Capítulo 6

Sin darme cuenta he llegado caminando a la ensenada donde tuve que defenderme de los arrebatos sexuales de mi hermano Gayo. Mis pies siguen el rumbo de mis devaneos y éstos se empecinan en revivir lo que tendría que estar sumido en el olvido, enterrado en el más recóndito recoveco de mi mente.

No puedo apartar de ella a mi hermano. Siempre lo tengo presente. Lo veo aquí ahora, en la arena, esperando un beso y recibiendo un mordisco. Tal fue el sino eterno de su vida: anhelar cariño y cosechar latigazos. Todos lo traicionaron. Hasta yo misma.

En este lugar, espoleados quizás por mis remordimientos, los recuerdos se agolpan en mi cerebro, de un modo demencial, cual corceles encabritados.

Ora me veo navegando con mis hermanos por las aguas del mar Tirreno, recalando en lugares de ensueño, ora paseando por Roma, cogida de la mano de mi tío Claudio.

De pronto me encuentro visitando con Nerón y Druso las aldeas de pescadores de Astura y Clostra, y de súbito doy un salto en el tiempo y deambulo con Claudio por el Campo de Marte.

Lo recuerdo como si fuese hoy. Hacía más de un mes que había cumplido los diez años. Me sentía toda una señorita. Incluso hablaban ya de comprometerme con alguno de los más ilustres patricios de Roma.

Era un día precioso y soleado de invierno. El rocío de la mañana se había congelado sobre la hierba, dejando una capa de escarcha; y al despuntar la aurora, el calor del nuevo día no había logrado derretir las zonas que troncos y ramas protegían de los rayos del sol, por lo que las sombras de los árboles conservaban el color de la nieve.

—¡Mira, tío Claudio —exclamé—, las sombras de los álamos son blancas!

Bordeando las sombras, sin atreverme a pisarlas, obligando a mi tío Claudio a zigzaguear y retozar como un niño por el Campo de Marte, llegamos al lugar donde se alza, majestuoso, el templo a la diosa Belona.

Apostada ante la fachada, custodiando el portalón de bronce, la estatua descomunal de la diosa, representada como una de las Furias, siempre me produjo pavor de niña. Con su larga cabellera suelta, entretejida de culebras, su flotante túnica negra, adornada de víboras, su rostro desencajado e iracundo y sus ojos saltones, de los que mana eternamente sangre, siempre me hizo creer que se abalanzaría sobre mí, enarbolando en su diestra una lanza y en su siniestra un látigo y una antorcha encendida. Más de una vez formó parte de mis pesadillas.

Y como siempre me ocurría cuando contemplaba a la diosa, sentí un escalofrío y me temblaron las piernas. El espanto se reflejaría en mi rostro. Mi tío lo advertiría.

—No te asustes de ella —me dijo—. Casi se puede decir que pertenece a nuestra familia.

—¿Ella?

—Sí, no te asombres. Los Claudios somos una familia de origen sabino, al igual que la diosa. Y fuimos nosotros los que la trajimos a Roma. Su nombre sabino es Nerio, de ahí que en nuestra familia utilicemos el nombre de Nerón. Y ese templo que estás viendo lo mandó erigir un antepasado nuestro, de eso hará ya unos tres siglos, en agradecimiento a la diosa, que nos concedió la victoria sobre etruscos y samnitas.

—¿Tan poderosa es?

—Es la diosa de la guerra. Fíjate en esa columna que se alza delante del templo, la «columna bélica», desde ahí han arrojado desde entonces los sacerdotes feciales la jabalina con la que declaramos simbólicamente la guerra al enemigo.

»Tanto en la tierra como en el cielo, los Claudios hemos participado en todas las guerras. Tienes que estar orgullosa de tu familia. También de la diosa. Los Claudios hemos nacido para luchar y vencer.

—Pero mi madre siempre me dice que soy una Julia. ¿No eres tú también un Julio?

—No, yo no. Soy un Claudio. Como lo fue tu padre, mi hermano.

Me quedo callada. Siempre me quedo callada cuando mencionan a mi padre.

—¿Y por qué me llamo Julia y no Claudia? —le digo al cabo de un rato.

—Porque eres descendiente directa de Julio César. Precisamente por eso. Llevas el mismo nombre que tuvo su única hija. También el nombre que tuvo la única hija del divino Augusto, tu abuelo materno.

Permanezco pensativa durante unos instantes, rumiando mis dudas, y pregunto al fin:

—¿Y por qué me llamo Julia Agripina?

