamada Escalinata de los Suspiros.
Y en ese mismo día Livia me hace saber que el emperador Tiberio ha decidido que contraiga matrimonio con un tal Gneo Domicio Ahenobarbo. Lo único que me cuenta de él es que se trata de un patricio de unos treinta años de edad. Yo tengo doce.
Luego me explicará Burro que mi futuro esposo es hijo de mi tía abuela Antonia, hija de Marco Antonio y Octavia, hermana del divino Augusto. Me entero así de que tenemos ascendientes comunes. Mi bisabuelo Marco Antonio es abuelo suyo, y mi bisabuelo Augusto es su tío abuelo. Como de costumbre en nuestros matrimonios, en los que se celebran entre los miembros de las estirpes Julia y Claudia, todo se queda en casa. Ni una gotita de sangre ha de salir al exterior.
A los pocos días me llevan a una pequeña ciudad costera en el golfo de Neápolis, a Surrento, pues Tiberio piensa salir de su isla para ir a presidir la ceremonia, que se celebrará en el templo de Minerva, situado en un promontorio en el extremo sur del golfo, en la parte más cercana a la isla donde vive desde hace un año.
Hace ya dos años que Tiberio abandonó Roma. Yo creo que salió huyendo de su madre. Primero se refugió en la Campania, saltando de ciudad en ciudad, luego se fue a vivir definitivamente a la isla de Capri. Al parecer, tan solo el verse rodeado de agua le da la seguridad de que su madre no irá a importunarlo.
Desde esa islita dirige los destinos del Imperio. Aunque en realidad todo ha quedado en manos de su prefecto del pretorio, el todopoderoso Sejano, principal responsable de las persecuciones a mi familia.
Por más esfuerzos que hago, apenas recuerdo nada de la ceremonia. Solo sé que me horroriza ver de nuevo a Tiberio, que tengo que hacer esfuerzos inauditos para ocultar mi miedo, al igual que tengo que disimular con auténticas dotes histriónicas para que no me aflore al rostro la repugnancia que me produce la persona que ha de ser mi esposo. Es un hombre más bien achaparrado, gordo y barrigudo, de rostro abotargado, ojeras pronunciadas y papada generosa. Me repele.
Lo único que parece sano en él es su dentadura, pues al sonreír muestra unos dientes perfectos y de blancura inmaculada. Pronto habría de darme cuenta de que eran postizos.
Después de la ceremonia me montan en una carroza adornada de flores y me conducen a la mansión que tiene mi esposo en las afueras de la ciudad de Pompeya. Me han dicho que allí se consumará la noche nupcial.
Estoy aterrorizada. Pido consejo a una de mis nodrizas y lo único que me dice es:
—Lo superarás. Cierra los ojos, aprieta dientes y puños, no te muevas y piensa en las glorias de Roma.
Recuerdo como si fuese hoy cuando mis doncellas me engalanaron para la noche de bodas. Me pusieron una túnica azul celeste en la que algún artista exquisito había bordado con hilos de plata y oro la leyenda de Amor y Psique, en la escena en que los dos caen al suelo entrelazados. Me ciñeron la túnica con un cinto de lana bética, de bellas tonalidades rojizas, que afianzaron después a mi cintura con un triple nudo, con el famoso nudo hercúleo, destinado a exasperar a los desposados impacientes. Me colocaron luego por encima un manto azafranado y me calzaron unas sandalias de un color amarillo anaranjado, pues según un rito arcaico, las sandalias tenían que hacer juego con el manió. Me peinaron los cabellos a la usanza antigua, haciéndome primero seis coletas envueltas en hebras de lana, para recogérmelas luego en lo alto de la cabeza en una especie de moño, que después sujetaron con una redecilla escarlata. Encima me colocaron una corona trenzada con mirto y azahar. Me prendieron unos pendientes de oro y brillantes y me colgaron del cuello un collar de platino y esmeraldas. A continuación insistieron en que me mirase al espejo. Dijeron que estaba preciosa.
