2

Una gran lluvia vino y borró las montañas, demasiado fuerte para pensar con ella encima, dejándonos sin nada que decir. Permanecimos de pie en el acceso a la plataforma, a cubierto, los tres, mirando y escuchando, mundo a flote en la inundación. Jessie se abrazaba con fuerza, cada mano tensa aferrada al hombro opuesto. El aire era cortante y venía cargado y cuando cesó la lluvia, en unos minutos, volvimos al cuarto de estar y hablamos de lo que estábamos hablando cuando se abrieron las compuertas del cielo.

Durante los primeros días pensé en ella como la Hija. La posesividad de Elster, su modo de cerrar el espacio, me hacían difícil situarla aparte, hallar en ella una semblanza de ser independiente. La quería cerca de él todo el tiempo. Cuando decía algo dirigido a mí, siempre la incluía a ella, la atraía con la mirada o con un gesto. Sus ojos mostraban un brillo acucioso que no era tan insólito, padre mirando a su hija, pero que parecía tener el efecto de sofocar toda respuesta, o quizá fuese que ella no tuviera interés en darla.

Era pálida y delgada, unos veinticinco años, desmañada, con el rostro suave, no carnoso sino redondeado y tranquilo, y parecía pendiente de alguna presencia interior. Según su padre, oía las palabras desde dentro de las palabras. No le pregunté qué quería decir con eso. Era su trabajo, decir cosas así.

Llevaba vaqueros y zapatillas deportivas, igual que yo, y una camisa muy holgada, y era alguien con quien hablar, lo cual ayudaba a pasar el día. Dijo que vivía con su madre en el Upper East Side, un apartamento que descartó como tema encogiéndose de hombros. Trabajaba de voluntaria con ancianos, haciéndoles la compra, llevándolos al médico. Tenían como cinco médicos cada uno, dijo, y a ella no le importaba sentarse en la sala de espera, le gustaban las salas de espera, le gustaban los porteros llamando taxis, los hombres de uniforme, era lo único de uniforme que se puede ver en un día normal porque los policías más bien permanecían agazapados en sus coches.

Esperé que me preguntara dónde vivía yo, cómo vivía, con quién, algo. Quizá la hiciera interesante, ese no preguntar.

Dije:

—Tenía un estudio en Queens, por ahí. Primero podía permitírmelo, y luego dejé de poder. Trabajo en mi apartamento, que está más o menos en Chinatown. Pongo en marcha proyectos, hablo con la gente, pienso otros proyectos. ¿De dónde me va a venir el dinero? Pienso en el financiamiento del déficit, no sé muy bien qué quiere decir. Pienso en un fondo de dividendos, en moneda extranjera, en fondos de inversión libre. Cada proyecto se convierte en una obsesión, porque si no para qué. El de ahora es éste, tu padre. Sé que es la persona adecuada y tengo la impresión de que él también lo sabe. Pero no consigo que me dé una respuesta. Sí, no, quizá, nunca, en algún otro momento. Yo miro al cielo y me pregunto: ¿qué puñetas estoy haciendo aquí?

—Compañía —dijo ella—. Le resulta físicamente imposible estar solo.

—Odia estar solo, pero también viene aquí porque no hay nada, ni nadie. Dice que los demás son un conflicto.

—No quienes elige para estar con él. Unos cuantos alumnos, en todos estos años, y luego está mi afortunada persona, y luego en tiempos remotos mi madre. Tiene dos hijos de su primera mujer. Hundimiento y Ruina, los llama. Ni se te pase por la cabeza sacarle el tema de los hijos.

Casi todo el tiempo hablábamos de nada, ella y yo. No teníamos nada en común, al parecer, pero no dejábamos de capturar temas al vuelo. Dijo que le entraba una especie de confusión cuando ponía el pie en una escalera mecánica parada. Le ocurrió en el aeropuerto de San Diego, donde su padre fue a recogerla. Se metió en una escalera mecánica que no estaba en funcionamiento y no logró ajustarse a ello, tuvo que prestar especial atención para ir subiendo los escalones y le resultó muy difícil porque seguía esperando que se pusieran en movimiento, y era como si anduviera a medias, con la sensación de no ir a ninguna parte, porque los escalones no se movían.

