La verdadera vida no es reducible a palabras habladas ni escritas, por nadie, nunca. La verdadera vida ocurre cuando estamos solos, pensando, sintiendo, perdidos en el recuerdo, soñadoramente conscientes de nosotros mismos, los momentos submicroscópicos. Lo dijo más de una vez, Elster, de más de una manera. Su vida ocurría, dijo, cuando estaba ahí sentado mirando una pared vacía, pensando en la cena.
Una biografía de ochocientas páginas no es más que una conjetura muerta, dijo.
Yo casi lo creía cuando me decía tales cosas. Decía que hacíamos eso todo el tiempo, todos nosotros, llegamos a ser nosotros mismos por debajo del fluir de los pensamientos y las imágenes apagadas, preguntándonos ociosamente cuándo moriremos. Así es como vivimos y pensamos, sepámoslo o no. Son los pensamientos sin clasificar que tenemos mientras miramos por la ventanilla del tren, pequeñas manchas apagadas de pánico meditativo.
El sol se consumía en llamas. Eso era lo que él deseaba, sentir cómo se le metía a golpes en el cuerpo el profundo calor, sentir el propio cuerpo, reclamarle el cuerpo a lo que llamaba náusea de las Noticias y del Tráfico.
Esto era desierto, más allá de los límites de las ciudades y de los pueblos dispersos. Estaba aquí para comer, dormir y sudar, aquí para hacer nada, permanecer sentado y pensar. Estaba la casa y luego nada más que distancias, no panoramas ni grandes horizontes, sólo distancias. Estaba aquí, decía, para dejar de hablar. No había nadie con quien hablar, salvo yo. Lo hacía muy de vez en cuando al principio y nunca en la puesta de sol. No eran éstas las gloriosas puestas de sol de la jubilación con acciones y obligaciones. Para Elster, la puesta de sol era una invención humana, nuestra disposición perceptiva de la luz y el espacio en elementos de maravilla. Mirábamos y nos maravillábamos. Había un temblor en el aire mientras los colores y las formas terrestres innominadas iban adquiriendo definición, claridad de línea y extensión. Quizá fuera la diferencia de edad entre ambos lo que me llevara a pensar que él percibía algo distinto con la última luz, una desazón persistente, sin inventar. Ello explicaría el silencio.
La casa era un triste híbrido. Había un techo de metal corrugado sobre un exterior de tabla con un camino empedrado sin terminar en la parte de delante y una plataforma añadida sobresaliendo a un lado. Allí era donde nos sentábamos durante sus horas acalladas, cielo alumbrado por antorchas, la cercanía de los montes apenas visibles a la hora blanca del mediodía.
Noticias y Tráfico. Deportes y el Tiempo. Esos eran sus agrios nombres para la vida que había dejado atrás, más de dos años viviendo con las mentes apretadas que hacían la guerra. Todo era ruido de fondo, decía, haciendo un gesto con la mano. Le gustaba hacer con la mano el gesto de dar por cerrado el tema. Estaban las evaluaciones de riesgo y los papeles de política, los grupos de trabajo interinstitucionales. Él era el intruso, un erudito con cierta capacidad de aprobación pero sin experiencia de gobierno. Se sentaba a la mesa en una sala de conferencias securizada con los planificadores estratégicos y los analistas militares. Estaba ahí para conceptualizar, como él decía, entre comillas, para aplicar ideas y principios de gran alcance a materias como el despliegue de las tropas y la contrainsurgencia. Tenía autorización para leer transcripciones y cablegramas reservados, decía, y escuchaba la cháchara de los expertos residentes, los metafísicos de los servicios de inteligencia, los fantasiosos del Pentágono.
Tercer piso del anillo E del Pentágono. Pacotilla y arrogancia, decía.
Había cambiado todo aquello por espacio y tiempo. Cosas ambas que parecía absorber por los poros. Estaban las distancias que abarcaban todas las facetas del paisaje y estaba la fuerza del tiempo geológico, ahí fuera en algún sitio, con las cuadrículas de cordeles de los excavadores buscando huesos curtidos por el tiempo.
