Cada momento perdido es la vida. Es incognoscible, excepto para nosotros mismos, cada uno de nosotros inexpresablemente, este hombre, esta mujer. La infancia es vida perdida y reclamada segundo por segundo, dijo. Dos niños solos en una habitación, muy tenuemente iluminada, gemelos, ríen. Treinta años más tarde, uno en Chicago, el otro en Hong Kong, son el desenlace de ese momento.
Un momento, un pensamiento, que está y ya no está, cada uno de nosotros, en una calle de algún lugar, y eso es todo. Me pregunté qué querría decir con todo. Es lo que llamamos yo, la verdadera vida, dijo él, el ser esencial. Es el yo en el blando revolcadero de lo que sabe, y lo que sabe es que no vivirá para siempre.
Me veía los créditos, todos ellos, cuando iba al cine. Era una práctica que actuaba contra la intuición y el sentido común. Tenía yo entonces veintipocos años, carecía de afiliación en todos los aspectos, y nunca me levantaba de la butaca hasta que hubiera pasado el elenco completo de nombres y títulos. Los títulos eran un lenguaje procedente de alguna guerra antigua. Maestro armero, pistola, maquinista, regidor. Me sentía obligado a seguir en mi butaca leyendo. Tenía la sensación de estar rindiéndome ante alguna deficiencia moral. El caso más grave se produjo tras el plano final de una importante producción de Hollywood cuando los créditos empezaron a pasar, proceso que se prolongó durante cinco, diez, quince minutos y que incluía cientos de nombres, un millar de nombres. Era la decadencia y caída, un espectáculo de exceso casi igual que la propia película, pero yo no quería que terminase.
Era parte de la experiencia, todo contaba, absórbelo, sopórtalo, conductor especialista, decoración de plato, pagador de nóminas. Leí los nombres, todos ellos, casi todos ellos, personas reales, quiénes eran, por qué tantos, nombres que me acechaban en la oscuridad. Para cuando terminaron los créditos me había quedado solo en el cine, quizá hubiera alguna anciana sentada por ahí, una viuda a quien sus hijos no llamaran nunca. Dejé de hacerlo cuando empecé a trabajar en la industria, sin pensar en ella como industria. Era cine, sólo eso, y yo estaba decidido a hacerlo, una película. Un film. Ein Film.
Aquí, con ellos, no echaba de menos el cine. El paisaje empezó a parecerme normal, la distancia era normal, el calor era climatología y la climatología era calor. Empecé a comprender lo que quería decir Elster cuando afirmaba que el tiempo aquí es ciego. Más allá de los matorrales y de los cactus locales, sólo olas de espacio, un trueno distante de vez en cuando, la espera de la lluvia, la mirada, pasadas las colinas, hasta una cadena de montaña que ayer estaba aquí y que hoy se pierde en cielos sin vida.
—Calor.
—Cierto —dijo Jessie.
—Di la palabra.
—Calor.
—Siente cómo pulsa hasta metérsete dentro.
—Calor —dijo ella.
Estaba sentada al sol, era la primera vez que la veía hacer tal cosa, vestida como siempre, vaqueros arremangados hasta las pantorrillas ahora, camisa hasta los codos, y yo permanecía a la sombra, mirándola.
—Te va a costar la vida.
—¿Qué?
—Estar ahí sentada al sol.
—¿Qué otra cosa puede hacer uno aquí?
—Quedarte dentro y planificar tu jornada.
—Sí, pero ¿dónde estamos? —dijo ella—. Ni eso sé.
Yo no utilizaba el móvil y apenas tocaba el portátil. Empecé a encontrarlos débiles, por rápidos que fueran y por mucho alcance que tuvieran, artilugios abrumados por el paisaje. Jessie intentaba leer ciencia ficción pero nada de lo que llevaba leído por ahora encajaba ni poco ni mucho con la vida normal en este planeta, dijo, por pura y simple inimaginabilidad. Su padre descubrió dos mancuernas en un armario, tres o cuatro kilos cada una, fabricadas en Austria. ¿Cuánto tiempo llevaban aquí? ¿Cómo llegaron? ¿Quién las utilizaba? Él se puso a usarlas ahora, levantándolas y respirando, primero un brazo, luego el otro, arriba y abajo, emitiendo un sonido como de hombre en mitad de una estrangulación controlada, asfixiándose autoeróticamente.