—Porque llevas el mismo nombre de tu madre, que a su vez recibió los nombres de tus abuelos maternos: de Julia, tu abuela, y de tu abuelo Agripa, el gran general de las guerras contra los asesinos del divino Julio y contra quienes traicionaron a tu bisabuelo Augusto. Sin él quizás el orbe se habría visto convulsionado y Marco Antonio hubiese trasladado la capital del mundo de Roma a Alejandría.

¿No era acaso Marco Antonio también mi bisabuelo?

—Sí, pero eso es algo que solo entenderás de mayor. No me pidas que te lo explique ahora.

No se lo pido: he aprendido a refrenarme ante el silencio de los adultos, pues sé que cuando callan ni los mismos dioses pueden hacerles hablar. Al fin le expreso una duda que hace tiempo me inquieta:

—Pero ¿por qué me llamo Julia Agripina al igual que mi madre? Tengo una amiga que se llama Petronia porque el padre de su padre se llamaba Petronio, sin embargo Agripa fue el padre de mi madre. El padre de mi padre se llamó Druso. ¿Por qué no me llamo Drusila? Aunque no me gustaría llamarme así.

—Tú misma te estás respondiendo la pregunta: te llamas Agripina en honor a tu abuelo materno. No es común que así sea, pero ésa fue la voluntad de tu madre, que quiso honrar en ti a su padre. Lo lógico hubiese sido que te llamases Drusila, según tu abuelo paterno, y también Claudia, según el gentilicio de la estirpe de tu padre, y la mía.

—Y ¿por qué?

—Porque el varón siempre tiene preferencia sobre la hembra. Eso explica que no existan nombres propios de mujer, como Marco, Gneo, Lucio, etcétera. A las niñas se les pone por nombre propio el gentilicio familiar, y por regla general el gentilicio del padre o del abuelo paterno y no el de la madre o el abuelo materno. Pues en todo destaca siempre el hombre y no la mujer.

—¿Y por eso puede el Botitas vestirse de general y yo no? ¿Por eso puede hacer todo lo que le da la gana y a mí se me prohíbe absolutamente todo? ¿Es ésa la explicación?

—Sí.

—Pues no me parece justo. Yo soy mucho más lista que el Botitas.

Mi tío no responde. Me quedo un rato callada y pregunto al fin:

—¿Así que tendría que haberme llamado Claudia Drusila?

—Sí, así es. Llevarías el glorioso nombre de los Claudios. Al igual que yo. Al igual que tu padre.

—Pues mi madre dice que los Julios son la familia más importante de Roma —digo al cabo de un rato.

—En parte sí. Lo fueron en la antigüedad. Pero después se sumieron en el olvido. Durante muchos siglos. Fue tu tatarabuelo Julio César quien dio de nuevo esplendor a la familia. Hoy son los Julios la familia más importante del Imperio porque tu bisabuelo Augusto fundó el principado. Pero los Claudios siempre fueron importantes. Hubo familias ilustres, como los Fabios, los Escipiones y los Valerios, pero ninguna familia cuenta como la nuestra con tantos cónsules entre sus antepasados, ninguna con tantos generales victoriosos que tuvieron el honor de poder celebrar su triunfo, ninguna con tantos senadores. La historia de nuestra familia es la historia de Roma. ¿No ves ahí a esa diosa? Ya te he dicho que la trajimos nosotros.

Me quedo pensativa, contemplando a la diosa, que ya no me parece tan feroz, y pregunto:

—Entonces, ¿trajimos también las guerras?

Mi tío se echa a reír.

—No —me dice—, las guerras nacieron junto con el hombre, pero sí es cierto que somos una familia guerrera. Y terca. Sabrás que una forma de tomar auspicios es llevar gallinas en una jaula, esparcir trigo por el suelo y soltarlas para observar cómo comen. Si se precipitan sobre los granos y los engullen ávidamente, los auspicios son favorables. En caso contrario, son funestos y hay que postergar cualquier empresa. Pues bien, un antepasado nuestro, un general que estaba a punto de embarcarse con su ejército, ordenó al augur de turno que tomase los auspicios. Al soltar las gallinas, éstas se negaron a comer. Sin pensarlo dos veces, nuestro antepasado arrojó las gallinas al mar, diciendo: «Si no quieren comer, ¡que beban!».

—¡Qué divertido! Cuéntame más cosas de nuestros antepasados. Han de haber sido unos hombres fabulosos.

