ANONIMATO 2

4 de septiembre

Norman Bates, aterradoramente suave, está colgando el teléfono.

El hombre permanecía contra la pared pensando por adelantado. Había empezado a hacerlo, saltarse escenas, acelerarlas mentalmente, visualmente, cuando ya no faltaba mucho para el cierre. No quería mirar el reloj. Trató de contener su impaciencia, de dirigir toda energía hacia la pantalla, ver lo que ocurría ahora.

La puerta abriéndose eternamente.

La franja de luz interior extendiéndose por el suelo mientras la puerta continúa moviéndose.

La sombra de la puerta desvaneciéndose bajo la puerta.

Estos momentos abstractos, todo forma y escalas, el dibujo de la alfombra, el grano del entarimado, vinculándolo a la alerta total, de ojos y de mente, y luego la toma del rellano desde arriba y el ataque al detective Arbogast.

Sus visitas a la galería se entreveraban sin costuras en la memoria. No recordaba qué día había visto una secuencia concreta ni cuántas veces había visto determinadas secuencias. ¿Podían llamarse así, secuencias, tan encalmadas como estaban, la cruda manufactura de un gesto, el largo arco de la mano hasta el rostro?

Estaba en su sitio, como siempre, en su sitio, en contacto corporal con la pared norte. El público pasando incómodo, entrando y saliendo. Se quedarían más tiempo, pensó, si hubiera sillas o bancos. Pero todo arreglo para sentarse sabotearía el concepto. La instalación desnuda y la oscuridad, y el aire frío, y el guarda inmóvil en la entrada. El guarda purificaba la ocasión, la hacía más refinada y más rara. Pero ¿qué era lo que guardaba? El silencio tal vez. O la propia pantalla. Podían encaramarse a ella y arañarla, los turistas procedentes de los cines comerciales.

Estar ahí de pie era parte del arte, quien permanece de pie está participando. Como él, sexto día consecutivo que venía, último día de la instalación. Echaría de menos estar en esta sala, libre a veces de caminar en torno a la pantalla y observar desde el lado contrario, captar la zurdera de las personas y los objetos. Pero volviendo siempre a la pared, en contacto físico, no fuera que se encontrara haciendo qué, no estaba seguro, transmigrando, pasando de este cuerpo a una temblorosa imagen de la pantalla.

Las partes tediosas de la película original ya no eran tediosas. Eran como todo lo demás, fuera de cualquier categoría, abiertas a la catalogación. Esto era lo que le gustaba creer. Pero había veces en que cedía con más facilidad a la pantalla. Admitió esto, la pantalla vacía de personajes, la pantalla que revela un pájaro disecado o un único ojo humano.

Tres niños entraron, dos chicos y una chica, rubios intercambiables, con una mujer detrás.

No le entraba en la cabeza que el detective, Arbogast, claramente apuñalado una vez por debajo del corazón, fuera cayendo por la escalera con heridas de arma blanca en la cara. Quizá fuera que el espectador tenía que imaginar una segunda y tercera y cuarta cuchillada, pero él no estaba dispuesto a hacerlo. Había una clara discrepancia entre la acción y el efecto visible.

Trató de meditar sobre las dificultades del montaje. Trató de planteárselo en los términos de una proyección convencional. No recordaba haber captado el problema la última vez que había visto la película, en la televisión. Puede que el error no sea detectable a veinticuatro fotogramas por segundo. En algún sitio había leído que ésa era la velocidad a que percibíamos la realidad, a que el cerebro procesa las imágenes. Alterando el formato se dejan los fallos al descubierto. Éste era un fallo que cualquiera tendería a perdonar, no siendo un hombre con el punto de vista atenuado. Si eso era él, pues eso era él.

Los niños se demoraron poco más acá del umbral, sin saber si les apetecía investigar lo que fuese aquel sitio en que se habían metido, y la mujer se deslizó por la pared lateral e hizo una pausa y miró la pantalla y luego se desplazó hasta la intersección de las dos paredes. Él observó que los niños iban desentendiéndose poco a poco de la película para mirar en derredor. ¿Dónde estamos, qué es esto? Uno de ellos miró hacia la puerta, donde estaba el guarda, con los ojos puestos en los estrechos de su desapego de jornada completa.