¿Qué hacía yo? Llenaba la nevera de poliestireno con bolsas de hielo y botellas de agua y me iba por ahí a circular sin rumbo, oyendo cintas de cantantes de blues. Le escribí una carta a mi mujer y luego intenté decidir si enviársela o hacerla pedazos o esperar un par de días y volver a escribirla y enviarla o hacerla pedazos. Lanzaba cáscaras de plátano desde la plataforma, para que se las comieran los animales y dejé de contar los días transcurridos desde mi llegada, unos veintidós más o menos.
En la cocina me dijo: «Sé lo de tu matrimonio. Erais de los matrimonios que se cuentan todo. Tú le contabas todo a ella. Te miro y lo veo en tu cara. Es lo peor que se puede hacer en un matrimonio. Contarle todo lo que sientes, todo lo que haces. Por eso piensa ella que estás loco.»
Durante la cena, ante una nueva tortilla, ondeó el tenedor y dijo: «Como comprenderás, no es cuestión de estrategia. No hablo de secretos ni de engaños. Hablo de ser tú mismo. Si lo revelas todo, si desnudas todos tus sentimientos, pidiendo comprensión, pierdes algo fundamental para tu noción de ti mismo. Necesitas saber cosas que los demás no saben. Lo que los demás no saben es lo que te permite conocerte a ti mismo.»
Jessie rotaba los vasos y los platos en el armario, para que no usáramos siempre los mismos, descuidando los demás. Lo hacía en periódicos arranques de energía, posesa, elaborando una disposición sistemática en el fregadero, en el escurridor y en las repisas. Su padre la alentaba. Secaba los platos y se quedaba mirándola mientras ella los iba colocando, cada uno en su ranura. Jessie estaba en funcionamiento, estaba ayudando en la casa y lo hacía en grado extremo, lo cual era bueno, lo cual era estupendo, decía él, porque qué sentido puede tener el hecho de fregar los platos si no te empuja a ello algo que rebase la mera necesidad.
Le dijo: «Antes de marcharte, quiero que veas un carnero cimarrón.»
Ella se quedó con la boca abierta y adelantó los brazos con las palmas abiertas, como preguntando a qué viene esto, qué he hecho yo para merecer esto, los ojos como platos, atónita niña de historieta gráfica.
Por la noche habló de las galerías de arte de Chelsea.
Visitaba las galerías con una amiga llamada Alice. Dijo que Alice era menos profunda que una moneda de diez centavos. Dijo que recorrían la larga calle escogiendo galerías al azar y mirando lo expuesto y luego volvían a bajar la calle y doblaban la esquina y tomaban por la calle siguiente, hablando y mirando, y un día se le ocurrió algo inexplicable. Hagamos lo mismo, subamos y bajemos las mismas calles, pero sin entrar en las galerías. Alice dijo sí como al instante. Lo hicieron y resultó tranquilamente emocionante, dijo, era como la mejor idea que se les había ocurrido en la vida. Bajar por esas calles más bien vacías entre semana y dejar de lado tácitamente el arte y luego cambiar de acera y subir por el otro lado de la misma calle y doblar la esquina y tomar por la calle siguiente y bajar la calle siguiente y cambiar de acera y subir por la misma calle. Bajar y luego subir y luego pasar a la calle siguiente, una y otra vez, sólo hablar y caminar. Francamente, la experiencia se hacía más profunda, dijo, mejoraba, resultaba más agradecida, una calle tras otra.
Por la noche permaneció al borde de la plataforma, vuelta hacia la oscuridad, con las manos en la barandilla.
Era una postura casi estudiada, impropia de ella, y me puse en pie, sin saber muy bien por qué, me puse en pie y me quedé mirándola. La luz del dormitorio de Elster aún estaba encendida. Pensé que me habría gustado que ella se volviese y me viera ahí parado. Si decía algo, se daría cuenta de que estaba de pie. La procedencia de la voz le indicaría que estaba de pie y se preguntaría por qué y a continuación se volvería a mirarme. Así sabría qué podía querer ella, por el modo de darse la vuelta, por la expresión de su rostro, o lo que yo podía querer. Porque tenía que ser avispado, andarme con tiento. Éramos tres quienes aquí estábamos solos y yo era el del medio, el conflictivo en potencia, el jodido aguafiestas de la familia.
