Esfumarse en el aire, eso era lo que había querido hacer, para lo que estaba hecha, dos días enteros, ni una palabra, ni una señal. ¿Se había extraviado más allá del borde de la conjetura o estábamos nosotros deseando imaginar lo ocurrido? Traté de no pensar más allá de la geografía, en todo momento definida por la desolación que nos rodeaba. Pero la imaginación era en sí misma una fuerza natural, incontrolable. Los animales, pensé, y lo que les hacen a los cuerpos en estado salvaje, en la mente, ningún lugar seguro.
El día antes, con todas las llamadas telefónicas hechas y todas las alertas, desde fuera vi un vehículo en el horizonte flotando lentamente en movimiento, ondulado entre el polvo y la calima, como en una toma larga de una película, un momento de lenta expectativa.
Era el sheriff local, cara ancha y rojiza, barba recortada. Un helicóptero permanece en el aire, dijo, rastreadores por tierra. Lo primero que quería saber era si había habido alguna desviación reciente en las pautas normales de comportamiento de Jessie. La única desviación, le dije, es el hecho de que esté desaparecida.
Lo acompañé por toda la casa. Parecía buscar señales de lucha. Comprobó el cuarto de Jessie y dirigió unas palabras a su padre, que había permanecido todo el tiempo en el sofá, incapaz de moverse, por efecto de los fármacos o por falta de sueño. Elster no dijo casi nada y se mostró confundido ante la presencia de un hombre uniformado en la casa, un hombre grande que empequeñecía la habitación, insignia en el pecho, pistola al cinto.
Fuera el sheriff me dijo que en este punto no había evidencia de ningún delito que investigar. El procedimiento más adelante consistiría en coordinar un programa con funcionarios de otros condados para revisar los libros de entrada de los moteles, los registros telefónicos, los alquileres de coches, las reservas de vuelos y otros apartados.
Mencioné al guarda. El sheriff dijo conocerlo desde hacía treinta años. Era naturalista voluntario, experto en plantas locales y fósiles. Eran vecinos, dijo, y a continuación, mirándome, enunció varias categorías de personas en apuros, terminando por las que acuden al desierto a suicidarse.
Elster se avino a hacer la llamada, finalmente, a la madre de Jessie. Probé sitios por él y la cobertura más clara estaba fuera, a última hora de la tarde, situándose uno de espaldas a la casa. Habló en ruso, el cuerpo se le vino abajo, le resultaba difícil elevar la voz por encima del susurro. Hubo pausas largas. Escuchaba, luego volvía a hablar, cada palabra una alegación, la respuesta de un hombre acusado, negligente, estúpido, culpable. Permanecí en su cercanía, comprendiendo que su única incursión en un torpe inglés había sido un desesperado intento de imitar a su interlocutora, una expresión de pánico compartido e identidad parental. Un helicóptero apareció en el pálido cielo por el Este y observé que Elster enderezaba la postura, lentamente, con la cabeza levantada, tapándose del sol con la mano libre.
Más tarde le pregunté si había hecho lo que le había dicho que hiciera. Apartó la mirada y echó a andar hacia su dormitorio. Le había dicho que sacara el tema del amigo de Jessie, el hombre con el que salía. ¿No era por eso por lo que la madre la había enviado aquí? Me quedé a la puerta de su dormitorio. Él se sentó en la cama, con la mano levantada en un gesto que no supe interpretar. Qué más da o qué tiene que ver o déjame en paz.
Quería el puro misterio. Puede que a él le resultara más fácil, algo más allá del húmedo alcance de la motivación humana. Yo trataba de pensar sus pensamientos. El misterio tenía su verdad, más profunda cuanto más carente de forma, un significado elusivo que podría ahorrarle todos los demás detalles explícitos que de otro modo se presentarían en su mente.
Pero no eran éstos sus pensamientos. No sabía cuáles eran sus pensamientos. Apenas si conocía los míos. Podía reflexionar en torno al hecho de la desaparición de Jessie. Pero en el corazón, en el mismo momento, en el punto físico crucial, sólo un agujero en el aire.