No conducía porque no era capaz de accionar los mandos con las manos y los pies al mismo tiempo. Una de las personas a cuyo cuidado contribuía acababa de morir de algo múltiple. Su madre hablaba ruso por teléfono, ventisqueros de ruso día y noche. Le gustaba el invierno, los campos nevados en el parque, pero no se adentraba mucho, las ardillas en invierno pueden tener rabia.

Me gustaban esas charlas, eran tranquilas, con una rara profundidad en cada observación suelta que Jessie hacía. A veces me quedaba mirándola en espera, no sé, de que me devolviera la mirada, de que diera alguna muestra de encontrarse incómoda. Tenía unos rasgos normales, ojos castaños, pelo castaño que se peinaba hacia atrás por encima de las orejas. Había algo que decidía ella misma en su aspecto, una insipidez que parecía voluntaria. Era una elección que había hecho, tener ese aspecto, o eso fue lo que me dije. La suya era otra vida, ni por asomo cercana a la mía, y me ofrecía un alivio de la permanente autoprospección de mi tiempo aquí y también una especie de contrapeso al dominio que su padre ejercía sobre mi futuro inmediato.

Elster en pijama vino arrastrándose desde su dormitorio para unirse a nosotros en la plataforma, descalzo, con la jarra de café en la mano. Miró a Jessie y luego sonrió, dando la impresión de recordar en su aturdimiento que había algo que quería hacer. Quería sonreír.

Se instaló en un sillón, hablando despacio, voz débil y achicharrada, mala noche, mañana tempranera.

—Antes de dormirme, por fin, estaba pensando en cuando era pequeño y trataba de imaginarme el fin de siglo y qué maravilla iba a ser aquello y calculaba cuántos años tendría cuando terminara el siglo, años, meses, días, y ahora mira, increíble, aquí estamos… Ya hemos entrado seis años en el otro siglo y me doy cuenta de que sigo siendo el mismo chico delgaducho, viviendo a la sombra de su presencia, no piso las rendijas de las aceras, no por superstición, sino como prueba, como disciplina, sigo haciéndolo. ¿Qué más? Se muerde el pellejo del dedo gordo, siempre del derecho, sigo haciéndolo, un trozo suelto de piel muerta, así es como sé quién soy.

Una vez miré en el botiquín de su cuarto de baño. No me hizo falta abrirlo, no tenía puerta. Hileras de frascos, tubos, cajas de pastillas, casi tres estanterías enteras, y unos cuantos frascos más, uno de ellos sin tapón, encima de la cisterna del váter, y varios prospectos sueltos encima de una banqueta, desdoblados, mostrando sus pequeños caracteres de aviso impreso.

—No mis libros, ni las conferencias, ni las conversaciones, nada de eso. El puñetero padrastro, la piel muerta, ahí es donde estoy, mi vida, de entonces a ahora. Hablo en sueños, siempre lo hice, ya me lo dijo mi madre en aquel entonces y no necesito que nadie me lo diga ahora, lo sé, lo oigo, y esto es lo más significativo, alguien debería estudiar lo que la gente dice en sueños, ya lo habrán hecho seguramente, algún paralingüista, porque tiene más significado que las mil cartas personales que un hombre puede escribir en toda su vida y también es literatura.

No todo eran fármacos, pero sí casi todo, y todo era Elster. Las lociones, los comprimidos, las cápsulas, los supositorios, las cremas y los geles y las botellas y los tubos contenedores y las etiquetas y los folletos y las pegatinas con el precio… todo ello era Elster, vulnerable, y quizá hubiera cierta degradación moral en mi presencia en la habitación pero no me sentía culpable, sólo concentrado en conocer al hombre y todos aquellos accesorios del ser, los agentes de los desplazamientos de humor, los agentes formadores de los hábitos que nadie ve ni trata de imaginar. No era que aquellas cosas fuesen aspectos serios de la vida verdadera a que él gustaba de referirse, los pensamientos perdidos, los recuerdos que abarcaban decenios, la piel muerta del pulgar. Y sin embargo, en cierto modo, ahí estaba él, en su botiquín, el propio hombre, marcado claramente en gotas, cucharaditas y miligramos.

—Mirad todo esto —dijo, sin mirarlo él, el paisaje y el cielo, que acababa de señalarnos con un barrido hacia atrás del brazo.

Tampoco nosotros lo miramos.