Arbogast sigue cayendo de espaldas por las escaleras.

Pensó una nueva situación. Fueron los niños quienes le hicieron pensarla, una situación en que la película se proyecta de principio a fin durante veinticuatro horas seguidas. ¿No había ocurrido esto en algún sitio, alguna vez, un museo distinto, una ciudad distinta? Meditó sobre cómo plantearía él los términos de una proyección así. Público selecto. Sin niños ni espectadores accidentales. Acceso prohibido una vez empezada la proyección. ¿Y si alguien quiere salir, tiene que salir? Vale, puede usted marcharse. Márchese, si no le queda más remedio. Pero una vez fuera, no volverá a entrar. Haga de ello una prueba personal de resistencia y dominio de sí mismo, una especie de castigo.

Pero castigo ¿por qué? ¿Castigo por mirar? ¿Castigo por plantarme aquí un día tras otro, una hora tras otra, en desdichado anonimato? Pensó en otros. Esto es lo que otros podrían decir. Pero ¿quiénes son estos otros?

La mujer parecía deslizarse por la pared invisiblemente, en pequeños incrementos fijos. Apenas la veía y estaba seguro de que ella no lo veía a él. ¿Estaba con los niños o no? Los niños eran tres objetos brillantes, quizá entre los ocho y los diez años, tomando luz de la pantalla, donde una muerte espeluznante se desmenuzaba en microsegundos.

Anthony Perkins como Norman Bates. Norman Bates como la Madre, acuclillada ahora al pie de la escalera, con una peluca de viuda y un vestido hasta los pies. Se concentra como una araña sobre el detective, que está boca arriba en la alfombra del vestíbulo y reanuda su tarea de apuñalamiento.

Anónimos, él y el guarda del museo. ¿Era el de hoy el mismo guarda de los cinco días anteriores? ¿Era el guarda de los cinco días anteriores el mismo durante toda la jornada? Tenía que haber un relevo de guardas en algún momento del día pero él no lo había notado o se le había olvidado. Entraron un hombre y una mujer, padres de los niños, código genético crepitando en el aire. Eran personas de buen tamaño, en pantalones cortos de color caqui, tremendamente tridimensionales, con bolsas de mano y mochilas. Él miraba la película, miraba a otros, miraba la película. En todo momento, la mente funcionando, el cerebro procesando. No quería que este día terminara.

Luego alguien dijo algo.

Alguien dijo:

—¿Qué estoy mirando?

Era la mujer detenida a su izquierda, más cercana ahora, y le hablaba a él. Esto lo confundió. La pregunta lo hizo mirar más fijamente la pantalla. Trató de absorber lo que ella había dicho. Trató de afrontar el hecho de que hubiera una persona parada junto a él. Esto no había ocurrido antes, no aquí. Y trató de ajustarse a la otra cosa que no había ocurrido, que no se suponía que fuera a ocurrir nunca. Que le dirigieran la palabra. Esta mujer parada de algún modo cerca de él estaba alterando todas las normas de la distancia.

Miró la pantalla, tratando de someter a consideración qué decir. Poseía un buen vocabulario, salvo para hablar con alguien.

Finalmente susurró:

—El detective privado. El que está tirado en el suelo.

Fue un susurro constreñido y no estaba seguro de que ella lo hubiese oído. Pero la respuesta fue casi inmediata.

—¿Puede interesarme saber quién le está dando de puñaladas?

De nuevo tuvo que pensar un momento antes de resolver la respuesta. Resolvió que la respuesta era no.

Dijo esto, «No», moviendo la cabeza para indicar finalización, al menos para sí mismo.

Esperó un tiempo, mirando la mano y el cuchillo en plano medio, aislados, y de nuevo le llegó, la voz en nada parecida a un susurro.

—Yo quiero morir tras una larga enfermedad de las de siempre. ¿Y usted?