—No solo los hombres, también las mujeres fueron de armas tomar. Cuando a un antepasado nuestro, Apio Claudio Pulcher, cónsul hará unos cien años, le negaron los honores del desfile triunfal, celebró el triunfo de todos modos, y logró hacerlo porque su hija, virgen vestal, se apostó a su lado en el carro. Nadie puede oponerse a una virgen vestal, nadie puede tocarla ni cerrarle el paso.

»Otra antepasada nuestra, Claudia, hija del censor Apio Claudio Caecis, fue la hermana de un almirante que perdió toda una flota en alta mar. En cierta ocasión, cuando circulaba por Roma en su carroza, una aglomeración de gente le impidió avanzar. Enfurecida, saltó de la carroza empuñando un látigo, fustigó a los que no pudieron apartarse a tiempo y exclamó: “¡Qué lástima que no pueda meter a todo el pueblo romano en una flota comandada por mi hermano!”.

—Cuéntame más cosas.

Mi tío se queda pensativo, absorto como le ocurre muchas veces, y dice, como hablando consigo mismo:

—La verdad es que cuando pienso en la sublevación de las legiones en las Galias me parece que tu madre es una Claudia.

—¿Por qué dices eso, tío Claudio? ¿Por lo de la defensa del puente del Campamento Viejo?

—No, por lo de la insubordinación del ejército.

—Eso sí que no lo sé: ¡Cuéntamelo!

Mi tío titubea. Por lo visto, acabo de introducir el dedo en otra de esas llagas que tanto parecen abundar en la mente de los adultos.

—Ya has cumplido los diez años, vas para los once —me dice al cabo de un buen rato—, ya tienes edad como para enterarte de ciertos hechos. Hay que conocer la verdad de las cosas, pues de lo contrario no podremos aprender nada de ellas. En la historia la verdad es lo más importante, ya que solo conociéndola evitaremos repetir los errores del pasado.

Me pongo furiosa. Me gustaría darle un buen mordisco en la mano. Se va a poner pesado y me va a endilgar uno de sus habituales discursos. Cuando hace eso resulta tedioso. Parece entonces un viejo gruñón. En realidad solo tiene treinta y cinco, dos años más de la edad que tenía mi padre al morir, pero a veces aparenta sesenta. Es un auténtico ratón de biblioteca. Ya ha escrito en griego veinte libros sobre la civilización etrusca y ocho sobre los cartagineses. En latín está terminando una historia del principado en cuarenta y tres libros. Será muy inteligente, pero babea a veces, cuando se altera, tartamudea, tiene tics nerviosos y cojea algo al andar. En nada me recuerda a mi padre. No es hermoso ni apuesto, aun cuando a veces resulta encantador.

—¿Me lo cuentas o te lo guardas para ti? —le digo.

—Pues bien, al morir tu bisabuelo Augusto, tu padre era a la sazón gobernador de las Tres Galias y comandante en jefe de las ocho legiones del Rin. Tu madre se encontraba con él, junto con tus hermanos Nerón y Druso, que tendrían para aquel entonces ocho y siete años de edad…

—¿Y el Botitas?

—Tu hermano Gayo también estaba en las Galias. Tu bisabuelo Augusto lo había tenido bajo su cargo, pues era muy pequeñín para andar de campamento en campamento, y se lo envió a tu madre a finales de mayo del año catorce, cuando aún le faltaban tres meses para cumplir los dos años. El diecinueve de agosto de ese mismo año moría tu bisabuelo Augusto. Así pues, para entonces tus tres hermanos se encontraban con tu madre.

—¿Y yo?

—Aún no habías nacido. Sabes perfectamente que naciste en noviembre del siguiente año.

—¿Y no estaba en el vientre de mi madre?

—No, aún te faltaban muchos meses para eso.

—¿Y qué ocurrió cuando se amotinaron las tropas?

—Tu padre no logró dominar la situación. Titubeó, se mostró incompetente, amenazó incluso con suicidarse. Pero los legionarios, en vez de sentir lástima de él, le ofrecieron una espada. La situación no podía ser peor.

Se me ha hecho un nudo en la garganta. Es la primera vez que oigo criticar a mi padre. Estoy a punto de echarme a llorar. Logro contenerme y le pregunto:

—¿Y qué pasó entonces?

—Pues que tu madre sofocó la rebelión.

—¿Cómo?