Cuando se apagó la luz del dormitorio de Elster me di cuenta de la inocente inversión que el momento representaba, un chico y una chica adolescentes de otra época esperando que los padres de ella se vayan a la cama, salvo por el detalle de que los padres estaban divorciados y amargados y la madre se había ido a la cama hacía tres horas, hora del Este, y no sola seguramente.
Le pedí que viniera a sentarse conmigo. Utilicé estas palabras, siéntate conmigo. Ella cruzó la plataforma y permanecimos un rato sentados. Dijo que había estado acordándose de una pareja de ancianos a quienes había llevado a los médicos y ayudado alguna vez. Veían la televisión durante el día y la mujer no dejaba de mirar al marido para comprobar cómo reaccionaba a lo que decían o hacían los de la pantalla. Pero él no tenía reacción, nunca tuvo reacción, nunca se daba cuenta siquiera de que ella la observaba, y Jessie pensó que aquello era el largo espectáculo del matrimonio, entero, gota a gota, una cabeza que se vuelve, la otra que no se entera. Perdían cosas todo el tiempo y se pasaban horas y luego días tratando de encontrarlas, el misterio de los objetos que desaparecen, gafas, plumas fuente, papeles de Hacienda, llaves por supuesto, zapatos, un zapato, ambos zapatos, y a Jessie le gustaba buscar, se le daba bien, los tres dando vueltas por la casa hablando, buscando, tratando de reconstruir los hechos. La pareja utilizaba viejas plumas fuente, con tinta de verdad. Eran gente agradable, no asquerosamente ricos, perdiendo cosas, colocándolas fuera de su sitio, dejándolas caer. Se les caían las cucharas, se les caían los libros, perdían los cepillos de dientes. Perdieron un cuadro de una gloria viva de la pintura norteamericana y Jessie lo encontró arrinconado en un armario. Luego observó cómo la mujer miraba al marido para captar su reacción y fue consciente de que había pasado a formar parte del ritual, una que mira a la otra mirar al otro.
Eran todo lo normales que se puede ser sin dejar de ser normal, dijo. Un poco más normales y habrían resultado peligrosos.
Alargué el brazo y le cogí la mano, sin saber por qué. Me gustaba imaginarla con todos aquellos ancianos, tres inocentes registrando la casa durante horas. Me dejó hacer, sin dar ninguna señal de haberlo notado. Era parte de su asimetría, la mano fláccida, el rostro sin expresión, y ello no me llevaba necesariamente a pensar que el momento pudiera extenderse hasta incluir otros gestos, más íntimos. Estaba sentada junto a uno cualquiera, hablando por mediación mía con la mujer del sari en el autobús que cruza la ciudad de punta a punta, con la recepcionista de la consulta del médico.
Nada de esto importaba cuando la luz del padre se encendió. No supe cómo soltarle la mano sin sentirme ridículo. El movimiento tenía que ser estratégico, no táctico, tenía que ser de cuerpo entero, y me levanté y me acerqué a la barandilla, la mano detalle incidental. Él salió arrastrando los pies y pasó a mi lado, pijama con olor a viejo, cuerpo viejo, el dormitorio, las sábanas, su muy confiable olor siguiéndole el rastro hasta su sillón.
—¿Quiere usted una copa?
—Whisky, solo —dijo él.
Desde el interior me llegó el ruido de la puerta mosquitera abriéndose y cerrándose, y vi a Jessie cruzar el cuarto de estar y seguir por el pasillo, final de la noche, una de las cien veces que la había entrevisto o que me había cruzado con ella o entrado cuando salía, una pequeña vida entera de no encuentros, como una hermana cuando está creciendo, sólo que ahora produciendo estática, una aleatoria agitación del aire.
Volví a la plataforma con su whisky, vodka para mí, un cubito de hielo, vasta noche, luna en tránsito. Cuando era pequeña, dijo, y yo esperé mientras bebía un sorbo de su vaso. Tenía que tocarse el brazo o la cara para saber quién era. Pasaba pocas veces pero pasaba, dijo. Se llevaba la mano al rostro. Ésta es Jessica. Su cuerpo no estaba ahí hasta que no lo tocaba. Ahora no se acuerda, era pequeña, médicos, pruebas, su madre le daba un pellizco, la menor de las reacciones. No era de esos niños que necesitan amigos imaginarios. Era imaginaria para sí misma.