Lo interesante de esta experiencia, hasta ahora, era que era toda suya. Nadie sabía que estaba aquí. Estaba solo y no identificado. No había nada que compartir, nada que tomar de los demás, nada que dar a los demás.

Ahora esto. De repente, entra en la galería, se coloca a su lado contra la pared, le habla en la oscuridad.

Era más alto que ella. Por lo menos había eso. No la estaba mirando, pero sabía que era más alto, un poco, ligeramente. No le hacía falta mirar. Lo notaba, lo sentía.

Los niños rubios salieron cabizbajos en pos de sus padres por la puerta y los imaginó dejando atrás al blanco y negro para siempre. Miró a la hermana de Janet Leigh y al novio de Janet Leigh hablando en la oscuridad. No lamentaba la ausencia de diálogo. No quería oírlo, no lo necesitaba. Nunca podría ver la verdadera película, la otra Psicosis, de nuevo. Ésta era la verdadera película. Estaba viendo todo aquí por primera vez. Tanto como ocurría dentro de un determinado segundo, tras seis días, doce días, ciento doce, visto por primera vez.

Ella dijo:

—¿Cómo será vivir a cámara lenta?

Si estuviéramos viviendo a cámara lenta, la película sería una película más. Pero no dijo esto, él.

Lo que dijo fue:

—Deduzco que ésta es su primera vez.

Ella dijo:

—Todo es mi primera vez.

Esperó que le preguntara cuántas veces había estado aquí. Aún estaba adaptándose a la presencia de otra persona pero ¿no era esto lo que había querido los últimos días, una compañera de cine, una mujer, dispuesta a hablar de la película, a valorar la experiencia?

Ella le dijo que se encontraba a un millón de kilómetros de lo que fuese que estuviera ocurriendo en la pantalla. Le gustaba. Le dijo que le gustaba la noción de lentitud en general. Hay tantas cosas que van tan de prisa, le dijo. Necesitamos tiempo para perder el interés por las cosas.

Los demás no los oían o no les importaba. Él miraba al frente. Estaba seguro de que el museo cerraría antes de que la película alcanzara su final verdadero, el final de su historia, Anthony Perkins envuelto en una manta, los ojos de Norman Bates, el rostro acercándose, la sonrisa mórbida, la larga mirada incriminatoria, la mirada cómplice a la persona que está ahí fuera en la oscuridad, observando.

Seguía esperando que ella le preguntara cuántas veces había estado aquí.

Un día tras otro, le contestaría. He perdido la cuenta.

Cuál es su secuencia favorita, le preguntaría ella.

Lo tomo momento por momento, segundo por segundo.

No imaginó qué podría decirle ella a continuación. Pensó que le gustaría apartarse un minuto, ir al servicio y mirarse al espejo. El pelo, la cara, la camisa, la misma camisa toda la semana, sólo mirarse brevemente y luego lavarse las manos y apresurarse a volver. Efectuó la localización por adelantado, servicio de caballeros, sexto piso, necesitaba verse por si ella seguía allí hasta el cierre y salían juntos de la galería y quedaban a la luz. ¿Qué vería ella cuando lo mirara? Pero permaneció donde estaba, con los ojos en la pantalla.

Ella dijo:

—¿Dónde estamos, geográficamente?

—La película empieza en Phoenix, Arizona.

No sabía por qué había nombrado la ciudad y el estado, ambos. ¿Hacía falta el estado? ¿Estaba hablando con alguien que no supiera necesariamente que Phoenix está en Arizona?

—Luego la localización cambia. California, creo. Por las señales de tráfico y las matrículas de los coches —dijo.

Entraron dos franceses, ella y él. Franceses o italianos, con pinta de inteligentes, permanecieron a la débil luz cerca de la puerta corredera. Quizá hubiera dicho Phoenix, Arizona porque ambas palabras aparecieron en la pantalla tras los créditos iniciales. Trató de recordar si el nombre del personaje de Janet Leigh estaba en los créditos iniciales. Janet Leigh en… pero no se le había quedado el nombre si acaso lo había visto.

Estaba esperando que la mujer le dijera algo. Se acordó del instituto, cuando ser más bajo que la chica con quien estuviese hablando lo hacía sentir ganas de tirarse al suelo y que lo pisaran los transeúntes.

