Poco después del paseo con mi tío, durante las fiestas de las Saturnales, en algún día entre el diecisiete y el veintitrés de diciembre del veinticinco, del año en que Séneca partió para Alejandría y dejó de visitarnos como solía, me encuentro caminando por Roma con mi madre en dirección al foro de Augusto.
Era la primera vez que me llevaba a verlo. Recuerdo qué impresión tan enorme me causó la altísima muralla de piedra que lo protegía. Augusto había hecho cercar su foro como si fuese una ciudadela amurallada.
Cuando cruzamos la gran puerta abovedada, el resplandor del mármol me deslumbró. Me sentí empequeñecida. A ambos lados del foro, dos arcadas larguísimas protegían con sus columnatas más de un centenar de estatuas enclavadas en nichos. Al fondo se alzaba un templo magnífico, el mayor de cuantos había visto hasta entonces. Me sobrecogí. Todo aquello me aplastaba.
—Mira —me dice mi madre—, ese templo que ves ahí lo mandó erigir tu bisabuelo Augusto. Lo dedicó a Marte Vengador, dios protector de la agricultura, padre de Rómulo, el fundador de Roma.
—¿Y por qué vengador?
—Antes de comenzar la batalla de Filipos, de eso hará cerca de setenta años, cuando Augusto se enfrentaba a los ejércitos comandados por los asesinos de Julio César, por Bruto y Casio, tu bisabuelo juró ofrendar un templo a Marte Vengador si el dios le otorgaba la victoria.
»Así pues, querida Julia, lo de vengador se debe a que el dios vengó la muerte de mi bisabuelo Julio César, padre de Augusto.
Delante del templo, en el centro del foro, se elevaba una estatua ecuestre de dimensiones colosales. No necesito preguntar: reconozco enseguida los rasgos de mi bisabuelo Augusto. Pero las filas de estatuas a ambos lados me desconciertan.
—Y ésos, ¿quiénes son?
—A tu izquierda tienes los héroes legendarios de la historia romana; a tu derecha, los prohombres de la estirpe Julia, empezando por Eneas, antecesor de Rómulo e hijo de la diosa Venus. Y allí, junto a Eneas, ves a Julo, hijo también de la diosa Venus y fundador de la estirpe Julia. Como ves, somos la estirpe destinada a gobernar, lo llevamos en la sangre. Nuestra familia es la más antigua e importante de Roma.
—Pero el tío Claudio dice que los Claudios son la familia más importante de Roma.
—Nosotros, los Julios, descendemos de reyes y dioses, nuestras raíces se hunden en los albores de Roma. Los Claudios vinieron siglos después, de la región del Samnio, quizás huyendo, quizás atraídos por nuestro incipiente esplendor. Nosotros les dimos asilo. Tu tío es un arrogante, como todos los Claudios.
—¿Fue arrogante mi padre?
—No. Fue demasiado bueno. Como lo fue también su padre, tu abuelo paterno. No advertían la maldad en el mundo. Ésa fue su perdición. Ambos tenían más de los Julios que de los Claudios. No olvides que los abuelos de tu padre fueron tus bisabuelos por vía paterna: Marco Antonio y Octavia, la hermana de Augusto. Así que tu bisabuelo Augusto fue tío abuelo de tu padre. Tanto tu padre como tu abuelo paterno, de eso estoy firmemente convencida, llevaban en la sangre más de los Julios que de los Claudios. Heredaron la fuerza cíe Julio César. Tu abuelo paterno fue uno de los más grandes generales de toda la historia romana. Fue el conquistador de Germania. De él heredó tu padre el título de Germánico.
—Él fue el hermano del tío Tiberio, ¿no?
—Sí, hermano de Tiberio, tu tío abuelo.
—¿Y por eso es Tiberio emperador?
Mi madre enmudece de repente. Frunce el ceño y se queda pensativa. Al cabo de un rato, que a mí se me antoja interminable, me dice:
—Ya has cumplido los diez años. Ya es hora de que vayas enterándote de ciertas cosas. No muy agradables, por cierto.
»Quien estaba destinado a ser el sucesor de Augusto fue tu abuelo Agripa, mi padre. Gracias a él tu bisabuelo Augusto salió vencedor en las guerras civiles. Él fue el artífice de la batalla de Actium, donde fue derrotado Marco Antonio.