No hablamos entonces de nada especial, cuestiones de menaje, una visita al pueblo, pero ciertos temas susurraban en los márgenes. El amor del padre, ése era uno de ellos, y la vida embarrancada del otro hombre, y la joven que no quería estar aquí, y otras cuestiones también, implícitas, la guerra, su papel en ella, mi película.
Dije: «La cámara en su trípode. Yo me siento al lado. Usted me mira a mí, no a la cámara. Empleo luz ambiental. ¿Hay ruido de la calle? No nos importa. Es una filmación primate. El alba de la humanidad.»
Una leve sonrisa. Sabía que estaba hablando por hablar. El motivo para estar aquí empezaba a desvanecerse. Estaba aquí, sencillamente, hablando por hablar. Quería perder la noción de volver allí, a la responsabilidad, a las antiguas aflicciones, a la quemazón de emprender algo que no llevaría a ninguna parte. ¿Cuántos principios hacen falta para que uno empiece a ver las mentiras en su propia emoción? Un día sin tardanza nuestra conversación, la de él y la mía, será como la de ella, meras palabras, autónomas, sin referente. Estaremos aquí como están aquí las moscas y los ratones, localizados, viendo y sabiendo solamente lo que nuestra escasa naturaleza nos permita. Un idilio opaco en las llanuras del verano.
«La caída del tiempo. Eso es lo que noto aquí», dijo. «El tiempo haciéndose lentamente viejo. Enormemente viejo. No por días. Éste es un tiempo profundo, que hace época. Nuestras vidas que se alejan, perdiéndose en el largo pasado. Eso es lo que hay fuera. El desierto del Pleistoceno, la norma de la extinción.»
Pensé en Jessie durmiendo. Cerraba los ojos y se esfumaba, es una de sus virtudes, pensé, cae en el sueño inmediato. Todas las noches igual. Duerme de lado, ovillada, embrionaria, respirando apenas.
—La consciencia se acumula. Empieza a reflejarse en sí misma. Hay algo en ello que se me antoja matemático. Hay casi una ley matemática o física con la que aún no hemos dado, según la cual la mente trasciende en todas direcciones hacia adentro. El punto omega —dijo—. Sea cual sea el significado que se otorgue al término, si alguno tiene, si no es un supuesto de lenguaje que se abre camino con esfuerzo hacia una idea exterior a nuestra experiencia.
—¿Qué idea?
—Qué idea. El paroxismo. Una sublime transformación de la mente y del alma o alguna convulsión mundana. Queremos que ocurra.
—Usted considera que queremos que ocurra.
—Queremos que ocurra. Algún paroxismo.
Le gustaba la palabra. La dejamos ahí colgada.
—Piénsalo. Nos expulsamos completamente del ser. Piedras. Suponiendo que no tengan ser. Suponiendo que no haya algún desplazamiento profundamente místico que ponga el ser en una piedra.
Nuestros dormitorios, el de ella y el mío, tenían una pared común, y me imaginé tendido en la cama, en estado de percepción superficial, medio alucinatoria, hay una palabra para ello, y traté de pensar la palabra en dos niveles, aquí sentado en la plataforma y allí tumbado en la cama, hipnagógico, eso era, y con Jessie a un metro de distancia, soñando serenamente.
—Ya vale por esta noche —dijo él—. Más que suficiente.
Parecía estar buscando un sitio en que dejar el vaso. Se lo cogí y me quedé observándolo mientras entraba en la casa, y luego no tardó en encenderse la luz de su dormitorio.
O completamente despiertos, imposible dormir, ambos, y ella está acostada de espaldas, con las piernas separadas, y yo estoy incorporado, fumando aunque lleve cinco años sin un cigarrillo, y ella lleva puesto lo que sea que se ponga para meterse en la cama, una camiseta hasta los muslos.
Seguía con el vaso de Elster en la mano. Lo puse en el suelo de la plataforma y terminé el mío, despacio, y luego lo coloqué en el suelo junto al otro. Entré en la casa y apagué un par de luces y luego me quedé delante de su puerta. Había espacio entre la puerta y el umbral, y abrí la puerta y permanecí allí, esperando que la oscuridad se ablandara hasta el punto de permitirme ver las formas. Luego allí estaba ella, en la cama, pero me llevó algún tiempo darme cuenta de que me estaba mirando. Estaba bajo la sábana mirándome directamente y luego se dio la vuelta y se puso de cara a la pared opuesta, subiéndose la sábana hasta el mentón.