La imagen que vi, como de costumbre, me decepcionó. Por eso 110 me gusta contemplarme en los espejos. Al verme he de pensar siempre en mi madre, tan hermosa, tan apuesta, tan perfecta que toda comparación conmigo hace que yo palidezca.
A mis doce años ya había pegado un buen estirón y era casi tan alta como mi hermano Nerón, tal como lo recuerdo cuando éste tenía veinte años. Empezaba a ser la larguirucha desgarbada en que me convertiría de mocita. Mi nariz es demasiado grande; mi boca, demasiado pequeña; mis labios, demasiado finos, y el superior me cae sobre el inferior, tapándolo casi por completo. Además, cuando hablo o me río se advierte claramente que el colmillo derecho lo tengo duplicado, cosa que, según dicen, acarrea buena suerte, aun cuando yo todavía esté esperándola. Mi frente es algo huidiza, no alta y ancha como la de mi madre, y mis ojos son un tanto saltones. No soy en modo alguno bella como mi madre, aunque tampoco puede decirse que sea fea. No despierto rechazo, pero tampoco atracción. Jamás he podido seducir a ningún hombre con las llamadas armas femeninas. Ni siquiera sé lo que son. Mi gran poder de persuasión, que lo tengo, radica exclusivamente en mi lengua.
Si en aquella época ya era alta, años después daría un par de estirones más, lo que me permitiría durante toda mi vida contemplar cómodamente desde una posición elevada las calvas y las pelucas de la inmensa mayoría de los hombres.
Recuerdo como si fuese ahora mismo el miedo que me asaltó cuando seguí a mi esposo en la noche de bodas por el pasillo que conducía a nuestro dormitorio. Como había bebido más de la cuenta, daba traspiés y se tambaleaba.
Cuando entramos en el aposento lo primero que hizo fue desnudarse. Prácticamente se arrancó las vestiduras del cuerpo como si fuesen esas túnicas empapadas en pez a las que se prende fuego tras colocárselas a los condenados a muerte. Jamás había visto a alguien desvestirse con tal precipitación, ni siquiera al Botitas cuando íbamos a la playa y tenía prisa por tumbarse desnudo juntó a mí o alguna de mis hermanas.
Acostumbrada a ver a mis dos hermanos mayores desnudos, con sus cuerpos atléticos en los que cada músculo parecía estar tallado en piedra, la figura de mi esposo me pareció ridícula y repugnante. No tenía músculos, todo en él era grasa fofa, la barriga le tapaba el ombligo y su cuerpo parecía una pálida masa gelatinosa. Se me antojó un pellejo de animal inflado, como esas pieles de cabra en las que se guarda el vinagre. En aquella época estaría padeciendo ya la hidropesía que habría de acabar con su disipada vida doce años después, cuando aún no había alcanzado la edad de cuarenta y dos.
Aquella estampa del más puro realismo escultórico romano se veía coronada por una cabeza de pelos ralos y de un color amarillento rojizo en la que la calvicie comenzaba ya a hacer estragos. El rostro, nada hermoso de por sí, era de una tonalidad blanquecina y estaba salpicado de granitos rojizos, que hacían juego con sus cabellos.
Lo único que había en aquel cuerpo de consistente y rígido era su enorme falo abotargado, que parecía como si fuese postizo, como si lo hubiese tomado prestado de algunas de esas estatuas del dios Príapo que vemos por las encrucijadas de carreteras y caminos.
—¿Por qué no te desnudas de una vez? —me espeta al verme de pie en actitud vacilante—. ¿A qué esperas?
Me quedo paralizada. No sé cómo reaccionar. Viene entonces hacia mí, me quita la corona y la redecilla, me revuelve los cabellos y me despoja brutalmente del manto. Cuando va a quitarme la túnica se da cuenta de que antes ha de despojarme del cinto. Y al tratar de aflojar el nudo hercúleo, como éste se le resiste, saca un puñal del cajón de una cómoda y me corta el cinturón de un tajo.