Le dije:
—¿Quiere usted que llame yo?
—No tiene sentido. Alguien que está en Nueva York.
—No se supone que tenga sentido. ¿Hay algo que tenga sentido? Las personas que desaparecen nunca tienen sentido —le dije—. ¿Cómo se llama, la madre de Jessie? Yo hablaré con ella.
Hasta la mañana siguiente no se avino a darme el número de teléfono. Comunicando durante media hora, luego una mujer muy enfadada que se resistía a contestar las preguntas de alguien a quien no conocía. La conversación estuvo un rato sin ir a ningún sitio. Lo había visto una vez, no sabía dónde vivía, ni qué edad tenía exactamente, ni cómo se ganaba la vida.
—Basta con que me diga su nombre. ¿Puede usted?
—Tiene tres amigas, esos nombres sí me los sé. Pero vea a quien vea, vaya donde vaya, no presta atención a los nombres, no dice los nombres.
—Pero este hombre. Salían juntos. Lo conoció usted, me ha dicho.
—Porque insistí. Dos minutos estuvo. Luego se marcharon.
—Pero le diría su nombre, o se lo diría Jessie.
—Puede que me lo dijera, sólo el nombre de pila.
No lograba acordarse del nombre, y ello la enfurecía aún más. Le pasé el teléfono a Elster y él le dijo algo para calmarla. No había salido bien, pero yo no pensaba renunciar. Le recordé que en aquel hombre había algo que no le gustaba. Dígame qué, le dije, y ella contestó de buena gana por una vez.
Durante una semana o más hubo llamadas telefónicas. Si contestaba ella, colgaban el teléfono. Sabía que era él, tratando de hablar con Jessie. En la pantalla aparecía número oculto. Era él todas las veces, el que colgaba con suavidad, y lo recordaba allí de pie, en el umbral, como alguien a quien vemos tres veces por semana, un recadero con la compra, y sin embargo no conseguimos acordarnos de qué cara tiene.
—La última vez que veo número oculto descuelgo el teléfono y no digo nada. Nadie habla. Estamos jugando a un juego tonto. Él espera, yo no digo nada. Un minuto entero. Luego le digo sé quién eres. Y él cuelga.
—Parece usted muy segura de que era él.
—En ese momento es cuando le digo a Jessie que se tiene que marchar.
—Y cuando se marchó.
—Ni una sola llamada más —dijo la madre.
Él dejó de afeitarse, yo ponía especial empeño en afeitarme todos los días, en no hacer nada distinto. Esperábamos noticias. Yo quería salir, meterme en el coche y unirme a los buscadores. Pero me figuré a Elster con un puñado de píldoras para dormir, un frasco entero. Me figuré un bulto apelmazado, un amasijo, un conglomerado de treinta o cuarenta píldoras y la baba cayendo. Me senté a hablar con él sobre los medicamentos de su botiquín. Sólo la dosis habitual, le dije. Lea dos veces las instrucciones, haga caso de las advertencias. Eso le dije, de hecho, haga caso de las advertencias, y la frase no sonó artificial. Me lo figuré a la puerta de su cuarto de baño, con la boca abierta en parte por la densa masa, un intento vacilante, un sabor literal, una mano en cada jamba, yo abrazándolo.
Jessie no tenía móvil, pero la policía estaba comprobando los registros para ver si había hecho o recibido llamadas con nuestros teléfonos. Comprobaban también los libros de entradas de los moteles, los datos sobre crímenes en condados y estados próximos.
—No podemos marcharnos.
—No, no podemos.
—¿Qué pasa si vuelve?
—Uno de nosotros tiene que estar aquí —le dije.
Era yo quien se ocupaba de las tortillas, ahora. Él parecía preguntarse qué era lo que se suponía que tenía que hacer con el tenedor. Yo preparaba el café por la mañana, ponía en la mesa el pan, los cereales, la leche, la mantequilla y la mermelada. Luego iba a su dormitorio y lo sacaba de la cama. No ocurría nada que no estuviese marcado por la ausencia de Jessie. Él apenas comía. Iba por la casa como quien va pasando la fregona por el suelo, con los pasos determinados por una laboriosa circunstancia.