Pasó otro momento antes de que devolviera la puerta a su posición original. Volví a salir y permanecí un rato ante la barandilla. Luego ajusté al máximo el sillón reclinable y me repantigué con los ojos cerrados, las manos en el pecho, y traté de sentirme nadie en ningún sitio, una sombra que forma parte de la noche.
Elster conducía en hosco silencio. Era lo habitual. Incluso sin tráfico, había fuerzas acumuladas en oposición, dependiendo del día y del momento —las condiciones de la carretera, la amenaza de lluvia, la noche a punto de caer, otras personas en el vehículo, el propio vehículo—. El GPS funcionaba bien, avisaba cuando había que torcer, confirmando los detalles de pasadas experiencias. Cuando venía Jessie, tumbada a todo lo ancho del asiento trasero, él trataba de escuchar lo que dijese y el esfuerzo lo hacía encorvarse sobre el volante en tensa concentración. A ella le gustaba leer las señales viarias en voz alta. Área restringida, Área de avenidas de agua, Teléfono de urgencia, Peligro de derrumbe durante diez kilómetros. Íbamos él y yo solos esta vez, al pueblo a comprar comestibles. No quería que yo condujera, no se fiaba de los demás al volante, los demás no eran él.
En el mercado fue desplazándose por las estanterías, eligiendo cosas y echándolas en un cesto. Yo hice lo mismo, nos repartimos la tienda, yendo con rapidez y eficacia y cruzándonos de vez en cuando en algún pasillo, evitando el contacto ocular.
A la vuelta me quedé absorto en los garabatos de alquitrán de las reparaciones en el camino asfaltado. Iba amodorrado, mirando hacia delante, y pronto las salpicaduras en el parabrisas se hicieron más interesantes aún que el alquitrán. Cuando salimos de la pista y empezamos a circular sobre gravilla, redujo drásticamente la velocidad y el blando balanceo casi me dejó dormido. No llevaba puesto el cinturón de seguridad. Él solía decir «cinturón de seguridad» nada más arrancar el vehículo. Me enderecé en el asiento y mecí los hombros. Miré la arena que tenía en las uñas. La norma del cinturón de seguridad era por Jessie, pero ella no siempre la cumplía, pasamos por una rambla angosta y me vinieron ganas de emprenderla a golpes con el salpicadero, como un tantán, para que me bombeara la sangre. Pero me limité a cerrar los ojos y seguir ahí sentado, en ningún sitio, escuchando.
Cuando regresamos a la casa Jessie no estaba.
La llamó desde la cocina. Luego recorrió la casa buscándola. Quise decirle que se había ido a dar un paseo. Pero habría sonado falso. No era algo que hiciera estando aquí. No lo había hecho desde su llegada. Dejé la compra en la encimera de la cocina y salí a inspeccionar el área inmediata, abriéndome paso por arbustos espinosos y agachándome a mirar entre los troncos de mezquite. No sabía muy bien qué estaba buscando. Mi coche alquilado seguía donde yo lo había dejado. Miré el interior del coche y luego traté de detectar huellas recientes de neumático en la zona arenosa por la que se llegaba a la casa y luego ambos permanecimos en la plataforma observando fijamente lo inmóvil.
Era difícil pensar claramente. La enormidad, toda aquella extensión vacía. Jessie aparecía una y otra vez en algún campo interno de visión, indistinta, como algo que me hubiera olvidado de decir o hacer.
Volvimos a entrar en la casa y miramos con más atención, cuarto por cuarto, localizando su maleta, registrando su armario, abriendo cajones de la cómoda. Apenas hablábamos, no hacíamos conjeturas de cómo ni dónde. Elster hablaba, pero no a mí, unos cuantos refunfuños perplejos sobre la condición impredecible de Jessie. Fui por el pasillo hasta el cuarto de baño que ella y yo compartíamos. La bolsa de aseo en el alféizar de la ventana. Ninguna nota pegada al espejo. Corrí las cortinas de la ducha, haciendo más ruido del que habría querido hacer.
Luego pensé en el cobertizo, que nos habíamos olvidado del cobertizo. Experimenté un extraño regocijo irreflexivo. Se lo dije a Elster. El cobertizo.
Había sido la primera vez que íbamos a algún sitio sin ella. No había querido acompañarnos pero tendríamos que haberle dicho algo, y su padre lo hizo, pero tendríamos que haberle insistido, tendríamos que haber sido inflexibles.