Al encontrarme completamente desnuda ante él, me siento vulnerable y frágil, como nunca me había sentido en mi vida. Me alza entonces en sus brazos, se tambalea un poco y al fin logra depositarme en la cama. Se tumba a mi lado, me hace un par cié caricias en mis incipientes pechos, en realidad me los estruja despiadadamente, y se da media vuelta para apagar de un soplo la única vela que arde en el cuarto. La oscuridad se torna absoluta. Mis miedos se redoblan.
¿Por qué me habrá dicho mi nodriza que cierre los ojos? Por mucho que los abro, nada puedo ver. Aún no conocía la costumbre romana de hacer el amor en plena oscuridad. No somos melindrosos como algunos pueblos orientales a la hora de bañarnos desnudas, mujeres y hombres, en las termas, pero el acto sexual lo practicamos como si se tratase de una ceremonia de ultratumba. Si el Zeus griego no hubiese sido la fuente de inspiración para el Júpiter romano, el más poderoso de todos los dioses, de haber sido realmente romano, no hubiese seducido a tantas doncellas en verdes campiñas y a plena luz del día, sino que las hubiese arrastrado a las profundidades del Horco.
Aún hoy en día puedo sentir en mi cuerpo aquella escena cada vez que la recuerdo, y la siento como algo material, presente incluso, por lo que me entran escalofríos y me echo a temblar.
Tumbada de espaldas en la cama, con los ojos desmesuradamente abiertos, los dientes apretados y los puños bien cerrados, me pongo rígida y trato de evocar, tal como me aconsejó mi nodriza, alguna de esas numerosas gestas que atribuyen nuestros historiadores a los muchos héroes romanos, pero lo cierto es que solo puedo pensar en la vez que mi hermano Gayo quiso obligarme a que le chupase su colita. ¿Tendría que meterme ahora aquella cosa tan grande en la boca? Instintivamente, aprieto aún más los dientes.
De repente siento en mi boca los carnosos labios de mi esposo. Forcejea con su lengua en un intento por introducirla entre mis labios. Una bocanada de vino rancio y olor a cloaca cae pesadamente sobre mi rostro. Aprieto los labios y aparto la cabeza.
Siento entonces las manos de mi esposo manoseándome el cuerpo y estrujándome sin consideración los pechos. Un dolor agudo me atraviesa los senos. Luego utiliza como palancas sus piernas para separar las mías y noto entonces a la entrada de mi vulva algo rígido y duro, como un palo, que trata de penetrarme. A continuación manipula con sus dedos en los labios de mi sexo y me los separa, estirándolos violentamente. Aquella cosa dura empieza a entrar dentro de mí.
Siento entonces algo que me desgarra las entrañas. Mi vientre, por dentro, parece estallar. Los desgarramientos se expanden ahora por mi torso, lacerándolo como agudos puñales. Y de súbito el dolor es tan agudo, tan intenso, me pilla tan de sorpresa, que no puedo contenerme tal como me había propuesto y grito, doy alaridos como un animal a punto de ser sacrificado.
No sé si perdí el conocimiento.
De lo único que me acuerdo es de que mi esposo se deja caer sobre mi cuerpo, aplastándome contra el colchón, y luego se echa a un lado, me da la espalda y creo que no tarda mucho en quedarse dormido.
Tumbada boca arriba, rígida como un cadáver, los dolores intensos que parten de mi vagina y se extienden por mi vientre me paralizan.
Escucho como hipnotizada la respiración de mi esposo, que se va tornando cada vez más violenta y sonora, hasta desembocar en una serie de ronquidos intermitentes que culminan en un estruendoso suspiro. El ruido que emite llena con su escándalo el aposento. Imagino que retumbará por toda la casa. Me exaspera. Pero también me infunde fuerzas para reaccionar.