—¡Que también era mi bisabuelo!
—Sí, hija mía, sí, también tu bisabuelo por parte de padre. Tus dos bisabuelos se enfrentaron en bandos opuestos en aquella batalla, que fue la última de las guerras civiles. Son las cosas inherentes a esa clase de guerras.
Me quedo callada y pregunto tras largas cavilaciones:
—¿Y por qué no fue emperador mi abuelo Agripa?
—Porque murió muy joven, con apenas cincuenta y un años. Él fue el escogido por Augusto para sucederle, por eso lo casó con su única hija, Julia, mi madre.
»Al morir mi padre, los elegidos por Augusto fueron mis dos hermanos mayores, tus tíos Gayo y Lucio. Yo los adoraba tanto como tú adoras a Nerón y a Druso. Pero la desgracia se abatió sobre nuestra familia. Hace veintitrés años, en un veinte de agosto, murió en Marsella tu tío Lucio, acosado por una terrible enfermedad. De repente le asaltaron unas fiebres altísimas y falleció a los pocos días. Dos años después, en un veintiuno de febrero, moría en Germania tu tío Gayo, asesinado al caer en una emboscada.
»Tenías otro tío, del que no sabes nada, mi hermano menor, Agripa Póstumo, llamado así porque nació cuando mi padre ya había muerto. Tendría en aquel entonces, cuando murió tu tío Gayo, unos ocho años de edad. Era demasiado pequeño, no era más que un niño. Augusto no podía basarse en él para garantizar la continuación del principado. Ten en cuenta que el principado fue obra suya. Podía morir con él.
»Como ves, de los hijos de su única hija, de Julia, mi madre, de sus únicos descendientes directos tan solo quedaba tu tío Agripa Póstumo. Por cierto, tu padre en aquel entonces tan solo tenía tres años de edad.
Siento un estremecimiento por todo el cuerpo. Jamás se me hubiese ocurrido pensar que mi padre pudiese haber sido alguna vez un niño pequeño. Apenas escucho las explicaciones de mi madre, que sigue diciendo:
—Por eso Augusto, al adoptar como hijo a su único nieto, a mi hermano Agripa Póstumo, adoptó también como hijo a tu tío abuelo Tiberio, ya que no quedaba más varón en la familia, y lo casó con mi madre. En previsión de su propia muerte, Augusto necesitaba una persona adulta entre sus posibles sucesores. Tiberio tenía en aquel entonces treinta años. Era el hijo de tu bisabuela Livia, uno de los dos niños que aportó Livia al matrimonio con Augusto. Su hija Julia fue de un matrimonio anterior. El otro de los dos hijos fue Druso, tu abuelo paterno. Murió también muy joven, a los cuarenta y seis años, en un desafortunado accidente en el Elba, cuando se hundió la barcaza en que navegaba y se ahogó en las aguas del río debido a que un tablón le cayó en la cabeza y lo dejó sin conocimiento. Tu padre tendría unos cuatro años. Creo que nunca logró superar aquella pérdida.
—Y de mi abuela Julia, ¿por qué nunca me cuentas nada? Siempre dices que soy como ella, que soy también como mi tía Julia, que soy la tercera Julia, pero jamás me cuentas nada de ellas.
Esta vez el rostro de mi madre se contrae en una mueca de dolor. Sin proponérmelo, la he herido.
—Tu bisabuelo Augusto fue un hombre muy chapado a la antigua. Nunca dejó de ser un provinciano. Cualquier nimiedad le escandalizaba. Como suele decirse, de cualquier mosquito hacía un elefante. Tu abuela Julia, mi madre, fue una mujer muy alegre y de espíritu muy abierto. Se distinguía además por una vastísima cultura. Era una auténtica patricia romana. Nunca se llevó bien con Tiberio. No podía congeniar con ese ser mediocre, de espíritu gris y carcomido por los odios y los resentimientos. Tiberio tampoco se sentiría bien con mi madre, pues es imposible que las tinieblas armonicen con el sol. A los cinco años de casados, Tiberio renunció a todos sus cargos y se ocultó como un leproso en la isla de Rodas. Mi madre comenzó a vivir de nuevo. En los salones de su casa se daban cita los más brillantes intelectuales y artistas de toda Roma. La alegría desbordante de mi madre resultaría escandalosa a Augusto. La desterró a la isla Pandateria. Años más tarde la recluyó en Rhegion, una ciudad miserable situada junto al estrecho de Sicilia.
