Capítulo 5

Fue en un dieciocho de julio. ¡Cuán fácil es recordarlo! En el más nefasto de todos los días nefastos. En el más aciago de los aniversarios. Cerca de cuatro siglos y medio no han logrado borrar la memoria de aquel día de tan triste recuerdo. En un dieciocho de julio los bárbaros saquearon Roma. A punto estuvo de perecer la ya consolidada República.

El cataclismo provocado por la invasión de los galos aún repercute en nuestras vidas, como si el pueblo romano hubiese creado un vasto imperio movido tan solo por el miedo a ser avasallado de nuevo por sus vecinos del norte. Por eso fue Julio César el más famoso de todos los generales romanos, porque culminó la conquista de las Galias.

En un dieciocho de julio nos sucedieron cosas terribles a lo largo de nuestra historia. Hubo incendios, terremotos, epidemias y derrotas militares. En un dieciocho de julio la traición y la perfidia acechan en cada esquina. En ese día los lémures se escapan de los infiernos y las deidades de ultratumba urden conjuras contra los pueblos. En ese día los dioses abandonan a su suerte a los hombres. En un dieciocho de julio sufrirán las naciones desgracias tremendas.

En aquel dieciocho de julio, en uno de esos días en que toda actividad pública está prohibida y a nadie se le ocurriría casarse o emprender viaje alguno, nos encontrábamos aquí, en la villa de Ancio, huyendo, como todos los veranos, del bochorno que siempre se apodera de Roma en esas fechas.

Fue en el año en que se sofocó en la región de Brundisium una incipiente revuelta de esclavos y los amigos de mi madre evocaban ya el fantasma pavoroso de Espartaco.

Yo no había cumplido aún los nueve años. Poco faltó para que ese día fuese también nefasto para mí. Y todo por culpa de la obsesión del Botitas con su pene, con su ridícula colita delantera, como yo decía.

Siempre andaba tocándose el rabito, meneándoselo y manoseándolo. Y aun cuando hacía como que se ocultaba, lo cierto es que muchas veces procuraba que le viésemos alguna de sus hermanas cuando se entregaba a sus prácticas masturbatorias. Le gustaba exhibirse. La verdad es que nos tenía hartas.

También tenía ya hartas a las nodrizas. Cuando iban a despertarlo por las mañanas para que fuese a la escuela, mi hermano Gayo, que a esas horas, al parecer, siempre estaba con el rabito erguido, se hacía el dormido y apartaba con mal oculto disimulo mantas y sábanas para sorprender a la nodriza de turno con el espectáculo de su pequeño obelisco abotargado.

Llegué a enterarme de esa treta de mi hermano porque las oí hablar de él cuando me ocultaba detrás de unas cortinas para espiar sus conversaciones. Así descubrí que le llamaban Priapín.

Tenía mi hermano la costumbre de tumbarse en el suelo, descubrirse la colita, empuñársela fuertemente y ejecutar entonces unos movimientos rapidísimos con la mano, como si estuviese ordeñando una cabra y se viese apoderado por la impaciencia de extraerle la leche cuanto antes.

Se detenía de repente, se quedaba rígido como un cadáver y su rostro se contraía entonces en un horrible rictus de agonía, como si estuviese sufriendo un gran padecimiento físico. Nosotras no entendíamos por qué hacía tales cosas si tanto le mortificaban.

Por aquellos días había empezado también a expulsar un líquido blanquecino que luego se convertía en una especie de agua sucia y pegajosa, un fluido asqueroso que le salía disparado del pene como una saeta. Y en su cara se dibujaba en esos instantes un sufrimiento atroz. No lo comprendíamos.

Me encontraba con mi hermano justamente por esta parte de la costa, en una ensenada cercana a estas rocas. Nos habíamos bañando en el mar y estábamos desnudos sobre la arena, secándonos al sol.

Tumbado de espaldas, mi hermano Gayo se abrió de piernas y empezó a acariciarse el pene. Yo hice como que no lo veía, aunque era imposible no advertir aquel pequeño miembro que se ensanchaba y estiraba y dejaba al descubierto una cabecita lampiña y sonrosada.

—Te enseñaré algo cuando volvamos a casa —me susurró mi hermano Gayo—. Pero no tienes que decírselo a nadie. ¿Me lo juras?

—Vale, te lo juro. ¿Qué es?