Me incorporo, salto de la cama, salgo precipitadamente del dormitorio, voy a parar al atrio y me interno por un pasillo tenebroso por el que corro desnuda como una loca en busca de mis doncellas. Al percatarme de que no sé dónde encontrarlas, me pongo a chillar.
Acuden al fin y les pido que me preparen un baño de agua bien caliente. Allí me paso toda la noche, obligándolas a que me enjabonen y enjuaguen una y otra vez, pidiéndoles que me caminen una vez más el agua, que me froten, me sequen y me vuelvan a bañar. Estoy convencida de que jamás podré deshacerme de la repulsiva suciedad que siento pegada a mi cuerpo.
Al día siguiente hablo con mi médico alejandrino, quien me ausculta y va luego a recriminar a mi esposo, al que advierte que al menos durante unos meses no podrá tener relaciones carnales conmigo. Le aconseja, sin embargo, que sea prudente y espere un par de años.
Mi esposo no vuelve a molestarme. Siempre llevo una daga conmigo, oculta entre los pliegues de mi túnica, y me he jurado clavársela en las ingles si vuelve a intentar violarme.
Pasados unos meses regresamos a Roma, donde vamos a vivir a la lujosa mansión que mi esposo tiene en el Palatino, justamente al borde de la Vía Sacra, desde donde disfruto de una vista espléndida del Foro Romano.
Recién llegados a Roma el primero en visitarme es mi amigo Afranio Burro. Me habla de la muerte de Livia. Ha esperado para morir hasta sus ochenta y seis años. Seguro que lo habrá hecho aposta para hacer rabiar aún más al tío Tiberio, quien se ha apresurado a declarar no válido su testamento y anular todos los honores que le habían sido tributados en vida. Temo que con la muerte de su madre, Tiberio se decida a volver a Roma.
—Alcanzó una edad vetusta —me dice Burro—, pese a la botella de vino de Pucino que se tomaba religiosamente todos los días.
—O quizás gracias a la botella —le replico.
Nos reímos un poco, pero luego se pone serio, titubea y al fin me cuenta que mi madre ha sido desterrada a la isla de Pandateria. Mi hermano Nerón ha sido recluido en la isla de Pontia. Druso ha desaparecido. Burro sospecha que se encuentra preso en una de las mazmorras del palacio imperial. Mis dos hermanas y el Botitas han ido a vivir a casa del tío Claudio.
Por si fuesen pocas las desgracias, me da la triste noticia de la muerte de mi tía Julia en la soledad de su destierro. Con su muerte han desaparecido ya las dos primeras Julias. Solo quedo yo, la tercera. ¿Cuánto tiempo duraré?
En cuanto a mis hermanas, Tiberio se ha propuesto casarlas cuanto antes; según Burro, con patricios de la misma índole que mi esposo, es decir, con nobles cuya vida revolotea como una mariposa en torno a los placeres y que por tanto no representan peligro alguno, ya que carecen de ambiciones políticas. Como únicas descendientes directas del divino Augusto, somos demasiado importantes como para permitir que nos casemos con cualquiera que no sea un ser anodino. Un hombre ambicioso y esposo de cualquiera de nosotras podría pretender arrebatar el trono al tirano.
Todo lo que Burro me cuenta, todo lo que me explica, son puñaladas que se clavan en mi alma, pero le agradezco su franqueza.
—¡Ánimo, hija mía! —me dice—. No desfallezcas. Ya vendrán otros tiempos. Ya podrás tomarte la revancha. Sé fuerte como tu madre. Piensa en ella.
Pienso en mi madre y estoy a punto de romper a llorar. Burro me ha contado también que se ha enfrentado a un centurión, y en la pelea, éste le ha sacado un ojo. Luego la ha arrojado al suelo y le ha dado patadas hasta cansarse.
Me trago el dolor, hago un esfuerzo y le respondo:
—Sí, querido Afranio, ya verás que algún día tú y yo hemos de gobernar Roma.