Lo esperaban en Berlín a la semana siguiente, una conferencia, una mesa redonda, no tenía muy claros los detalles.
Empezó a ver cosas con el rabillo del ojo, el derecho. Entraba en una habitación y atisbaba algo, un color, un movimiento. Cuando volvía la cabeza, nada. Le ocurría un par de veces al día. Yo le dije que era fisiológico, siempre el mismo ojo, una disfunción de tipo rutinario, menor, sucede a partir de cierta edad. Se volvía y miraba. Había alguien allí pero luego no era ella.
Yo estaba contando los días otra vez, como había hecho al principio. Días que faltan. Uno de los dos casi siempre en la plataforma, montando la guardia. Lo hacíamos hasta bien entrada la noche. Se convirtió en un ritual, una observancia religiosa, y a menudo, cuando ambos coincidíamos fuera, completamente sin palabras.
Manteníamos cerrada la puerta de su dormitorio.
Él empezó a parecer un recluso de los que pueden vivir en una chabola dentro de una mina abandonada, un viejo desaseado, temblón, arrancado de sus raíces, con prevención en los ojos, miedo de un paso al siguiente que alguien o algo están esperando.
Ahora la llamaba Jessica, su verdadero nombre, el de nacimiento. Hablaba a retazos, abriendo y cerrando la mano. Yo veía cómo iba siendo arrastrado insistentemente hacia adentro. El desierto era clarividente, eso era lo que él siempre había creído, que el paisaje desenmaraña y revela, que conoce el futuro igual que el pasado. Pero ahora lo hacía sentirse encerrado y yo lo comprendía, circundado, presionado de cerca. Estando fuera, percibíamos el desierto prospectándonos. Truenos estériles parecían colgar sobre las colinas, con la tormenta eléctrica vertiéndose hacia nosotros. Un centenar de infancias, dijo oscuramente. Qué quería decir, quizá el trueno, un blando fragor evocativo que resonaba desde el fondo de los años.
Me preguntó por primera vez qué había ocurrido. No lo que pensaba o adivinaba o imaginaba. ¿Qué ocurrió, Jimmy? No supe qué decirle. Nada que pudiera decirle era ni más ni menos probable que cualquier otra cosa. Había ocurrido, lo que fuese que hubiera ocurrido, y no tenía sentido detenerse a pensar en ello, aunque lo hacíamos, claro, o yo al menos lo hacía. Él tenía el pasado íntimo en que pensar, el suyo y el de ella y el de la madre. Eso era lo que le quedaba, tiempos y lugares perdidos, la verdadera vida, una y otra vez.
Llamada nocturna, la madre.
—Creo que sé cómo se llama.
—Cree usted.
—Estaba durmiendo. Me desperté con su nombre. Es Dennis.
—Cree que es Dennis.
—Es Dennis, seguro.
—Nombre, Dennis.
—Eso fue todo lo que oí, el nombre. Acabo de despertarme, ahora mismo, es Dennis —dijo.
De noche, las habitaciones eran relojes. La quietud era casi completa, paredes desnudas, los tablones del suelo, el tiempo aquí y allí, en los caminos altos, cada minuto pasaba en función de nuestra espera. Yo bebía, él no. No le permitía beber y a él no parecía importarle. Las puestas de sol no eran sino luz moribunda ahora, el oscurecimiento de la probabilidad. Durante semanas lo único que teníamos que hacer era hablar. Ahora nada que decir.
El nombre sonaba a mal presagio, Jessica, sonaba a rendición oficial. Yo era el hombre que había permanecido en la oscuridad observando mientras ella yacía en la cama. Fuera cual fuera la sensación de haber tomado parte que tuviera Elster, la naturaleza de su culpa y su fallo, yo los compartía. Permanecía sentado, abriendo y cerrando la mano. Cuando oía helicópteros abatiéndose desde el sol, levantaba los ojos, sorprendido, siempre, luego recordaba por qué estaban ahí.