—El día acaba convirtiéndose en noche pero es una cuestión de luz y oscuridad, no de tiempo que pasa, no de tiempo mortal. No hay el terror de costumbre. Es diferente aquí, el tiempo es enorme, eso es lo que percibo aquí, palpablemente. El tiempo que nos precede y nos sobrevive.

Empezaba a acostumbrarme a ello, a la escala de su discurso, largos decenios de reflexión y palabras sobre asuntos trascendentales. En este caso concreto le estaba hablando a Jessie, llevaba hablándole a Jessie desde el principio, inclinado hacia delante en su sillón.

Ella dijo:

—El terror de costumbre. ¿Cuál es el terror de costumbre?

—Aquí no pasa, la apreciación minuto por minuto, lo que percibo en las ciudades.

—Está todo incrustado, las horas y los minutos, palabras y números por doquier —dijo—, estaciones de ferrocarril, rutas de autobús, taxímetros, cámaras de vigilancia. Todo consiste en el tiempo, tiempo tonto, tiempo inferior, la gente mirando el reloj y otros artilugios, otros recordatorios. Esto es el tiempo que se vacía de nuestras vidas. Las ciudades se construyeron para medir el tiempo, para apartar el tiempo de la naturaleza. Hay una interminable cuenta atrás. Cuando retiras todas las superficies, cuando miras dentro, lo que queda es el terror. Esto es lo que se supone que la literatura debe curar. Los poemas épicos, los cuentos para dormir.

—Las películas —dije yo.

Él se quedó mirándome.

—El hombre contra la pared.

—Sí —dije yo.

—Cara a la pared.

—No, no como a un enemigo, sino como una especie de visión, un fantasma de los consejos de guerra, alguien con libertad para decir lo que quiere, cosas nunca dichas, cosas confidenciales, valoraciones, condenas, divagaciones. Lo que usted diga será la película, usted es la película, usted habla, yo filmo. Sin cuadros, sin mapas, sin información de base. El rostro y los ojos, en blanco y negro, eso es la película.

Él dijo:

—De cara a la pared, hijos de la gran puta —y me miró con dureza—. Salvo que los sesenta hace ya mucho tiempo que terminaron y ya no quedan barricadas.

—La película es la barricada —le dije—. La que levantemos nosotros, usted y yo. Una barricada a la que alguien se encarama y dice la verdad.

—Nunca sé qué decir cuando habla de ese modo.

—Lleva toda su vida hablándoles a los alumnos —dije yo—. No espera que nadie le diga nada.

—Cada segundo es su último aliento.

—Se sienta y piensa, para eso está aquí.

—Y esa película que quieres hacer.

—No puedo hacerla yo solo.

—Pero ¿no sería mejor que hicieras una película de verdad? Porque ¿cuánta gente crees tú que va a invertir tanto tiempo en mirar algo tan zombi?

—Exacto.

—Aunque al final diga cosas interesantes, siempre será algo que se pueda leer en una revista.

—Exacto —dije yo.

—Tampoco es que yo vaya mucho al cine. Me gustan las películas antiguas que ponen en la tele, con el hombre dándole fuego a la mujer. No parecen hacer otra cosa, en esas películas antiguas, los hombres y las mujeres. Normalmente no soy de fijarme, para nada. Pero cada vez que veo una película antigua en la tele, estoy pendiente de que el hombre le dé fuego a la mujer.

Yo dije:

—Los pasos de las películas.

—Los pasos.

—Los pasos de las películas nunca suenan reales.

—Son pasos de películas.

—Quieres decir que no tienen por qué sonar reales.

—Son pasos de películas —dijo ella.

—Una vez llevé a tu padre al cine. Psicosis 24 horas. No es una película, más bien una obra artística conceptual. La película de Hitchcock proyectada tan despacio que tarda veinticuatro horas en pasar.

—Me lo dijo.

—¿Qué fue lo que te dijo?

—Me dijo que era como ver morir el universo durante un período de unos siete mil millones de años.

—Estuvimos diez minutos.

—Dijo que era como la contracción del universo.

—Es un hombre que piensa a escala cósmica. Ya lo sabemos.

—La muerte térmica del universo —dijo ella.

—Creí que le interesaría. Nos marchamos nada más llegar, a los diez minutos, salió disparado y yo lo seguí. No me dirigió la palabra mientras bajábamos los seis pisos. Entonces llevaba bastón. Una bajada muy lenta, escaleras mecánicas, aglomeraciones, pasillos, una escalinata al final. Ni una palabra.