—Hay películas demasiado visuales para su propio bien.

—No creo que ésta sea el caso —dijo él—. Creo que esta película está elaborada muy cuidadosamente, toma por toma.

Lo pensó. Pensó sobre la escena de la ducha. Pensó en ver la escena de la ducha con ella. Podría resultar interesante, los dos juntos. Pero la habían pasado el día anterior y la proyección se cortaba todos los días al cerrarse el museo, de manera que la escena de la ducha no entraría en el visionado de hoy. Y las anillas de la cortina. ¿Estaba completamente seguro de que eran seis las anillas que giraban en la barra cuando Janet Leigh en su caída mortal arrastra consigo la cortina de la ducha? Quería ver la escena otra vez, para confirmarse en las anillas de la cortina. Había contado seis, estaba seguro de que eran seis, pero necesitaba confirmarlo.

Semejantes vacilaciones se prolongan una y otra vez y la situación intensificaba el proceso, estar aquí, mirando y pensando durante horas, de pie y mirando, pensando dentro de la película, pensando dentro de sí mismo. O ¿era la película la que pensaba dentro de él, derramándose en su interior como una especie de fluido cerebral en fuga?

—¿Ha visto usted otras cosas del museo?

—Vine aquí directamente —dijo ella, y eso fue todo lo que dijo, de modo decepcionante.

Él le podía contar cosas sobre el argumento y los personajes pero quizá eso pudiera esperar a más tarde, con suerte. Pensó en preguntarle a qué se dedicaba. Como dos personas aprendiendo un idioma. ¿A qué se dedica usted? No lo sé, ¿a qué se dedica usted? Ésta no era la clase de conversación que deberían mantener aquí.

Quería pensar en ellos como almas gemelas. Se imaginó a ambos mirándose largamente, aquí en la oscuridad, una mirada franca y abierta, una mirada sincera, fuerte e indagatoria, y luego dejan de mirarse y se vuelven a poner los ojos en la película, sin intercambiar una sola palabra.

La hermana de Janet Leigh está acercándose a la cámara. Se adentra corriendo en la oscuridad, algo hermoso de ver, desacelerado, la mujer corriendo, vertiendo luz de fondo al acercarse, el rostro y los hombros débilmente marcados, con la oscuridad total cayéndole en torno. Esto es de lo que deberían hablar aquí, si hablan, cuando hablen, la luz y la sombra, la imagen de la pantalla, la sala en que se hallan, hablar de donde están, no de lo que hacen.

Trató de creer que la tensión de su cuerpo la alertaba sobre el drama de la escena. Podría sentirla, junto a él. Esto es lo que pensó. Luego pensó en peinarse. No llevaba peine. Tendría que alisarse el pelo con las manos una vez situado ante un espejo, dónde y cuándo, sin que se notara, o ante alguna superficie reflectante de una puerta o una columna.

La pareja de franceses cambió de posición, cruzando la sala hasta la pared oeste. Eran una presencia positiva, atenta y él estaba seguro de que hablarían de la experiencia durante horas después. Imaginó la cadencia de sus voces, la pauta de énfasis y pausa, hablando durante la cena en un restaurante recomendado por algún amigo, un sitio indio, un sitio vietnamita, en Brooklyn, remoto, cuanto más cuesta llegar, mejor es la comida. Estaban fuera de él, personas con vida, era una cuestión de realidad. Esta mujer, la de al lado, mientras la miraba, era una sombra que se desplegaba de la pared.

—¿Está usted seguro de que no es una comedia? —dijo ella—. Viéndola…

Lo que veía era la casa alta y fantasmagórica cerniéndose sobre el motel de baja altura, el caserón donde la Madre permanece sentada a veces junto a la ventana del dormitorio y donde Norman Bates adopta la vestimenta del infierno travestido.

Pensó sobre esto, sobre Norman Bates y la Madre.

Dijo:

—¿Puede usted imaginarse viviendo otra vida?

—Eso es demasiado fácil. Pregúnteme alguna otra cosa.