—Un libro que descubrí en todo lo alto de la biblioteca, oculto tras un montón de legajos. Es una obra muy bonita, con muchísimas ilustraciones a todo color. Trata de lo que hacen los mayores cuando están en la cama. Ya sabes, de esas cosas que practican cuando están casados y quieren tener niños.

Mi hermano no cesa de acariciarse el pene, muy lentamente, mientras que su voz se vuelve cada vez más ronca a medida que su miembro se hincha.

—¿Y sabes lo que vi en uno de esos dibujos?

—¿Qué?

—Está un papá, ya me entiendes, con el falo tieso, al igual que en las estatuas del dios Príapo, y la mamá se mete el falo en la boca. Lo chupa.

—¡Vaya guarrada! ¿No pretenderás decirme que papá y mamá hicieron también esas cosas?

Mi hermano se queda meditabundo. Ha dejado de sobarse el pene.

—No, no he querido decir eso.

—Y entonces, ¿qué has querido decir?

—En el libro explican que la mujer tiene que chupar el falo como si estuviese mamando, como si se estuviese comiendo un higo maduro. ¿Entiendes? Y que eso proporciona al hombre un placer inmenso. El autor escribe que muchas esposas se niegan a hacer eso y que ése es uno de los motivos que impulsan a los hombres a irse con prostitutas.

—Pues el día en que me case, tampoco lo haré.

Se produce entonces entre los dos un silencio prolongado y embarazoso.

—Anda, no seas mala —dice mi hermano—. ¿Por qué no me la chupas un poquito? Solo un poquitín.

—¡Cerdo! ¿Estás mal de la cabeza? ¡Déjame en paz!

Cierro los ojos y ofrezco mi rostro a los ardientes rayos del sol.

De repente siento sobre mí el cuerpo de mi hermano. Me ha cogido por las muñecas, me ha estirado los brazos y ahora me los aprisiona, hundiéndome en ellos las rodillas. Me sujeta la cabeza por los cabellos y me restriega el pene por el rostro. Pretende introducírmelo en la boca. Siento asco y aprieto los labios.

—Venga, no seas mala. Chúpamelo un poquito solamente. Tan solo un ratito. Verás que te va a gustar.

Niego con la cabeza y cierro con más fuerza la boca. Mi hermano hunde sus rodillas en mis antebrazos hasta hacerme gritar de dolor.

—Está bien —le digo—, haré lo que tú quieras. Pero no así, por favor, que para mí es muy incómodo. Túmbate tú y déjame a mí encima.

Mi hermano se echa de espaldas, pero no me suelta del todo: con una mano me sigue sujetando firmemente por los cabellos.

Me arrodillo a su lado, le cojo el pene con las manos y me lo llevo a los labios. Le beso suavemente el bálano y le pido que se tranquilice y cierre los ojos. Sé que ésa es justamente su posición favorita.

Mi hermano se estira Lánguidamente como un lagarto perezoso. Cuando le beso de nuevo, me suelta el pelo, cierra los párpados y su rostro se ilumina de felicidad. Casi se ve bello.

Abro la boca, le chupo por dos veces el glande, para que crea que estoy dispuesta a cumplir sus deseos, y entonces le muerdo con todas mis fuerzas. Siento en el paladar algo viscoso y caliente. Ha de ser sangre.

Me incorporo de un brinco y salgo corriendo como si me persiguiesen todas las deidades infernales. Mi hermano chilla como un cerdo a punto de ser sacrificado.

Después de correr durante un largo rato por el bosque, me detengo sofocada debajo de un pino para cobrar aliento. Estoy segura de que mi hermano aún sigue en la playa, paralizado por el dolor. Me han dicho que ésa es la zona del cuerpo más sensible en el hombre, que no hay dolor equiparable al que se le puede producir en sus partes viriles. Confío en que será cierto y apoyo la espalda contra el tronco del árbol.

De súbito, cuando más distraída me encuentro, aparece mi hermano Gayo como si surgiese de entre las piedras, como si brotase de la tierra misma, como un lémur demente escapado de los infiernos.

Se lanza contra mí, me derriba a puñetazos y me da de patadas mientras yo me arrastro por el suelo. Tengo la certeza de que me va a matar. Me dispongo estoicamente a morir. Acabaré mis días en un dieciocho de julio. Hoy no tenía que haber salido de casa. Estoy asustada, pero también resignada a mi destino. Pienso en las grandes figuras legendarias de la vieja Roma, evoco a Lucrecia y a Escévola, y me propongo tener una muerte heroica.