—Lo vi aquella noche y me lo contó. Pensé que a lo mejor a mí sí me interesaba. Que todo consistiera en que nada ocurriese —dijo ella—. Que todo consistiera en esperar. Fui al día siguiente.

—¿Te quedaste un rato?

—Me quedé un rato. Porque incluso cuando algo pasa, ya estás esperando que pase.

—¿Cuánto rato te quedaste?

—No sé. Media hora.

—Está bien. Media hora está bien.

—Bien, mal, lo que sea —dijo ella.

Elster dijo:

—Cuando era pequeña, movía los labios levemente, repitiendo en su interior lo que yo decía o lo que su madre decía. Miraba muy atentamente. Yo hablaba, ella miraba, tratando de anticiparse a mis palabras, una por una, casi sílaba por sílaba. Sus labios se movían casi sincronizados con los míos.

Jessie estaba sentada al otro lado de la mesa mientras él hablaba. Estábamos cenando tortilla, casi todos los días cenábamos tortilla. Presumía mucho de sus tortillas y pretendía que Jessie lo mirara romper los huevos, batirlos luego con un tenedor, etcétera, sin dejar un momento de hablar mientras los condimentaba y añadía aceite y verduras, pronunciando la palabra frittata, pero ella no llegaba a interesarse.

—Era como un extranjero aprendiendo inglés —decía él—. La tenía delante de la cara, tratando de definir las palabras que yo articulaba, de absorberlas y procesarlas. Miraba, pensaba, repetía, interpretaba. Mirándome la boca, estudiándome los labios, moviendo ella los labios. Debo confesar que me llevé un disgusto cuando dejó de hacerlo. Tener alguien que de veras escucha.

La miraba, sonriente.

—Hablaba con la gente, entonces, con desconocidos. Aún lo hace de vez en cuando. Aún lo haces de vez en cuando —dijo—. ¿Con quién hablas?

Jessie encogiéndose de hombros.

—Con los de la cola de Correos —dijo él—. Con niñeras con niños.

Ella masticaba, con la cabeza inclinada hacia delante, utilizando el tenedor para hacer rotar la tortilla en el plato antes de cortarla.

Compartíamos cuarto de baño, ella y yo, pero ella rara vez parecía ocuparlo. Una pequeña bolsa de aerolíneas, única huella de su presencia, en un rincón del alféizar. Guardaba el jabón y las toallas en su dormitorio.

Era como una sílfide, su elemento era el aire. Daba la impresión de que para ella este sitio no se distinguía en nada de cualquier otro, este sur, este oeste, tal latitud y tal longitud. Se desplazaba en un suave deslizamiento, percibiendo lo mismo en todas partes, eso era lo que había, el espacio interior.

Nunca hacía la cama. Abrí la puerta de su dormitorio y eché un vistazo varias veces pero no llegué a entrar.

Permanecíamos fuera hasta bastante tarde, whisky para los dos, la botella en el suelo de la plataforma y las estrellas arracimadas. Elster observaba el cielo, todo lo que vino antes, decía, al alcance de nuestros ojos, para cartografiarlo y someterlo a reflexión.

Le pregunté si había estado en Iraq. Tuvo que sopesar la pregunta. No quise hacerle creer que ya conocía la respuesta y que le preguntaba para contrastar el alcance de su experiencia. No conocía la respuesta.

Él dijo:

—Odio la violencia. Me da miedo pensar en ella, no veo películas violentas, me mantengo alejado de los noticieros de televisión con muertos o heridos. Tuve una pelea, de pequeño, y me dieron convulsiones —dijo—. La violencia me hiela la sangre.

Me dijo que tenía autorización plena, acceso a cada trocito sensible de inteligencia militar. Yo sabía que no era cierto. Se le notaba en la voz y en la cara, un amargo desiderátum, y por supuesto fui consciente de que me decía cosas, ciertas o falsas, sólo porque me tenía delante, porque estábamos ambos ahí, aislados, bebiendo. Era su confidente por omisión, el joven a quien se confiaban los detalles de su realidad provisional.

