Capítulo 2

En realidad, si me atengo a las migajas que me da como limosna mi memoria, hasta los cuatro años fui una huérfana al cuidado de mi tío Claudio y de dos nodrizas griegas.

De esos años de mi niñez temprana no poseo apenas recuerdo alguno de mi madre, quien entra en mi vida por vez primera a partir del momento en que me abracé a ella en la Vía Apia.

De mi infancia solo empiezan a perfilarse con cierta nitidez las imágenes de vivencias pasadas cuando ya ha transcurrido un año de la muerte de mi padre. Lo único real en aquel entonces es el espacio inmenso que ocupa su ausencia. Pero, al menos, desde hace más de un año tengo madre.

Nos hemos instalado en la casona del Palatino, muy cerca del palacio imperial. En casa viven también mis dos hermanas y mi hermano Gayo. Pero mis dos hermanos mayores, Nerón y Druso, están ahora bajo la tutela del tío Claudio, pues ya son púberes y la ley exige que estén a cargo de un adulto varón. Ellos habitan la vieja y enorme mansión de los Claudios, que ocupa toda una manzana de las colindantes con la Vía Sacra.

Allí viví yo también, junto con ellos y mi hermana Drusila durante aquellos dos largos años en que mis padres estuvieron ausentes, visitando las provincias de Oriente. De los hijos solo se llevaron en su viaje a mi hermano Gayo. Por eso apenas tengo recuerdos de mis padres durante mi primera niñez: era demasiado pequeña en las escasas ocasiones en que estuve con ellos. Pero tanto más los tiene mi hermano Gayo. Sabe que le envidio por ello.

Es un treinta y uno de agosto. Mi hermano cumple ese día nueve años. Hemos salido huyendo de los calores de Roma y estamos aquí, en Ancio, creo incluso que cerca de estas mismas rocas.

Mi hermano, por no variar, se pavonea. Lleva una túnica holgada de seda, primorosamente bordada, con encajes de diversos y llamativos colores.

—En esta casa nací —me dice—, en Italia. No como tú, que viniste al mundo en las selvas de la Baja Germania. Eres una bárbara. Sí, eso es lo que eres: una bárbara teutona.

—Pues tu Drusililla también lo es. No sé por qué mimas tanto a esa renacuaja estúpida.

—¡No la llames renacuaja! Y para que lo sepas: nació en un sitio bellísimo, en Ambitarvium, cerca de la importante ciudad de Confluentes, en una región habitada por los cultos tréveros, que ya eran civilizados cuando los conquistó nuestro tatarabuelo Julio César. Tú no, tú naciste mucho más al norte, en una aldehuela asquerosa que tuvo que fundar nuestro abuelo Agripa para que se refugiaran en ella los ubios, que venían huyendo como ratas de los semnones. Un pueblo inculto, de desharrapados. Eso es lo que tú eres, una ubia, una ubia desharrapada. Tú ni siquiera recuerdas dónde naciste, pero yo he estado en tu aldea. Yo sí que la conozco.

—¡Fanfarrón, si no tenías más de tres años!

—Tenía cuatro cumplidos. Y estaba con papá y mamá, no con el tío Claudio como tú. Y luego viajé con ellos por todo el Oriente. Estuve en Asia, en Siria y en Egipto. Visité Atenas y Alejandría, también Rodas. Papá me llevó a ver las pirámides y las cataratas del Nilo. Y de todo me acuerdo.

Tengo ganas de abalanzarme sobre él y arañarle la cara, aun cuando sé que luego me dará una buena paliza, pero me contengo: él tiene un tesoro que yo no poseo. Él sabe de mi padre, lo acompañó en sus últimos años, asistió incluso a su incineración en Antioquía. Y así, en vez de pegarle, le pido con voz melosa:

—Cuéntame otra vez cómo fue la pira en que ardió nuestro padre.