Comprobábamos a menudo la cobertura de los móviles, uno mirando en una dirección, el otro en la dirección opuesta, dentro de la casa, fuera, llamando y recibiendo llamadas, con el aparato en un oído, la mano libre en el otro, él está en la plataforma, yo a cuarenta metros sendero adelante. Intentaba no mirarnos mientras lo hacíamos. Quería mantenerme dentro, donde el baile era una cuestión práctica. Quería estar libre de ver.
Empecé a utilizar las mancuernas que él había encontrado antes. Lo hacía en mi habitación levantando y contando. Llamé a los vigilantes del parque y al sheriff. No lograba olvidar lo que el sheriff había dicho. La gente viene al desierto a suicidarse. Tenía que preguntarle a Elster si alguna vez había manifestado tendencias. Jessica. ¿Estaba en tratamiento médico? ¿Tomaba antidepresivos? Su estuche de compañía aérea seguía en el cuarto de baño que habíamos compartido. No encontré nada, hablé con el padre, llamé a la madre, tampoco averigüé nada ni del uno ni de la otra que pudiera indicar una deriva en tal dirección.
Levantaba una pesa cada vez, luego ambas al mismo tiempo, veinte repeticiones con una mano, diez con la otra, levantando y contando, así sucesivamente.
Lo saqué a la plataforma y lo instalé en un sillón. Iba en pijama y con unas viejas zapatillas de tenis, sin anudar, sus ojos parecían rastrear un único pensamiento. Ahí era donde fijaba su mirada ahora, no en los objetos sino en los pensamientos. Me situé a su espalda con unas tijeras y un peine y le dije que había llegado el momento de cortarse el pelo.
Volvió la cabeza ligeramente, como para preguntar, pero yo se la volví a posicionar y empecé a recortarle las patillas. Hablé mientras trabajaba. Hablé en una especie de raudal de audio, peinando y cortando las hebras enredadas de un lado de su cabeza. Le dije que no era lo mismo que afeitarse. Llegaría el día en que querría afeitarse y tendría que hacerlo él mismo, pero el pelo de su cabeza era cuestión de estado de ánimo, suyo y mío. Dije muchas vacuidades aquella mañana, cosas obvias, creyéndomelas a medias. Liberé del elástico vermicular la trama de pelo entrelazado de la nuca e intenté peinarla y recortarla. No dejé de saltar a otras zonas de su cabeza. Él hablaba de la madre de Jessie, de su rostro y sus ojos, la admiración que él le tenía, con la voz menguándole, baja y ronca. Me sentí obligado a recortarle el pelo de las orejas, fibras largas y blancas que surgían en rizos de la oscuridad. Traté de desenroscar cada centímetro de vegetación enmarañada antes de cortar. Habló de sus hijos varones. Esto no lo sabes, me dijo. Tengo dos hijos de mi primer matrimonio. Su madre era paleóntologa. Luego lo repitió. Su madre era paleóntologa. Estaba acordándose de ella, viéndola en la palabra. Le encantaba este sitio, y también a los chicos. A mí no, me dijo. Pero la cosa cambió con los años. Empezó a gustarle la idea de pasar temporadas allí, dijo, y luego el matrimonio se fue a pique y los chicos ya eran mayores y eso fue todo lo que logró decir.
Me situé a un lado, con la cabeza inclinada, y analicé mi trabajo. Me había olvidado de cubrirle la parte superior del cuerpo con una toalla y había pelo cortado por todas partes, en la cara, en el cuello, en el regazo y en los hombros, pelo en el pijama. No dije nada de los hijos. Seguí cortando. Si tenía que darle una ducha, le daría una ducha. Le metería la cabeza en el fregadero de la cocina y le lavaría el pelo. Lo restregaría hasta quitarle el olor agrio que arrastraba consigo. Le dije que ya casi había acabado, pero aún me faltaba. Luego me di cuenta de que había olvidado otra cosa, algo como un cepillo para quitarle todos esos pelos de encima. Pero no fui adentro a buscarlo. Seguí cortando, peinando y cortando.