—Un día les hablé de la guerra. Iraq es un susurro, les dije. Estos coqueteos nucleares que hemos estado teniendo con tal o cual gobierno. Pequeños susurros —dijo—. Te lo digo yo, esto va a cambiar. Algo se acerca. Pero ¿es esto lo que queremos? ¿No es esto el peso de la consciencia? Estamos todos exhaustos. La materia quiere perder la consciencia de sí misma. Somos la mente y el corazón en que esta materia se ha convertido. Ya es tiempo de dar todo por concluido. Esto es lo que ahora nos impulsa.

Se llenó el vaso y me pasó la botella. Yo estaba disfrutando.

—Queremos ser la materia muerta que antes éramos. Somos la última milmillonésima de segundo en la evolución de la materia. En mis tiempos de estudiante andaba en busca de ideas radicales. Científicos, teólogos, leí la obra de místicos de todos los siglos, era una mente hambrienta, una mente pura. Llené cuadernos con mis versiones de la filosofía mundial. Míranos ahora. Seguimos inventando leyendas folclóricas del final. Enfermedades animales que se extienden, cánceres contagiosos. ¿Qué más?

—El clima —dije yo.

—El clima.

—El asteroide —dije yo.

—El asteroide, el meteorito. ¿Qué más?

—La hambruna mundial.

—La hambruna —dijo él—. ¿Qué más?

—Deme usted un minuto.

—Da igual. Porque no me interesa. No me sirve de nada. Hay que llevar el pensamiento más allá.

No quería que se detuviera. Permanecimos ahí sentados, en silencio, bebiendo y yo traté de idear otras variantes posibles del fin de la vida humana en este planeta.

—Era estudiante. Almorzaba y estudiaba. Estudié la obra de Teilhard de Chardin —dijo él—. Se fue a China, era un sacerdote fuera de la ley, China, Mongolia, excavando en busca de huesos. Yo almorzaba con un libro abierto delante. No necesitaba bandeja. Había una pila de bandejas al principio de la cola, en la cafetería del instituto. Teilhard decía que el pensamiento humano vive, que circula. Y la esfera del pensamiento humano colectivo está cerca ya de su término, del último resplandor. Hubo camellos en América del Norte. ¿Dónde están ahora?

Estuve a punto de decirle que en Arabia Saudí. Lo que hice fue devolverle la botella.

—Les decía usted cosas. ¿Era en reuniones de planeamiento estratégico? ¿Quién había? —dije—. ¿Miembros del gobierno? ¿Militares?

—Quienesquiera que fueran. Estaban quienesquiera que fueran.

Me gustó la respuesta. Lo decía todo. Cuanto más pensaba en ello, más claro me parecía en conjunto.

Él dijo:

—La materia. En todos sus estados, desde el nivel subatómico a los átomos de moléculas inorgánicas. Nos expandimos, volamos hacia afuera, tal es la naturaleza de la vida ya desde la célula. La célula fue una revolución. Piénsalo. Protozoos, plantas, insectos, ¿qué más?

—No sé.

—Los vertebrados.

—Los vertebrados —dije yo.

—Y las configuraciones finales. Arrastrarse, andar a cuatro patas, el bípedo en cuclillas, el ser consciente, el ser consciente de sí mismo. La materia bruta se trueca en pensamiento humano analítico. La hermosa complejidad de la mente.

Hizo una pausa y bebió e hizo otra pausa.

—¿Qué somos?

—No lo sé.

—Somos una manada, un enjambre. Pensamos en grupos, nos desplazamos en ejércitos. Los ejércitos vehiculan el gen de la autodestrucción. Una bomba nunca basta. El borrón de la tecnología, ahí es donde los oráculos planifican sus guerras. Porque ahora viene la introversión. El padre Teilhard lo sabía, el punto omega. Un salto al exterior de nuestra biología. Plantéate esta pregunta. ¿Tenemos que ser humanos para siempre? La consciencia está agotada. Toca ahora regresar a la materia inorgánica. Eso es lo que queremos. Queremos ser piedras del campo.

Fui a buscar hielo. Cuando volví, estaba orinando desde la plataforma, alzándose de puntillas, para que el chorro emergente pasara por encima de la barandilla. Luego volvimos a sentarnos y escuchamos los gritos animales procedentes de los matorrales y recordamos dónde estábamos y seguimos un momento sin hablar cuando los gritos ya habían cesado. Él dijo que ojalá hubiera seguido de estudiante, que hubiera ido a Mongolia, lo verdaderamente remoto, para allí vivir y trabajar y pensar. Me llamaba Jimmy.