»La misma suerte corrió tu tía Julia. A tu bisabuelo Augusto no le gustaba su forma de vestir, decía que era demasiado impúdica, no le gustaban sus amigos; aborrecía, en suma, su modo de vida. La desterró a la isla de Trímero, cerca de las costas de Apulia. En el odio por su nieta, mandó destruir hasta en sus cimientos la bellísima mansión que mi hermana poseía en Roma, en la colina del Aventino. En ese lugar mandó construir un urinario público. Todavía existe.
»Junto con tu tía Julia cayó también en desgracia el inmortal Ovidio, el poeta más mordaz y exquisito de las letras latinas. Estoy convencida de que Augusto aprovechó lo de Julia como pretexto para quitarse de encima a muchas personas que le estorbaban. Acusó a tu tía de adulterio, al igual que había acusado de adulterio a mi madre, lo que le permitió, gracias a sus propias leyes draconianas, condenar a muerte a un gran número de patricios de ideas republicanas.
»A Ovidio nunca le perdonó que se burlase de su Lex Julia, la ley relativa al adulterio y a las buenas costumbres. Fíjate en la fachada de templo. Hay sendas estatuas de Marte y de Venus. De Marte porque es su templo; de Venus porque es la madre del fundador de la estirpe Julia. ¿Y no ves allí, a la derecha del templo, junto a otras deidades menores, una estatua de Vulcano? Según los textos homéricos, Venus estaba casada con Vulcano y éste la sorprendió un día acostada con Marte. Ovidio escribió un poema en el que señalaba que en el foro del divino Augusto el desdichado Vulcano se quedaba fuera mientras le ponían los cuernos, y que, de aplicarse la ley, habría que condenar a muerte, o por lo menos al destierro, a los dos inmortales pecadores, lo cual acarrearía ciertos problemas de índole práctica. Ésa y otras burlas jamás se las perdonó.
»Augusto desterró a Ovidio a la lejana Tomi, una aldehuela de mala muerte situada a orillas del Ponto Euxino, un triste enclave romano en medio de feroces tribus bárbaras. Allí murió de tristeza y desesperación.
»Y hay algo más que no quería decirte: mi hermana Julia dio a luz en aquellos días en los que fue desterrada. Augusto ordenó estrangular al niño recién nacido.
—¡Qué bruto! —exclamo, sin poder contenerme—. ¡Qué animal el divino Augusto!
—Sí, divino porque su esposa Livia pagó un millón de sestercios al senador Numerio Ático para que jurase por lo más sagrado que había visto el cuerpo de Augusto ascendiendo al cielo.
»Pero, más bruto, más animal, más bestia, más inhumano, muchísimo más, es el cerdo de Tiberio. Al morir Augusto bien podía haber liberado a mi madre del destierro. Hizo todo lo contrario. Ordenó que la dejasen morir de hambre. Y mi pobre hermana se consume desde hace diecisiete años en la inhóspita isla de Trímero. No sé cómo ha podido resistir tanto.
—No sabía que viviese todavía.
—Hay muchas cosas que aún no sabes. Tampoco sabes cómo murió tu tío Agripa Póstumo. En la flor de su vida, cuando apenas contaba dieciséis años, Augusto lo desterró a la isla de Planasia. Los intrigantes de la corte le hicieron creer que llevaba una vida disipada. No sabes cuánto lo lloré. Aún lo lloro a veces por las noches.
»Luego Augusto se arrepintió. Lo sé de buena fuente. Agripa Póstumo era su único heredero varón. Quiso traerlo de vuelta, reconciliarse con él y prepararlo como su sucesor. Pero le sobrevino la muerte. Y lo primero que hizo Tiberio en esos momentos fue enviar un grupo ejecutor a Planasia para que lo asesinaran.
»Extrañas e intrigantes son también las circunstancias que rodearon la muerte de tu padre. Lo envenenaron, como bien ya sabes, en Siria. Y fueron sus envenenadores Gneo Pisón, el legado por aquel entonces de esa provincia, y su esposa Plancia.
