—Cuéntame otra vez la historia de la defensa del puente del Campamento Viejo —pido a mi madre.
No sé cuándo sería esa escena, pues tiene que haberse repetido muchas veces. Quizás en aquel mismo verano, quizás pasados dos años.
Me veo sentada sobre la hierba, a la sombra de aquel mismo pino que ahora se alza ante mí. Tendré unos siete u ocho años. La pequeña Livila recuesta su cabeza en mi regazo y yo acaricio sus cabellos. Mi madre está a nuestro lado, con la mirada perdida en la lejanía del mar. Mi hermano Gayo no nos molesta, pues ha ido con Drusila a dar un paseo en barca.
—Fue un día terrible —dice mi madre—. Pudo haber sido terrible. Tu padre se encontraba muy lejos, cerca de las costas del mar Germánico. Había dejado la mitad de su ejército a las órdenes del general Aulo Cecina, a quien encomendó la misión de encontrar el lugar donde fueron aniquiladas hacía ya seis años las tres legiones que comandaba Varo, quien se dejó embaucar por el querusco Arminio, un hombre que se había educado entre nosotros y que había combatido en nuestras filas. Arminio le preparó una celada y el imbécil de Varo cayó como un niño en ella.
»Como si los dioses se hubiesen apiadado de las legiones romanas, la expedición de nuestras legiones tuvo éxito al principió: hallaron los restos de los soldados muertos, esparcidos por los pantanos del bosque de Teuteburgo. Descubrieron que muchos de ellos habían sido sacrificados ante los altares de los bárbaros. Encontraron también numerosas calaveras clavadas en los troncos de los árboles.
»Cecina ordenó dar sepultura a los muertos y quiso vengar aquella afrenta a los estandartes romanos persiguiendo a los queruscos, a quienes dirigía Arminio, al igual que antaño.
Mi madre aparta la vista de la lejanía del mar y nos contempla largamente. Una sonrisa triste se dibuja en sus labios.
—Arminio —prosigue—, pese a su origen bárbaro, demostró una vez más ser un gran caudillo militar; al menos, muy superior al tonto de Aulo, quien a punto estuvo de perder la mitad del ejército del Rin en los mismos lugares en los que había sido derrotado Varo. A aquél le cabe la disculpa de haber sido traicionado por Arminio, en quien confiaba tan ciegamente que hasta desoyó las advertencias de algunos germanos.
»Pero ahora la situación era distinta: para Aulo el querusco Arminio era su enemigo declarado. Sabía incluso que combatía contra él.
»Arminio, haciendo como que huía, fue llevando al ejército de Aulo a un lugar que llaman de los Puentes Largos, por ser una zona pantanosa, surcada por numerosas pasarelas, tambaleantes y quebradizas, y allí lo cercó, obligando a los nuestros a combatir en terreno tan desconocido como desfavorable.
»Aunque os cueste creerlo, hasta lo más bravos guerreros pueden ser presas del pánico. Es algo a lo que temen todos los generales, le ocurrió incluso a mi bisabuelo Julio César. El miedo paralizó a nuestras legiones. Cundió el rumor de que ya habían sido aniquiladas dos de ellas y que los ejércitos de Arminio se disponían a cruzar el Rin para conquistar las Galias.
»Era una hermosa tarde de verano, aún faltarían un par de horas para el anochecer. Yo me encontraba en el Campamento Viejo con tu hermano Gayo. Llegaron los primeros legionarios huidos. Advertí enseguida que el temor se había apoderado de nuestras filas. Pedí un caballo y me dirigí al puente cercano.
»Lo que vi en el puente me horrorizó. Soldados a la desbandada huían sin el menor rubor, corriendo por el tablazón para alcanzar la orilla izquierda del Rin.
»Y lo peor: cuando terminó aquel alud de desertores despavoridos, los hombres empezaron a gritar histéricamente que era necesario destruir el puente para impedir la invasión germana.
»Al otro lado del Rin quedaba el general Aulo Cecina con los restos de las cuatro legiones a su cargo. Se iba a repetir la masacre del bosque de Teuteburgo. Tenía que impedir que destruyesen el puente.
»Detuve a uno de los legionarios que huían, le quité el escudo, la espada y el casco y atravesé el puente a uña de caballo.
—¿Y yo iba contigo, mamá? —le pregunto, como tantas veces.
—Sí, hija mía, llevabas ya siete meses flotando en mi vientre. Por eso procuraba protegérmelo con el escudo cuando me planté al otro extremo del puente.
—¿Y pudiste dirigir una retirada en orden, lograste que no destruyeran el puente?
—Lo logré, mi querida Julia, gracias a que soldados y oficiales se pusieron sin rechistar bajo mi mando. Logré detener a los que huían y organicé la defensa del puente. Ya bien entrada la noche, a la luz de las antorchas, alcanzaron el puente los últimos rezagados. Entre ellos venía, cabizbajo, el general Aulo Cecina.
»Esa misma noche las legiones desfilaron ante mí y me aclamaron, bajo la mirada hosca del general Aulo Cecina. Algunos hombres se arrojaron a mis pies y me pidieron clemencia por su cobardía. Yo les prometí en nombre de vuestro padre que no habría medidas disciplinarias. Aún escucho sus gritos de júbilo. 1 )e haber podido, me hubiesen proclamado emperatriz.
»Como no se atrevieron a tocarme por ser mujer, cogieron a vuestro hermano Gayo y lo llevaron en volandas por todo el campamento. Aquella noche no dormimos. La alegría la convirtió en una fiesta. Ordené repartir raciones extras de vino hasta que dejé sin existencias la bien provista bodega de los oficiales.
Mi madre mira entonces al cielo y suelta una carcajada.
—Aquella hazaña mía tuvo un corolario. Seis años después, durante una reunión del Senado, Aulo Cecina pronunció un largo discurso en el que proponía una moción de ley para impedir a los gobernadores provinciales que llevasen a sus mujeres consigo, pues, según él, solo sirven, por sus ambiciones desmesuradas de mando, para sembrar discordias, inculcar cizaña y convertir a los ejércitos romanos en cortejos bárbaros.
»El pobre Cecina nunca pudo perdonarme que le hubiese salvado la vida. Por cierto, su propuesta fue acogida con abucheos. Y cuando se defendió diciendo que él mismo, pese a haber servido a su patria durante más de cuarenta años en el extranjero, jamás había llevado consigo a su mujer, los senadores se mofaron de él y le preguntaron cómo se las había arreglado para tener seis hijos. No sabéis cómo me reí cuando me lo contaron.
Mi madre se queda mirando de nuevo el mar.
—Los hombres —dice pensativa— se rodean de leyes que los protegen de nosotras; y tras ellas se escudan porque nos tienen miedo. Me gustaría saber el porqué.
Ahora yo también me quedo contemplando la reverberante línea del horizonte.
Y creo verme entonces, como creo verme ahora, dentro del vientre de mi madre, agitando los brazos, pataleando, animando a mi madre a dirigir la defensa del puente del Campamento Viejo.
—¡No desfallezcas, mamá, no desfallezcas —grito—, no dejes que nos derroten los bárbaros!
Es una escena que se desarrolla ante mis ojos con una nitidez insólita, como si de una vivencia auténtica se tratara. Pero no, no puede ser, esa escena será una de las muchas que se sumen a las fantasías fabuladas a partir de lo que me han contado.