La llamada llegó temprano. Los buscadores habían encontrado un cuchillo en un barranco profundo no lejos de una extensión de terreno llamada Área de Impacto, prohibida la entrada, un antiguo campo de tiro sembrado de proyectiles sin explotar. Habían asegurado un perímetro en torno al objeto y estaban expandiendo la búsqueda. El vigilante puso especial cuidado en no referirse al cuchillo como un arma. Podía haber sido de algún excursionista, de algún campista, para usos diversos. Me dio la localización aproximada de un camino de tierra que se acercaba a aquella zona y cuando terminamos de hablar encontré el mapa de Elster y en seguida localicé el Área de Impacto, un ancho retazo de geometría con los bordes enfrentados. Había unas finas líneas onduladas hacia el Oeste: cañones, ramblas y caminos mineros.
Elster estaba en su habitación durmiendo y me incliné sobre la cama y escuché su respiración. No sé por qué cerré los ojos mientras lo hacía. Luego comprobé su botiquín para asegurarme de que el número de píldoras y pastillas de las diversas botellas no había descendido de modo apreciable. Hice café, le preparé un sitio y le dejé una nota diciéndole que me iba al pueblo.
No había rastro de sangre en la hoja, había dicho el vigilante.
Puse rumbo al pueblo y luego viré hacia el Este durante un tiempo y finalmente bajé al área en cuestión. Dejé el camino asfaltado y seguí un camino de rodadas hasta llegar a una larga rambla arenosa. Pronto hubo paredes de roca veteada al acecho del vehículo y no tardó mucho en presentárseme un estrechamiento imposible. Me puse el sombrero, me bajé del coche y sentí el calor, su embate, su fuerza. Abrí el maletero y levanté la tapa de la nevera donde un par de botellas de agua yacían en hielo derretido. No sabía a qué distancia estaba de la zona de búsqueda y traté de llamar al vigilante pero no había cobertura. Me desplacé entre rocas achaparradas desprendidas de las alturas por inundaciones instantáneas o episodios sísmicos. El áspero camino tenía el aspecto y el tacto de granito desmenuzado. De vez en cuando hacía un alto y miraba hacia arriba y veía un cielo que parecía apresado, comprimido. Pasé largos ratos mirando. El cielo se estiraba tenso de borde a borde del acantilado, se percibía más estrecho y más bajo, eso era lo extraño, el cielo ahí arriba, habría bastado con trepar por la roca para tocarlo. Reanudé la marcha y llegué al final del pasadizo angosto y salí a un espacio abierto sofocado a nivel del suelo por maleza y fragmentos de piedra y subí prácticamente a cuatro patas hasta lo alto de un montón de gravilla y ahí tenía en su totalidad aquel mundo abrasado.
Atalayé las cegadoras oleadas de luz y cielo y bajé la mirada hacia las colinas plegadas y cobrizas que tomé por páramos, una serie de arrugas prístinas que se elevaban del suelo del desierto en alineaciones pautadas. ¿Podía alguien estar muerto allí? No logré concebirlo. Era demasiado vasto, no era real, la simetría de surcos y prominencias, me aplastaba, la desoladora belleza del conjunto, su indiferencia, y cuanto más me demoraba y más miraba mayor era mi certeza de que nunca obtendríamos respuesta.
Tenía que salir del sol y me deslicé por la ladera de escombros hasta terreno llano y una cuña de sombra, donde me extraje del bolsillo trasero la botella de agua. Intenté de nuevo llamar al vigilante. Quería que me dijera dónde me encontraba. Quería que me dijera dónde se encontraba él, con indicaciones precisas esta vez. Quería llegar al escenario sólo para ver, para percibir lo que allí hubiera. Supuse que ya habrían enviado el cuchillo a algún laboratorio forense del condado. Supuse que el sheriff habría actuado de conformidad con la información que yo le había dado sobre las llamadas telefónicas de número oculto que recibió la madre de Jessie. Dennis. En mi pensamiento lo llamaba Dennis X. ¿Habría justificación legal para rastrear las llamadas? ¿Recordaba bien la madre el nombre de aquel hombre? ¿Seguiría el padre en la cama, devorado por los recuerdos, inmovilizado, cuando yo volviera a entrar en la casa? El agua estaba tibia y química, descompuesta en moléculas, y bebí un poco y me eché el resto por la cara y la camisa.