Sigo viendo las palabras. Calor, espacio, quietud, distancia. Se han trocado en estados visuales de la mente. No sé muy bien lo que ello significa. Sigo viendo figuras aisladas, veo dimensiones físicas del pasado dentro de las sensaciones que estas palabras engendran, sensaciones que se ahondan con el tiempo. Ésa es la otra palabra, tiempo.
Yo conducía y miraba. Él se quedaba en la casa, sentado en una franja de sombra de la chirriante plataforma, leyendo. Yo me aventuraba por las ramblas de palmeras y por caminos sin señalizar, siempre agua, con agua a todas partes, siempre sombrero, con sombrero de ala ancha y un pañuelo al cuello, y me plantaba en lo alto de los promontorios bajo un sol de justicia, y desde allí miraba. El desierto estaba fuera de mi alcance, era un ente ajeno, era ciencia ficción, saturador y remoto al mismo tiempo, y tenía que forzarme a creer que estaba aquí.
Él sabía dónde estaba, en su sillón, vivo para el protomundo, pensaba yo, los mares y los arrecifes de hacía diez millones de años. Cerraba los ojos, adivinando en silencio la naturaleza de las extinciones más recientes, llanuras herbosas en libros infantiles ilustrados, un hervidero de camellos y cebras gigantes, de mastodontes, de tigres con los dientes de sable.
La extinción era uno de sus temas actuales. El paisaje inspiraba los temas. El espacio ancho y la claustrofobia. De ahí saldría un tema.
Richard Elster tenía setenta y tres años, yo tenía menos de la mitad que él. Me había invitado a hacerle compañía, en la vieja casa, a medio amueblar, al sur de la nada en el desierto de Sonora o quizá el desierto Mojave u otro completamente distinto. No sería una visita larga, me dijo.
Hoy era el décimo día.
Antes habíamos hablado en dos ocasiones, en Nueva York, sabiendo él lo que yo tenía en mente, su participación en una película que deseaba hacer sobre su experiencia en el gobierno, en los gemidos y los tartamudeos de Iraq.
Él sería de hecho el único participante. Su rostro, sus palabras. Eso era todo lo que me hacía falta.
Al principio dijo que no. Luego dijo que jamás. Al final me llamó y me dijo que podíamos hablar del asunto, pero no en Nueva York ni en Washington. Demasiados ecos puñeteros.
Volé a San Diego, alquilé un coche y puse rumbo a unas montañas que parecían alzarse por turnos en la carretera, mientras se formaban túmulos veraniegos de bordes resplandecientes, y luego bajé por entre colinas ocres dejando atrás señales de peligro de derrumbe y manojos inclinados de plantas espinosas, y al final salí de la carretera asfaltada para tomar por un sendero primitivo, perdido por un tiempo en los confusos garabatos a lápiz del mapa de Elster.
Llegué de noche.
—Nada de mullidos sillones con luz cálida y una estantería llena de libros al fondo. Un hombre y una pared —le dije—. El hombre permanece ahí y relata la experiencia completa, todo lo que le pasa por la cabeza, personalidades, teorías, detalles, sensaciones. Usted es el hombre. No hay voz en off haciendo preguntas. No se intercalan secuencias de combate ni comentarios de otras personas, ni dentro ni fuera de cámara.
—¿Qué más?
—Un mero primer plano de su rostro.
—¿Qué más? —dijo él.
—Y pausas, las que usted haga. Yo sigo grabando.
—¿Qué más?
—Cámara con disco duro. Una sola toma continuada.
—¿Cómo de larga?
—Depende de usted. Hay una película rusa, un largometraje, El arca rusa, de Aleksandr Sokúrov. Una sola secuencia alargada, casi mil actores y extras, tres orquestas, historia, fantasía, planos de multitudes, planos de salón de baile y luego cuando ya llevamos una hora de película un camarero deja caer una servilleta, no hay corte, no se puede cortar, la cámara vuela por los salones abajo y tuerce en las esquinas. Noventa y nueve minutos —dije.
—Pero eso fue un hombre llamado Aleksandr Sokúrov. Usted se llama Jim Finley.
Me habría reído si no lo hubiera dicho con una sonrisa afectada. Elster hablaba ruso y se adornaba con evidente placer al pronunciar el nombre del director. Ello confirió a su observación un añadido de autocomplacencia. Yo podría haber alegado lo obvio, que no iba a filmar a grandes cantidades de personas en movimiento texturizado. Pero dejé que el chiste completara su ciclo. Elster no era hombre de los que toleran una corrección, por amable que fuera.