»Todo eso lo sabes, pero lo que no sabes es que Tiberio destituyó a Crético Silano del cargo de legado provincial de Siria justamente cuando tu padre, por orden suya, se dirigía a esa provincia y lo sustituyó por Pisón, que era uno de sus más cercanos confidentes. Tampoco sabes que Plancina era amiga íntima de Livia, cuya casa siempre estaba abierta para ella.
—¿Piensas que el tío Tiberio mandó matar a papá?
—¡Pienso que esa arpía, Livia, y su tétrico hijo se han puesto de acuerdo para acabar con nuestra familia! No descansarán hasta que nos exterminen.
»Tampoco sé si no estuvieron también mezclados en las muertes de mis dos hermanos mayores. Lo uno bien pudo haber sido un envenenamiento; lo otro, un asesinato premeditado. Pero yo no me encuentro a solas con mis dudas. Me acompaña en ellas la inmensa mayoría del pueblo romano.
Creo que fue en aquel mismo instante cuando se derrumbó el mundo en que había vivido de niña. Había sufrido pérdidas y separaciones dolorosas, no se me escapaba que nuestra vida familiar no era precisamente un remanso de paz y armonía, sabía muy bien, desde muy temprana edad, que no todo el bosque es orégano, pero jamás hubiese podido imaginar que el crimen formaba parte integrante de nuestro entorno más íntimo, nunca hubiese podido pensar que los asesinos de quienes podrían haber sido mis seres más queridos fuesen precisamente aquellas personas que me daban palmaditas en la espalda, me besaban en las mejillas y me hacía carantoñas, justamente aquellas personas a las que yo llamaba «tío» y «abuelita». En esos momentos deseé tener de nuevo a mi lado a Séneca para abrazarme a su pecho y echarme a llorar.
Y entonces recordé una escena que había presenciado años antes en la casa de Livia. Me había ocultado detrás de unos cortinones y espiaba a mi bisabuela, que se encontraba apoltronada en una butaca mientras una esclava le arreglaba el peinado. En esos momentos entró en el aposento mi tío abuelo Tiberio. Yo tendría unos ocho años, así que Livia tendría ochenta y uno; y su hijo, sesenta y cinco.
Estuvieron hablando largo rato, no sé ya de qué, de lo único que me acuerdo es que la conversación era violenta. De repente a Livia se le descompuso la cara, se puso roja de ira y le gritó, sin prestar atención a la presencia de la esclava:
—¡Siempre serás un mequetrefe! Toda tu vida no has sido más que un mequetrefe. ¿Qué has hecho en tu vida? ¿Puedes decírmelo? ¡Huir es lo único que has hecho! Para eso es para lo único que sirves, ¡para huir! Para rehuir tus obligaciones, para ir a esconderte como una alimaña a la isla de Rodas, justamente cuanta más falta hacías en Roma. ¿Sabes lo que sería de ti sin mí? ¡No serías nada! A mí me lo debes todo. Yo te hice príncipe.
No sabes lo que me costó convencer a Augusto de que no te repudiara.
»Si las legiones romanas te rinden pleitesía es porque yo te las serví en bandeja. Si el Senado romano te respeta y obedece, si acata tus órdenes, es porque yo hice que las acatara. Tu hermano sí se habría convertido en emperador por méritos propios. Pero Druso era una persona a la que tú no llegaste jamás ni a la suela de sus zapatos. De no haber sufrido aquel desdichado accidente en el Elba, Roma tendría hoy un emperador de verdad, no un mequetrefe vacilante que en lo que adelanta un pie no sabe cómo avanzar el otro.
»De no haber muerto tu hermano Druso, yo no hubiese tenido que recurrir a tantas mentiras, a tantas triquiñuelas para hacer algo de ti. Tampoco me hubiese manchado las manos de sangre.
¿A qué crimen o crímenes se refería mi bisabuela? ¿Pensaba en la muerte de mis tíos o pensaba en la muerte de mi padre? De nuevo hubiese deseado tener a mi lado a Séneca para poder desahogarme.
Me pongo muy tiesa, contraigo el rostro en un gesto adusto y camino con paso firme al lado de mi madre en dirección al templo de Marte Vengador.