—No le faltará a usted ocasión de hablar de estas cosas —le dije—. Hablar, hacer pausas, pensar, hablar. Su rostro —le dije—. Quién es usted, en qué cree. Otros pensadores, escritores, artistas, nadie ha hecho antes una película como ésta, sin planificación, sin ensayos, sin estructura elaborada, sin conclusiones por adelantado, es algo a rostro descubierto, sin pulir.

Dije todo esto en una especie de parloteo alcohólico, no del todo consciente de que ya lo había dicho antes, y oí un profundo suspiro y luego su voz, tranquila y contenida, incluso triste.

—Lo que tú quieres, amigo mío, lo sepas o no, es una confesión pública.

No podía ser cierto. Le dije que de ninguna manera. Le dije que no tenía la menor intención de hacer nada parecido.

—Una conversación en el lecho de muerte. Eso es lo que quieres. La insensatez, la vanidad del intelectual. La vanidad ciega, la adoración del poder. Perdonadme, dadme la absolución.

Me opuse a esta noción, en mi fuero interno, y le dije que no tenía ideas especiales, aparte de las que ya le había contado.

—Quieres la película de un hombre derrumbándose —dijo él—. Lo comprendo. Si no, ¿para qué?

Un hombre fundiéndose con la guerra. Un hombre que aún cree en lo justo de la guerra, de su guerra. ¿Cómo daría, como sonaría en una película, en un cine, en alguna pantalla, hablando de una guerra haiku? ¿Se me había pasado por la cabeza? Había pensado en la pared, en el color y la textura de la pared, y había pensado en el rostro del hombre, los rasgos acusados pero también integrables en la exhibición de cualesquiera verdades crueles que se le derramaran por los ojos, y luego pensé en el primer plano de Jerry Lewis de 1952, Jerry arrancándose la corbata mientras cantaba una balada llorona de Broadway.

Antes de meterse Elster me apretó el hombro, como para tranquilizarme, o eso me pareció, y permanecí un rato más en la plataforma, demasiado hundido en mi sillón, en la propia noche, para alcanzar la botella de whisky. Detrás de mí, la luz de su dormitorio se apagó, iluminando el firmamento, y qué raro resultaba, que medio cielo se aproximara, que todas aquellas masas incandescentes aumentaran en número, las estrellas y las constelaciones, sólo porque alguien acabara de apagar la luz en una casa del desierto, y lamenté que no estuviera él ahí, para oírlo disertar sobre el asunto, lo cercano y lo distante, lo que creemos ver cuando no vemos.

Me pregunté si no estaríamos convirtiéndonos en una familia, no más extraña que cualquier otra, salvo que nosotros no teníamos nada que hacer, ni adónde ir, pero eso tampoco es extraño, el padre, la hija y quienquiera que fuese yo.

Hubo otra cosa que dijo, mi mujer, llena de comprensión, refiriéndose a mi modo de ver la vida por un lado y el cine por otro:

—¿Por qué es tan difícil ser serio, por qué es tan fácil ser demasiado serio?

La puerta del cuarto de baño estaba abierta, a mediodía, y allí estaba Jessie, descalza, en camiseta y bragas, con la cabeza sobre el lavabo, enjuagándose la cara. Me detuve a la puerta. No estaba muy seguro de querer que me viera. No me imaginaba entrando y situándome a su espalda e inclinándome hacia ella, no lo veía con claridad, mis manos deslizándose bajo la camiseta, separándole las piernas con las rodillas, para poder apretarme más contra ella, para hallar encaje y penetrarla, pero estuvo allí por un tenue momento, la idea, y cuando me aparté de la puerta no puse especial empeño en no hacer ruido.

Llegó el guarda en su coche, un hombre achaparrado, con gorra de tractorista y un remache en una oreja. Cuidaba de la casa cuando no estaba Elster, que era más o menos diez meses al año, casi todos los años. Me quedé mirándolo mientras volvía la esquina en dirección al depósito de propano. Cuando luego pasó junto a mí, para entrar en la casa, le hice una inclinación de cabeza. No dio señal alguna de haber percibido mi presencia. Pensé que seguramente viviría en una de esas caóticas aglomeraciones de chabolas, remolques y coches sobre bloques, pequeños asentamientos sin relieve que a veces se veían desde los caminos asfaltados.