Regresé a la rambla bajo la línea de cielo sin hondura y luego me detuve y apoyé la mano en la pared del acantilado y percibí la roca estratificada, grietas horizontales o fallas que me hicieron pensar en enormes alzamientos. Cerré los ojos y escuché. El silencio era completo. Nunca había experimentado una quietud como ésta, nunca una nada tan envolvente. Era no obstante esa nada lo que giraba en torno a mí, o Jessie, cálida al tacto. No sé cuánto tiempo permanecí allí, escuchando con todos los músculos de mi cuerpo. ¿Era posible que olvidara mi nombre en este silencio? Retiré la mano de la pared y me la puse en la cara. Sudaba copiosamente y me limpié con la lengua el húmedo mal olor de los dedos. Abrí los ojos. Allí seguía, en el mundo exterior. En seguida algo me hizo volver la cabeza y tuve que decirme que mi asombro era lo que era, una mosca, zumbando cerca. Tuve que decirme la palabra, mosca. Me había encontrado y se había acercado, en todo este espacio torrencial, zumbando, y lancé un vago manotazo hacia el ruido y luego reanudé la marcha en dirección al estrechamiento. Me movía con lentitud y cerca de la pared, bajo sombra intermitente. Pasado un tiempo, empecé a pensar que ya debería haber llegado al vehículo. Estaba cansado, tenía hambre, se me había terminado el agua. Me pregunté si aquella hendidura, aquel paso, no tendría un ramal norte y otro sur, y si cabría la posibilidad de que me hubiese metido por el ramal equivocado. No logré convencerme de que no era posible. El cielo parecía ahusarse hacia un punto en que confluían las paredes del acantilado y pensé en dar media vuelta. Extraje la botella de agua del bolsillo y traté de estrujarle un par de gotas. Cada pocos pasos me decía de volver pero seguía adelante, apretando el paso. No estaba seguro de que éste fuera el mismo sendero de granito desmenuzado por el que había venido. Traté de recordar el color y la textura, incluso el sonido que mi calzado hacía en los ásperos granos. En el mismo momento en que supe que estaba perdido vi que el camino se ensanchaba ligeramente y allí estaba el vehículo, una mierda de metal y cristales, cubierta de polvo, y abrí la puerta y me dejé caer en el asiento. Metí la llave y pulsé el botón de arranque y el botón del ventilador y par de botones más. Luego me recosté un momento y respiré varias veces con lentitud y pausa. Había llegado el momento de decirle a Elster que nos volvíamos a casa.
Aquella noche no pude dormir. Fui cayendo en una ensoñación tras otra. La mujer de la habitación contigua, al otro lado de la pared, a veces Jessie, otras veces no clara y sencillamente ella, y luego Jessie y yo en su cuarto, en su cama, entretejiéndonos, girando y arqueándonos al modo del mar, al modo de las olas, un imposible momento de sexo transparente largo como la noche. Tiene los ojos cerrados, el rostro sin fijar, es Jessie y al mismo tiempo es demasiado expresiva para ser ella. Parece estar derivando de sí misma incluso cuando la atraigo a mi interior. Estoy ahí excitado pero apenas me veo mientras permanezco ante la puerta abierta observándonos a los dos.
Lo miré. El rostro iba hundiéndosele gradualmente en la densa armazón de la cabeza. Iba en el asiento del pasajero y yo dije las palabras quedamente.
—El cinturón de seguridad.