—Cogió en brazos a tu hermano Gayo, al que llamaban los soldados Calígula, por lo del uniforme y sus botitas, y seguida de Nerón y Druso se dispuso a abandonar el campamento. Has de saber que en aquellos días tu madre estaba de nuevo encinta. Alumbró después una niña, que nació muerta. Todo esto que te estoy contando ocurría en el Altar de los Ubios, en el lugar donde tú naciste. Allí invernaban las legiones primera y vigésima.

»Pues bien, cuando los soldados vieron a tu madre, a la esposa del general, convertida en fugitiva, embarazada y con su hijo pequeño en los brazos, rodeada de tus otros dos hermanos y seguida por las esposas de oficiales amigos, sin escolta, sin un centurión para custodiarlas, sin ni siquiera un soldado que la acompañara, fueron hacia ella, afligidos, y le preguntaron que adonde se dirigía. “Me marcho a tierra de los tréviros —les dijo—, a confiarme a una fe extranjera”.

»Aquello les avergonzó. Sintieron lástima de tu madre al recordar a tu abuelo Agripa y a tu bisabuelo Augusto y al contemplar a tu hermano Gayo, criado en la camaradería de las legiones, y a los otros dos pequeños. También sentirían celos de los tréviros. Aquellos bárbaros germanos iban a custodiar ahora a las mujeres y los hijos de los oficiales romanos.

»Le suplicaron que se quedara. Tu madre siguió alejándose del campamento. Con lágrimas en los ojos, el cabecilla de los amotinados le pidió que los perdonase y que aceptara su sumisión. Y así acabó la rebelión de los ejércitos de las Galias.

—¡Jo! ¡Esa historia es casi mejor que la del puente!

—Tu madre es una mujer extraordinaria. ¿No tienes aún presente el momento en que fuimos a recibirla a la Vía Apia? ¿No fue en pleno invierno, en el mes de diciembre? ¿En aquel año diecinueve de tan triste recuerdo?

»Lo que quizás no sepas es que a partir de primeros de octubre, y hasta la primavera, ya no se navega. La mar está llena de peligros. Es muy fácil naufragar. Y sin embargo tu madre realizó la travesía desde Corcyra a Brundisium. Ningún marino se hubiese atrevido a hacerlo. Una vez más tu madre se convirtió en heroína.

»No sabes cuántas alabanzas vertió entonces el pueblo sobre tu madre: dechado de virtudes, ornamento de la patria, ejemplo sin parangón de principios morales antiguos, única descendiente del divino Augusto… Todos la adoraban.

—¿Y por qué no es mi madre la que gobierna Roma en vez del tío Tiberio? ¿Por qué no fue mi madre la generala de las legiones del norte?

—Porque entre nosotros, los romanos, las mujeres no pueden gobernar, así como tampoco pueden ejercer cargos públicos. Tampoco les es dado dirigir ejércitos. Aun cuando conozco una excepción en la historia de Roma: Fulvia, la primera mujer de tu bisabuelo Marco Antonio, comandó los ejércitos de Perusia mientras su marido se encontraba en la lejana Grecia. Fue ella quien le salvó durante las primeras guerras civiles.

—¿Quieres decir que yo, descendiente directa del divino Augusto, no podré ser emperatriz de mayor?

—En Roma, no.

—¿Es que hay otros lugares donde sí podría?

—Hay muchos. Los sitones, por ejemplo, que habitan en el norte de Germania, tienen por reina una mujer. También algunas tribus britanas. Egipto fue regido por faraonas. Famosa fue la reina de Saba, y no lo fue menos Semiramis, soberana de los sirios. Y pese a lo que puedan despotricar en contra de las mujeres Cicerón y otros enfermizos misóginos, las amazonas dieron claro ejemplo del arte de gobernar.

—Pues yo también quiero ser reina cuando sea mayor. Yo gobernaré Roma.

Me quedo contemplando la estatua de la diosa y le digo:

—Y tendré un hijo al que pondré el nombre de Nerón, que será mi heredero.

—Eso no podrás hacerlo. Para eso tendrías que casarte con un Claudio.

—Pues me casaré contigo.

—Eres mi sobrina. Tampoco puedes hacerlo. Las leyes lo prohíben. Sería incesto.

—Pero ¿es que las leyes me lo prohíben todo?

Seguimos deambulando por el Campo de Marte y acabamos en el gran centro comercial de los Saepta, donde mi tío me compró un hermoso vestido de seda y un collar de perlas.