Elster lo siguió hasta la cocina diciendo algo sobre un problema del fogón y yo puse la mirada en las colinas de yeso y me enmarqué desde aquella distancia, clínicamente, un hombre en un paisaje a lo largo del día, apenas vislumbrado.

El almuerzo era movible, flexible, que cada cual coma donde y cuando quiera. Me encontré a la mesa con Elster, que estaba examinando el queso procesado que Jessie había comprado durante nuestra última visita al pueblo. Dijo que lo coloreaban con uranio empobrecido y a continuación se lo comió, untado de mostaza, entre dos rebanadas de pan de molde, y lo mismo hice yo.

Jessie era el sueño de su padre. A él no parecía desconcertarle la atrofiada respuesta que ella daba a su cariño. Era natural en él no darse cuenta. Ni siquiera sé si comprendía el hecho de que ella no fuese él.

Cuando acabó de comerse el sándwich se adelantó en la silla, puso los codos sobre la mesa, habló en voz más baja.

—No necesito ver un carnero cimarrón antes de morirme.

—Vale —le dije.

—Pero quiero que Jessie lo vea.

—Vale. Daremos una vuelta en el cuatro por cuatro.

—Daremos una vuelta en el cuatro por cuatro —dijo él.

—En algún momento quizá tengamos que salir del vehículo y trepar. Creo que pasan todo el tiempo en las cornisas de roca. A mí también me gustaría ver alguno. No sé por qué exactamente.

Ahora se me acercó, inclinándose más hacia delante.

—Sabes por qué está aquí.

—Di por sentado que quería usted verla.

—Siempre quiero verla. Fue su madre, fue idea de su madre. Está saliendo con un tipo, Jessie.

—Vale.

—Y su madre tiene ciertas ideas en lo tocante a sus intenciones o sencillamente su conducta en general o la pinta que tiene o algo. Y ha decidido, a su autoritario modo, que Jessie debía mantenerse alejada de él, por ahora, temporalmente, para poner a prueba su afecto.

—Y aquí está. Y ha hablado usted de todo esto con ella.

—Lo intenté. No dice gran cosa. No hay problema, eso es lo único que dice. El tipo parece gustarle. Se ven. Hablan.

—¿Cómo están de unidos?

—Hablan.

—¿Hay sexo entre ellos?

—Hablan —dijo él.

Estábamos ambos encorvados sobre la mesa, ahora, cara a cara, hablando en susurros incómodos.

—¿Ha tenido alguna aventura alguna vez?

—Reconozco que me lo he preguntado.

—Ningún novio formal.

—No creo, no, seguro que no.

—Su madre la mandó para acá. Eso tiene que significar algo.

—Su madre es una mujer espléndida, aún hoy, pero entre nosotros sigue habiendo mala sangre y desde luego el hecho de que me envíe a la chica tiene que significar algo. Pero también está loca. Es una maniática completa que lo exagera todo.

—El tipo no es un acosador. Nada parecido.

—Joder, no, no es un acosador, odio la palabra. Quizá algo insistente, de ahí no pasa. O tartamudea al hablar. O tiene un ojo marrón y el otro azul.

—Las esposas. Qué tema —dije yo.

—Sí, las esposas.

—¿Cuántas?

—Cuántas. Dos —dijo él.

—Sólo dos. Pensé que serían más.

—Sólo dos —dijo él—. Parecen más.

—Locas las dos. Sólo estoy tratando de adivinar.

—Locas las dos. La cosa madura con los años.

—¿Qué cosa? ¿Estar loca?

—Al principio no lo ve uno. O es que lo ocultan, o es que la cosa tiene que madurar. Cuando ello ocurre, es inconfundible.

—Pero Jessie es el tesoro, la bendición.

—Exacto. ¿Y tú?

—No tengo hijos.

—La esposa. La esposa separada. ¿Está loca?

—Piensa que el loco soy yo.

—Tú no lo crees —dijo él.

—No sé.

—¿Qué estás tratando de proteger? Está loca. Dilo.