Dio la impresión de oírme con retraso, sabiendo que había hablado pero sin llegar a unir las palabras para darles sentido. Empezaba a parecer una radiografía, todo cuencas de los ojos y dientes.
—El cinturón de seguridad —le repetí.
Me lo abroché yo y aguardé, observándolo. Íbamos a utilizar el vehículo alquilado, el mío. Lo había lavado con la manguera. Había preparado las bolsas y las había metido en el maletero. Había hecho una docena de llamadas telefónicas. Esta vez asintió con la cabeza y empezó a buscar la correa por encima de su hombro derecho.
La estamos dejando atrás. Era duro pensarlo. Habíamos acordado al principio que uno de los dos tenía que estar aquí, siempre. Ahora una casa vacía al llegar el otoño y luego a lo largo del invierno y ninguna posibilidad de que ella regresara alguna vez. Me desabroché el cinturón y me incliné hacia delante para ayudarlo a ponerse el suyo. Luego llevé el vehículo hasta el pueblo para llenar el depósito y pronto estábamos otra vez desplazándonos a través de zonas de fallas y entre pedestales de roca arremolinada, la historia que pasa por delante de la ventanilla, montañas formándose, mares retirándose, la historia de Elster, el tiempo y el viento, un diente de tiburón marcado en la piedra del desierto.
Hacía bien en sacarlo de allí. Se habría quedado en cincuenta kilos si hubiéramos seguido. Lo llevaba con Galina, que así se llamaba, la madre, y lo confiaría a su compasión. Míralo, tan débil, tan derrotado. Míralo, inconsolablemente humano. Están juntos en esto, me dije. Ella querrá compartir la horrible experiencia, me dije. Pero aún no la había llamado para decirle que volvíamos a casa. Galina era la llamada que me asustaba hacer.
De vez en cuando lo miraba de soslayo. Iba echado hacia atrás, con los ojos muy abiertos, y me dirigí a él como lo hice mientras le cortaba el pelo, deambulando por aquella larga mañana, tratando de hacerle compañía, de distraernos ambos. Pero ya no había casi nadie con quien hablar. Parecía más allá de la memoria y de su madeja de pesares, hombre reducido a su esbozo más accesorio, sin peso. Llevaba el coche y le hablaba, contándole sobre nuestro vuelo, sobre nuestro número de vuelo, señalándole que estábamos en lista de espera, recitándole la hora de salida, la hora de llegada. Hechos en blanco. En el sonido de mis palabras creí percibir una tenue estrategia para devolverlo al mundo.
El camino empezó a elevarse, el paisaje de alrededor se volvía verde, casas dispersas, un campamento de remolques, un silo, y él empezó a toser y jadear, luchando por desprender una flema. Creí que iba a asfixiarse. El camino era estrecho y empinado, con guardarraíl al borde, y no había nada que yo pudiera hacer salvo seguir adelante. Al final logró expeler la porquería, la juntó y se la escupió en la palma de la mano. Luego se quedó mirándola ahí, bamboleándose, y lo mismo hice yo, por un momento, algo fibroso y espeso, pulsante, verde perla. No había dónde ponerlo. Conseguí extraerme un pañuelo del bolsillo y se lo tendí. No sé qué vio en aquel puñado de mucosidad pero siguió mirándolo.
Pasamos junto a una hilera de robles de hoja perenne. En seguida graznó unas cuantas palabras.
—Un humor de los antiguos.
—¿Qué?
—La flema.
—La flema —dije yo.
—Un humor de los antiguos y de la Edad Media.
El pañuelo le había quedado en el muslo. Alargué el brazo y lo cogí, sin apartar los ojos del camino, y lo sacudí y se lo coloqué en la mano, encima de la masa informe. Se oyó pasar por detrás de nosotros un helicóptero y traté de localizarlo en el retrovisor y luego miré a Elster. No se movía, continuaba con la mano abierta, bajo el pañuelo. Dejándola atrás, a ella. Oímos el ruido del rotor perderse gradualmente en la distancia. Se limpió la porquería de la mano y luego arrugó el pañuelo y lo dejó caer en la alfombrilla entre sus pies.