Estaba en su sillón de la plataforma, hombre alto, pantalones de algodón arrugados de los que marcan estatus. Iba con el torso desnudo buena parte del día, untado de crema solar incluso a la sombra, y con el cabello plateado, como siempre, recogido en una corta cola de caballo.
—Día diez —le dije.
Por las mañanas desafiaba al sol. Tenía que enriquecer su aporte de vitamina D y alzaba las manos hacia el sol, solicitando a los dioses, decía, aunque ello acarreara la génesis larvada de tejido anormal.
—Es más saludable rechazar determinadas precauciones que seguir la regla general. Supongo que ya lo sabes —dijo.
Tenía un rostro alargado y rubicundo, que le colgaba ligeramente a ambos lados de la mandíbula. Nariz grande, como picada de viruela, ojos quizá de un color verde grisáceo, cejas muy visibles. El pelo en cola de caballo tendría que haber parecido incongruente, pero no. Lo llevaba distribuido en secciones pero recogido solamente en amplias trenzas en la parte posterior de la cabeza y le confería una especie de identidad cultural, un toque de distinción, el intelectual en su papel de más anciano de la tribu.
—¿Es esto un destierro? ¿Está usted en el destierro aquí?
—Wolfowitz fue al Banco Mundial. Eso era destierro —dijo—. Esto es distinto, un retiro espiritual. La casa pertenecía a un familiar de mi primera mujer. Estuve años viniendo por aquí de vez en cuando. A escribir, a pensar. En cualquier otro sitio, en todas partes, siempre empiezo el día conflictivamente, cada paso que doy en la calle de una ciudad es un conflicto, las demás personas son un conflicto. Aquí es diferente.
—Pero esta vez no escribe.
—Me ofrecieron escribir un libro. Descripción de la sala de guerra desde el punto de vista de un intruso privilegiado. Pero no quiero hacer un libro, ninguna clase de libro.
—Lo que quiere es estar ahí sentado.
—La casa es mía ahora y se está cayendo en pedazos pero que se caiga. El tiempo se hace más lento cuando estoy aquí. El tiempo se vuelve ciego. Siento el paisaje, más que verlo. Nunca sé qué día es. Nunca sé si ha pasado un minuto o ha pasado una hora. Aquí no envejezco.
—Ojalá pudiera yo decir lo mismo.
—Necesitas una respuesta. ¿Es eso lo que estás diciendo?
—Necesito una respuesta.
—Tienes una vida en el sitio de donde vienes.
—Una vida. Es mucho decir.
Permanecía con la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados, cara al sol.
—No estás casado, ¿verdad?
—Separado. Nos separamos —dije.
—Separado. Qué familiar me suena. ¿Tienes algún empleo, haces algo entre proyecto y proyecto?
Quizá tratara de no añadir a la palabra proyecto una dosis de ironía fatal.
—Trabajos esporádicos. De producción, cosas de montaje.
Ahora me miró. Quizá estuviera planteándose la cuestión de quién era yo.
—¿Te he preguntado ya cómo te quedaste tan flaco? Tú comes. Te metes entre pecho y espalda la misma comida que yo.
—Doy la impresión de comer. Como. Pero toda la energía, todos los alimentos que ingiero los absorbe la película —le dije—. Al cuerpo no le llega nada.
Volvió a cerrar los ojos y vi cómo le caían lentamente por la frente el sudor y la loción protectora. Aguardé a que me preguntara qué películas había hecho por mi cuenta, la pregunta que habría preferido no oír. Pero perdió interés en la conversación o sencillamente tenía el típico ego rebosante que olvida fijarse en tales detalles. No me diría sí o no según mis méritos, sino según de qué humor estuviera, en su buen momento. Me metí en la casa a mirar el correo electrónico en el portátil, necesitado de contacto exterior, pero sintiéndome corrupto, como si estuviera rompiendo un pacto tácito de renuncia a la creatividad.