Siento los golpes por todo mi cuerpo, el dolor se me hace insoportable, pero llega un momento en el que solamente escucho el ruido que producen en mi cuerpo las patadas de mi hermano. La sangre que mana de mis fosas nasales se me mete en la boca. Escupo y el terror se apodera de mí. Sé que voy a morir de un momento a otro. Imploro a los dioses. Rezo fervientemente, pidiendo clemencia.

De súbito se produce el milagro. Júpiter y Juno se han apiadado de mí y me han enviado a los Dióscuros en persona, a Castor y Pólux, quienes cogen al Botitas, lo inmovilizan y lo alzan en vilo. Como un saco inerte lo mantienen en alto sobre sus cabezas. Los dioses me han oído.

Por unos instantes creo en el milagro, luego advierto que son mis hermanos que han venido a visitarme. Me parecen dos dioses, dos héroes salidos de los poemas de Homero. Jamás se me antojaron tan guapos.

Son guapos, son dos mozos muy apuestos, de diecisiete y dieciocho años, y yo soy su hermana preferida. Nos adoramos.

Nerón, el mayor, tiene los ojos azules y una espesa cabellera rubia de tintes rojizos; es alto y musculoso, y en su rostro aflora una eterna sonrisa; se hace querer con su espontánea franqueza. Druso es enjuto, nervudo, más alto aún que Nerón, tiene el pelo muy rizado, negro como el azabache, y unos bucles preciosos adornan su cara. Sus rasgos son finos, de aristócrata, y tiene por ojos dos esmeraldas. Me gusta contemplarle.

—Pero ¿qué pasa aquí? —inquiere Nerón—. ¿Es que este animal se ha vuelto loco?

—Quería que le chupase la colita —digo entre gemidos— y yo se la mordí.

—¿Conque querías que te mamasen la minina? —dice Druso, alzando la cabeza para ver a mi hermano Gayo, a quien Nerón sostiene, como un muñeco de trapo, con los brazos en alto—. Pues ahora mismo te la vamos a cortar. Ya lo verás. Y tú, Nerón, no lo sueltes, que enseguida vuelvo.

Mi hermano Druso se aleja corriendo hacia el embarcadero y regresa a los pocos momentos, trayendo en sus manos, enrolladas, unas largas sogas.

—Primero lo crucificamos —dice— y luego le cortamos la pichina.

Gayo se pone a gritar, pidiendo socorro. Nerón lo amordaza con su pañuelo. Luego lo atan al tronco de un árbol, le sujetan las muñecas con sendos nudos corredizos y atan los extremos de las sogas a las ramas de dos árboles cercanos.

Mi hermano Gayo se encuentra ahora con los brazos extendidos, y aunque no está propiamente sobre una cruz, se puede decir que está crucificado. Su colita, flácida, desmadejada, tan encogida que ni siquiera se aprecian las marcas de mis dientes, le pende como un colgajo inservible.

Nerón desenvaina la daga que lleva al cinto y me la entrega.

—Venga, preciosa —me dice—. ¿Quieres cortársela tú?

El terror se apodera de mi hermano Gayo. Por momentos creo que los ojos se le van a salir de las órbitas. No me extrañaría nada que le saltasen de las cuencas como dos huesos de aceituna escupidos por un carretero.

—A lo mejor no le quedan ya fuerzas —dice Druso— de la paliza que este bestia le ha dado. Va a tardar demasiado en cortársela. ¿No será mejor que se la arranque yo de un tajo?

Druso le quita la daga a Nerón, se acerca a mi hermano Gayo, le coge el bálano con la mano izquierda y le estira el pene. Alza entonces la diestra, con la que empuña la daga, y se dispone a descargar el golpe.

El Botitas se desmaya.

Lo dejamos crucificado y nos vamos a toda prisa hacia la casa. Druso me lleva en sus brazos. Mis hermanos quieren que me vea inmediatamente el médico alejandrino.

Ya en la villa, mientras el médico me está haciendo las primeras curas en un saloncito, se presenta mi madre y se queda espantada al ver la sangre y los cardenales que tengo por todo el cuerpo.

—Pero ¿quién ha sido? —exclama horrorizada—. ¿Quién te ha hecho esto?

—El Botitas —balbuceo y rompo a llorar.

—¿Dónde está ese animal? —pregunta mi madre—. De ésta se va a acordar toda su vida.

—No te preocupes, madre —le dice Druso—, que ya lo hemos crucificado.

De repente tengo miedo cié que sea mi madre la que se desmaye esta vez.