Proseguimos en silencio detrás de una lancha remolcada por una camioneta negra. Recordé su observación sobre la materia y el ser, aquellas largas noches en la plataforma, medio aplastados, él y yo, la trascendencia, el paroxismo, el fin de la consciencia humana. Todo ello parecía un eco muerto ahora. El punto omega. A un millón de años. El punto omega se ha estrechado, aquí y ahora, es la punta de una navaja mientras penetra en el cuerpo. Todos los grandes temas de este hombre reducidos por un embudo de dolor localizado, un cuerpo, por ahí, en algún sitio, o no.
Pasamos entre pinares y a lo largo de un lago, pájaros pequeños sobrevolando el agua a baja altura. Iba con los ojos cerrados y su respiración era un zumbido nasal en tono bajo. Traté de pensar en el futuro, semanas y meses desconocidos por delante, y me di cuenta de qué se había mantenido al margen del pensamiento hasta ahora. Era la película. Recordé la película. Aquí está otra vez, el hombre y la pared, el rostro y los ojos, pero no otra cabeza parlante. En el cine el rostro es el alma. El hombre es un alma atribulada, como en Dreyer o en Bergman, un personaje deficiente en un drama de cámara, justificando su guerra y condenando a los hombres que la hicieron. Ya nunca llegaría a ser, ni un solo fotograma. Elster no tendría la firmeza de voluntad ni el mero corazón suficientes para ello y yo tampoco. La historia estaba aquí, no en Iraq ni en Washington, y la estábamos dejando atrás y llevándola con nosotros a la vez.
El camino empezó a bajar hacia la autopista. Él iba atado como un niño pequeño, durmiendo. Pensé en el aeropuerto, el equipaje, buscarle una silla de ruedas. Pensé en los humores medievales. Me quedé mirándolo, cotejándolo.
Ahí estábamos, saliendo de un cielo vacío. Un hombre más allá de saber o no saber. El otro sabiendo solamente que llevaría algo consigo a partir de este día, una inmovilidad, una distancia, y que se vio a sí mismo en el concurrido loft de otra persona, donde coloca la mano en la áspera superficie de una vieja pared de ladrillo y cierra los ojos y escucha.
Pronto estuvimos circulando en dirección oeste, coches y camiones en racimos, tráfico traqueteante, cuatro carriles, y sonó mi móvil. Dejé pasar un momento, me lo desenganché de la cadera y dije sí. Sin respuesta. Dije sí, mirando la pantalla, NÚMERO OCULTO. Dije sí, diga, elevando la voz. Sin respuesta. Miré a Elster. Ahora tenía los ojos abiertos, con la cabeza vuelta hacia mí, más alerta que nunca durante la semana anterior. Dije sí y miré la pantalla. NÚMERO OCULTO. Accioné el apagado y volví a guardar el teléfono en el estuche enganchado a mi cinturón.
Odiaba conducir en autopista, tráfico más denso ahora, coches zigzagueando entre carriles. Mantuve los ojos en la carretera. No quería mirarlo a él, no quería oír preguntas ni especulaciones. Iba pensando seis cosas a la vez. La madre. Recordó el nombre del chico mientras dormía. Pensaba que alguien me estaría devolviendo la llamada. Eso era todo, todo lo que podía ser, alguien a quien conocía me estaba devolviendo la llamada de anoche o de esta mañana, amigo, colega, casero, señal débil, transmisión fallida. ¿Qué quería decir? Quería decir que pronto estaría sucediendo la ciudad, el Nueva York sin pausa, rostros, lenguajes, andamios por todas partes, el raudal de taxis a las cuatro de la tarde, con las señales de libre encendidas.
Pensé en mi apartamento, lo lejano que me parecería incluso cuando estuviera entrando por la puerta. Mi vida de un vistazo, todo incluido, música, película, libros, la cama y la mesa de trabajo, los cercos de esmalte chamuscado en torno a los quemadores de la cocina. Pensé en el teléfono sonando al entrar yo.