Pero no se le ocurría ninguna otra cosa. Quería descartar la idea de que la película pudiera ser una comedia. ¿Veía ella algo que a él se le escapaba? ¿Acaso el lento pulso de la proyección revelaba algo a una persona y se lo ocultaba a otra? Miraron a la hermana y al novio hablar con el sheriff y la esposa. Se preguntó si sería capaz de orientar la conversación hacia una cena, aunque tampoco es que hubiera conversación en este momento.

Podríamos comer algo por aquí cerca, diría.

No sé, diría ella. Quizá tenga que estar en algún sitio dentro de media hora.

Se imaginó girando sobre sí mismo y acorralándola contra la pared con la sala ya vacía salvo por el guarda que mira al frente, a ningún sitio, inmóvil, la película pasando aún, la mujer acorralada, también inmóvil, mirando la película por encima de su hombro. Los guardas de museo deberían llevar pistola, pensó. Hay obras de arte de valor incalculable que proteger y un hombre armado purificaría el acto de ver en beneficio de todos los presentes en la sala.

—Bueno —dijo ella—. Tengo que irme ahora.

Él dijo:

—Se marcha.

Era una declaración sin relieve, se marcha, expresada reflexivamente, despojada de decepción. No le había dado tiempo de sentirse decepcionado. Miró el reloj sin motivo. Era algo que hacer en vez de quedarse ahí callado como un tonto. En teoría le daba tiempo para pensar. Ella estaba ya avanzando hacia la salida y él se dio prisa en seguirla, pero sin hacer ruido, con los ojos apartados de cualquiera que pudiese estar mirando. Se abrió la puerta corredera y él fue en pos de la mujer, a la luz del sol y hasta la escalera mecánica, piso a piso, y luego cruzando el vestíbulo y saliendo por la puerta giratoria a la calle.

Se situó a la altura de ella, procurando no sonreír ni tocar, y le dijo:

—¿Qué tal si hacemos esto mismo en un cine de verdad con butacas en que sentarse y personas en la pantalla que se rían y peguen gritos?

Ella se detuvo a escucharlo, medio vuelta hacia él, en mitad de la acera, con cuerpos pasándoles cerca.

Dijo:

—¿Sería una mejora?

—Seguramente no —dijo él, y esta vez sonrió. Luego dijo—: ¿Quiere usted saber algo de mí?

Ella se encogió de hombros.

—De niño hacía multiplicaciones en la cabeza. Un número de seis cifras por un número de cinco cifras. De ocho por siete, día y noche. Era un pseudogenio.

Ella dijo:

—Yo leía en los labios lo que decía la gente. Me fijaba en los labios y sabía lo que estaban diciendo antes de que lo dijeran. No escuchaba, sólo miraba. Ésa era la cosa. Podía cancelar el sonido de sus voces mientras decían lo que estuvieran diciendo.

—De niña.

—De niña —dijo ella.

La miró directamente.

—Si me das tu número de teléfono, te llamaré alguna vez.

Ella aceptó con un encogimiento de hombros. Ése era el significado del encogimiento de hombros, vale, sí, a lo mejor. Aunque si lo viera en la calle dentro de una hora probablemente no sabría quién era ni de qué lo conocía. Recitó el número rápidamente y echó a andar hacia el Este camino del centro y del exceso.

Él se metió en el vestíbulo abarrotado y encontró un hueco apretado en uno de los bancos. Inclinó la cabeza hacia delante para pensar, para escamotearse de todo aquello, el tono sostenido de las voces, los idiomas, los acentos, gente en movimiento acarreando ruidos, vidas enteras de ruidos, un clamor rebotando en las paredes y el techo y era fuerte y lo cercaba, obligándolo a cubrirse. Pero tenía su número de teléfono, eso era lo que importaba, el número estaba asegurado en la cabeza. Llamarla cuándo, dos días, tres días. Mientras, estar sentado y pensar sobre lo que habían dicho, qué aspecto tenía, dónde podía vivir, en qué podía invertir su tiempo.