—No puedes ni siquiera imaginártela. Fue inmensa. Tan alta como la Torre de Mecenas; quizás más. Echaron en ella alfombras de Persia, marfil de la India, maderas de Siria y sedas de China. Toda una legión colocó encima sus armas. A la pira arrojaron las cosechas de varios años de los perfumes más ricos de Numidia y Arabia. Estuvo ardiendo durante cuatro días seguidos, día y noche, sin parar.

—¿No habían sido tres?

—Quizás fuesen cinco, yo ya no me acuerdo.

Hablamos de los últimos años de mi padre, de cuando fue envenenado en Damasco y de sus viajes por Egipto; y en el momento en que empieza a contarme las mil y una historias maravillosas que les traducían de los jeroglíficos los sacerdotes egipcios, justo cuando más embobada me tenía con sus relatos y ansiosa por saber más cosas de mi padre, enmudece de repente, se pone en pie de un salto, gira sobre sus talones y se aleja bruscamente, dando grandes zancadas, lo que acentúa aún más su andar desgarbado.

—¡Casi me olvido! —me grita, volviendo la cabeza—. Van a venir a felicitarme los militares amigos de mamá. Me traerán regalos. Tengo que cambiarme de ropa.

Aún me parece verlo corriendo hacia la casa por esta misma alameda. A veces lo amaba; otras, como en esos instantes, tenía ganas de asesinarlo. Nunca llegué a saber exactamente si lo quería o lo odiaba.

Mi hermanito tenía que cambiarse, tenía que ponerse su atuendo militar. Se disfrazaría de guerrero y parecería un general en miniatura.

En esos momentos era muy peligroso gastarle alguna broma: se podía recibir un bastonazo en plena cara. Mi hermano Gayo se tomaba su uniforme muy en serio.

Siendo muy pequeño se quedó en Roma al cuidado de sus nodrizas mientras mi madre fue a reunirse con mi padre, a la sazón gobernador de las tres Galias y comandante en jefe de las ocho legiones del Rin.

Cuando estaba a punto de cumplir los dos años de edad, mi bisabuelo Augusto decidió enviar a mi hermano a la Baja Germania, a la ciudad de los ubios, donde se encontraba mi madre, protegida por las legiones primera y vigésima.

Mi madre tuvo entonces la ocurrencia de vestir a mi hermano de militar. Los sastres, los zapateros y los armeros del ejército confeccionaron su calzado y sus ropas y fraguaron sus armas. Los legionarios lo adoptaron por mascota. Quizás lo que más gracia les hiciera de todo el uniforme militar fuese el calzado. La sólida bota militar romana, la cáliga, de fuerte suela de cuero claveteada, la compañera inseparable del soldado en sus marchas interminables por todo el orbe conocido, tuvo que antojárseles particularmente significativa, más que su coraza, su yelmo, sus grebas, su escudo y su pequeña espada. Le pusieron el nombre de la bota, pero en diminutivo: Calígula, el «Botitas». Y con ese sobrenombre se quedó. Lo acompañaría hasta la hora de su muerte. Creo que pasarán dos mil años y la gente lo seguirá recordando como Calígula, el Botitas.

Aquel día se pavoneó de lo lindo mi hermano Gayo. Pidió incluso que la orquesta de la casa le tocase marchas militares y desfiló con paso marcial por salones y corredores, obligándonos a nosotras a seguirle.

Me imaginé lo mucho que se habría divertido en los campamentos militares como hijo del comandante en jefe. Soldados y oficiales lo harían aún más vanidoso de lo que por naturaleza era. ¿Sería por eso tan presumido?

Por la noche se lo pregunté a mi madre.

—¡Oh, sí! Tendrías que haberlo visto —me dijo—. En cierta ocasión se subió en el campamento a la tribuna del pretorio y cuatro cohortes le ofrendaron una parada militar. Fue digno de verse. Parecía un general pasando revista a sus tropas. Me quedé pensativa y pregunté a mi madre: —Mamá, ¿y por qué no puedo vestirme de soldado? ¿Por qué me está prohibido? Me gustaría llevar un uniforme militar y que me rindieran honores. ¿Por qué no puedo?

—Eso es algo que también me gustaría saber a mí, hija mía. También a mí me gustaría saberlo —me contestó mi madre.