Seguíamos con los susurros, estábamos creando una unión de susurros, pero no iba a decirlo. Me recosté en el sillón y cerré los ojos por un instante, viendo mi apartamento, claro y quieto y limpio, a las cuatro de la tarde, hora local, y parecía haber más presencia mía allí en aquella luz polvorienta de la que había aquí, en la casa o a cielo abierto, pero me pregunté si verdaderamente deseaba volver a ser el hombre que vive en dos habitaciones rodeadas de una ciudad construida para medir el tiempo, según la formulación de Elster, el tiempo escurridizo de los relojes, los calendarios, los minutos que nos quedan de vida.

Luego me quedé mirándolo y le pregunté si había unos prismáticos en la casa. Nos harán falta unos prismáticos para la expedición, le dije. Eso pareció desconcertarlo. El carnero cimarrón, le dije. Si no se nos lleva por delante una riada repentina. Si el calor no nos mata. Nos harán falta unos prismáticos para ver con detalle. El macho es el de los cuernos, grandes y corvos.

Jessie dijo algo divertido durante la cena sobre que en Nueva York tiene los ojos más juntos, por culpa de la congestión en serie que le provoca estar en la calle. Aquí los ojos se separan, los ojos se adaptan a las condiciones, como las alas o el pico.

En otros momentos parecía muerta para cualquier cosa que pudiera acarrear respuesta. La mirada parecía abreviársele, ni siquiera llegaba a la pared o a la ventana. Me perturbaba mirarla, sabiendo que ella no se sentía mirada. ¿Dónde estaba? No se hallaba perdida en sus pensamientos ni en sus recuerdos, no estaba calibrando la hora o el minuto siguientes. Estaba no localizable, fuertemente fijada a su interior.

Su padre hacía todo lo posible por no notar esos momentos. Permanecía al otro lado de la habitación, sentado, con sus poetas, moviendo los labios al leer.

Me acerqué a Richard Elster al terminar una conferencia que dio en la Nueva Escuela y sin perder un minuto le conté mi idea para la película, sencilla y fuerte, le dije, el hombre y la guerra, y él, también sin perder un minuto, me dejó plantado en mitad del ademán con que acompañaba una frase, pero sólo momentáneamente. Lo seguí por la sala, hablando con menos rapidez, y luego entré en el ascensor con él, sin dejar de hablar, y cuando salimos a la calle se me quedó mirando e hizo un comentario sobre mi aspecto, diciendo que me parecía a él cuando era mucho más joven, un estudiante mal alimentado y con exceso de trabajo. Consideré sus palabras un estímulo, le di mi tarjeta y lo escuché leerla en voz alta, Jim Finley, Deadbeat Films. Pero no le interesaba aparecer en ninguna película, ni mía ni de nadie.

El segundo encuentro fue más largo y más extraño. Museo de Arte Moderno. Por muchas veces que vaya al museo, caminando de este a oeste, siempre está más al final de la calle que la última vez. Recorría una exposición Dada y ahí estaba Elster, solo, encorvado sobre un expositor. Sabiendo que había escrito algo sobre el habla de los bebés, di por supuesto que le interesaría una exposición de objetos creados por mor de la demolición de la lógica. Estuve media hora siguiéndolo. Miraba las cosas que él había mirado. A veces se apoyaba en el bastón, otras veces sencillamente lo transportaba, sin orden ni concierto, en posición horizontal, entre oleadas de gente. Me dije a mí mismo estáte tranquilo, compórtate, habla despacio. Cuando ya caminaba hacia la salida me acerqué a él, le recordé nuestro encuentro anterior, dije algo sobre el habla de los bebés y luego con toda amabilidad lo hice desplazarse por la sexta planta hasta la galería donde se hallaba la instalación de la Psicosis de vuelo lento. Permanecimos en la oscuridad, mirando. Percibí casi al instante que Elster se resistía. Algo estaba siendo objeto de alteración, aquí, su lenguaje tradicional de respuesta. Imágenes mortinatas, tiempo en retracción, una idea tan abierta a la teoría y la argumentación que no le dejaba ningún contexto claro que dominar, sólo puro rechazo. Una vez en la calle volvió a hablar, más que nada de cuánto le dolía la rodilla. Nada de la película, ninguna posibilidad, jamás de los jamases.

Una semana después me llamó por teléfono y me dijo que se encontraba en una localidad llamada Anza-Borrego, en California. Nunca había oído hablar de ella. Luego me llegó por correo un mapa dibujado a mano, con caminos y senderos para jeep, y cogí un vuelo barato para la tarde del día siguiente. Dos días, pensé. Tres como mucho.