Entonces fue cuando la pregunta le vino a la mente. ¿Le había preguntado cómo se llamaba? No le había preguntado cómo se llamaba. Hizo el gesto interior de reprochárselo a sí mismo, una viñeta de dedo moviéndose con maestro y alumno. Vale, ésta era otra cuestión sobre la que podría pensar. Pensar en nombres. Escribir nombres. Ver si puedes adivinar su nombre por su rostro. El rostro se le había iluminado ligeramente cuando le contó lo de los números en la cabeza cuando era niño. No iluminado, sino quizá relajado, con los ojos mostrando interés. Pero la historia no era cierta. Nunca había multiplicado mentalmente grandes números. Esto era algo que a veces decía porque pensaba que lo ayudaba a explicarse a sí mismo ante los demás.

Miró al reloj a hurtadillas y no vaciló en acercarse a las taquillas y pagar el importe completo de la entrada. Tendría que ser la mitad de persona mayor, teniendo en cuenta la hora, o gratis, tendría que ser gratis. Se desentendió del billete que tenía en la mano y subió a toda prisa a la sexta planta, de dos en dos peldaños en la escalera mecánica, con todo el mundo yendo en sentido contrario. Entró en la oscura galería. Quería bañarse en el tempo, en el ritmo casi estático de la imagen. La pareja francesa se había marchado. Había una persona y el guarda y luego él, aquí para la última hora, ni eso. Halló su sitio en la pared. Quería inmersión total, significara lo que significara. Luego se dio cuenta de lo que significaba. Quería que la película se moviera aún más despacio, exigiendo una mayor participación del ojo y de la mente, siempre eso, lo que ve, abriendo un túnel en la sangre, en la sensación densa, compartiendo la consciencia con él.

Norman Bates, aterradoramente suave, está colgando el teléfono. Apagará la luz de la oficina del motel. Se desplazará por el sendero escalonado que conduce a la vieja casa, varias habitaciones iluminadas, cielo oscuro al fondo. Luego una serie de tomas, en diversos ángulos, recuerda la secuencia, permanece contra la pared y se anticipa. El tiempo verdadero carece de significado. La frase carece de significado. No existe tal cosa. En la pantalla Norman Bates está colgando el teléfono. Lo demás aún no ha ocurrido. Él ve por adelantado, con miedo de que el museo cierre antes de que termine la escena. El aviso sonará por todo el museo en todas las lenguas de los principales países museísticos y Anthony Perkins como Norman Bates dejará de subir las escaleras de su dormitorio, donde yace la Madre largo tiempo muerta.

La otra persona sale por la elevada puerta. Ya sólo quedan él y el guarda. Imagina que todo movimiento se detiene en la pantalla, que la imagen empieza a temblar y desvanecerse. Imagina que el guarda saca la pistola de la funda y se pega un tiro en la cabeza. Luego la proyección termina, el museo cierra, se queda a solas en la sala oscura con el cadáver del guarda.

No es responsable de estos pensamientos. Pero son suyos, ¿verdad? Vuelve a atender la pantalla, donde todo es tan intensamente lo que es. Mira lo que está pasando y quiere que ocurra más lentamente, sí, pero también está lanzando su mente a toda carrera hacia el momento en que Norman Bates hará bajar a la Madre por la escalera con su camisón blanco.

Lo hace pensar en su madre, cómo no iba a hacerlo pensar en su madre, antes de que falleciese, ambos contenidos en un pequeño piso que será consumido por una elevación de torres, y aquí está la sombra de Norman Bates mientras permanece delante de la puerta de la vieja casa, la sombra vista desde dentro, y luego la puerta empieza a abrirse.

El hombre se separa de la pared y espera ser asimilado, poro a poro, para disolverse en la figura de Norman Bates, que entrará en la casa y subirá la escalera en tiempo subliminal, dos fotogramas por segundo, y luego girará hacia la puerta del cuarto de la Madre.

A veces se sienta junto a la cama de ella y dice algo y luego la mira y espera una respuesta.

A veces solamente la mira.

A veces un viento llega antes que la lluvia y provoca que los pájaros pasen volando delante de la ventana, pájaros del espíritu que cabalgan la noche, más extraños que los sueños.