Bueno, no era imposible, un largo paseo. El calor había disminuido durante los últimos días, había nubes, incluso ráfagas de aire.
Quizá no quisiera pasar un solo minuto más en este sitio y se hubiera acercado andando hasta la carretera más cercana, con la esperanza de que alguien la recogiera. Era difícil de creer que le pareciera posible llegar a San Diego y luego tomar un vuelo a Nueva York, sin llevar nada encima, al parecer, ni una cartera. La cartera estaba en su tocador, con unos cuantos billetes y monedas dispersos a su alrededor, con las tarjetas de crédito en su ranura.
Me detuve delante del cobertizo. Cien años de basura, eso es lo que vi, cristal, harapos, metal, madera, sola aquí, la habíamos dejado sola, y la sensación en el cuerpo, la pura mortalidad en mis brazos y hombros, no saber qué decirle a él, y la posibilidad, la débil presunción de que estuviéramos en la plataforma bajo la luz menguante y llegara ella por el sendero de arena y nosotros apenas pudiéramos creer lo que estábamos viendo, él y yo, y sólo nos llevaría un momento olvidar las horas recientes y nos sentaríamos a la mesa para la cena y seríamos las personas que siempre habíamos sido.
Él estaba dentro de la casa, en el sofá, muy inclinado hacia delante y hablándole al suelo.
—Traté de que viniera conmigo. Le hablé. Tú me oíste. Dijo que no se sentía bien. Dolor de cabeza. A veces le duele la cabeza. Quería quedarse y echar un sueñecito. Le di una aspirina. Le llevé una aspirina y un vaso de agua. Vi cómo se tragaba la puñetera pastilla.
Parecía que intentaba convencerse de que todo había ocurrido como él lo contaba.
—Hay que llamar.
—Hay que llamar —dijo—. Pero van a decirnos que es demasiado pronto. No hace más de un par de horas que se fue.
—Deben de estar todo el tiempo recibiendo llamadas por excursionistas perdidos. Siempre hay alguien que no aparece. Aquí, en esta época del año, sea cual sea la situación, tienen que entrar en acción rápidamente —dije yo.
No teníamos más teléfonos que los móviles, la conexión más rápida que se nos ofrecía para solicitar cualquier tipo de ayuda. Elster tenía un mapa de la zona con números que había anotado para el guarda, la oficina del sheriff y los vigilantes del parque. Yo cogí los dos teléfonos y arranqué el mapa de la pared de la cocina.
Contestó un hombre en el cuartelillo de los vigilantes. Le di el nombre, la descripción, el emplazamiento aproximado de la casa de Elster. Expliqué las circunstancias de Jessie, que no era ninguna senderista ni aficionada al ciclismo de montaña, que no conducía, que no estaba preparada para aguantar la intemperie ni siquiera por un breve espacio de tiempo. El hombre me contestó que era un voluntario y que trataría de localizar al jefe, que estaba en una expedición de búsqueda de unos mexicanos a quienes habían pasado por la frontera para luego dejarlos abandonados sin comida ni agua. Había aviones de búsqueda, perros rastreadores, GPS portátiles y muchas veces trabajaban de noche. Estarían atentos, dijo.
Elster seguía en el sofá, con el teléfono al lado. En la oficina del sheriff no contestaba nadie, había dejado un mensaje. Quería llamar al guarda ahora, alguien que conociese la zona, y yo traté de recordarlo con claridad, el rostro manchado por el sol y el viento, los ojos muy juntos. Si Jessie ha sido víctima de un crimen, pensé, me gustaría saber dónde estaba ése, mientras.
Elster llamó, el teléfono sonó más de diez veces.
Acabé de colocar lo que habíamos comprado. Traté de concentrarme en ello, dónde va cada cosa, pero los objetos parecían transparentes, veía a través de ellos, pensaba a través de ellos. Él estaba fuera de nuevo en la plataforma. Recorrí la casa una vez más, en busca de una indicación, un indicio de intención. El impacto se había ido acumulando desde el primer momento, difícil de asimilar. No quería plantarme ahí fuera y permanecer a su lado vigilando. El miedo se hacía más profundo en su presencia, la premonición. Pero pasado un rato vertí whisky sobre hielo en un vaso alto y se lo llevé y en seguida la noche nos rodeó por doquier.