Leía poesía, más que ninguna otra cosa, releyendo así su juventud, decía, Zukovsky y Pound, a veces en voz alta, y también Rilke en versión original, musitando sólo un par de versos, de vez en cuando, de las Elegías. Intentaba mejorar su alemán.
He hecho una película solamente, la idea de una película, como dijo alguien. La hice, la terminé, la vieron, pero ¿qué fue lo que vieron? Una idea, dijeron, sigue siendo una idea.
No quise llamarlo documental, aunque estaba hecho en su totalidad a partir de documentos, antiguas filmaciones, grabaciones de programas de televisión de los años cincuenta. Era material sociológico e histórico, pero editado más allá de los límites de la información y la objetividad, y no se podía llamar documento. Percibí en él algo religioso, quizá fuera yo el único, religioso, extático, hombre embelesado.
El hombre era el individuo único que ocupaba todo el tiempo la pantalla, el cómico Jerry Lewis. Era el Jerry Lewis de los primeros telemaratones, los programas de televisión de periodicidad anual a beneficio de los enfermos de distrofia muscular, Jerry Lewis noche y día y a la mañana siguiente, heroico, tragicómico, surrealista.
Repasé grabaciones de los primeros años, cada lejano minuto, era otra civilización, los Estados Unidos de mediados de los cincuenta, las filmaciones hacían pensar en alguna forma de vida tecnológica pervertida, tratando de escapar del polvo radiactivo de la era atómica. Eliminé las intervenciones de todos los invitados, los intermedios, las estrellas de cine, los bailarines, los niños discapacitados, el público del estudio, la orquesta. La película era toda Jerry, pura actuación, Jerry hablando, cantando, llorando, Jerry y su camisa de volantes con el cuello desabrochado, con la pajarita deshecha, con un mapache en los hombros, Jerry suscitando el cariño y el asombro del país entero, a las cuatro de la madrugada, en primer plano, un hombre sudoroso con el pelo a cepillo en condición semidelirante, un artista enfermo, suplicándonos que enviáramos dinero para poder curar a sus afligidos hijos.
Lo sacaba balbuceando en planos no secuenciales, con los años entremezclándose, o Jerry sin sonido, haciendo el payaso, con las rodillas juntas y los dientes de conejo, saltando a cámara lenta en un trampolín, las viejas grabaciones defectuosas, la señal estropeada, ruido aleatorio en la banda sonora, pautas rayadas en pantalla. Se inserta palillos de tambor en la nariz, se mete el micrófono de mano en la boca. Añadí intervalos de música moderna a la banda sonora, hileras de tonalidades, el sonido de cierto sonido en doble eco. Había un elemento de drama austero en la música, algo que situaba a Jerry fuera del momento, en un entorno más amplio, ahistórico, hombre a quien Dios ha encomendado una misión en la Tierra.
Me estuve atormentando con la duración hasta que al final opté por unos estrambóticos setenta y cinco minutos de película, que proyectaron en un par de festivales dedicados al documental. Podrían haber sido ciento cincuenta y siete minutos, podrían haber sido cuatro horas, seis horas. Me dejó exhausto, pudo conmigo, me convertí en el doble frenético de Jerry, con los ojos saliéndoseme de las órbitas. A veces lo difícil es difícil porque lo estás haciendo mal. No estaba mal hecho. Pero no quería que Elster lo supiera. Porque cómo iba a sentarle ser un sucesor, un hombre serio tras un cómico desatado.
Mi mujer me dijo en una ocasión: «Película, película, película. Si fueras más intenso, serías un agujero negro. Una singularidad», me dijo. «No hay luz que pueda escaparse.»
Yo dije:
—Tengo la pared, conozco la pared, está en un loft de Brooklyn, un loft industrial grande y desordenado. Tengo acceso como quien dice a cualquier hora del día o de la noche. La pared es más bien gris pálido, con grietas, con manchas, que no suponen distracción, no son elementos autoconscientes del diseño. La pared está bien, pienso en ella, sueño con ella, abro los ojos y la veo, cierro los ojos y ahí sigue.
—Sientes una profunda necesidad de hacer esto. Explícame por qué —dijo él.
—Usted es la respuesta a esa pregunta. Lo que usted diga, lo que usted nos cuente de estos últimos años, lo que usted sepa y nadie más sabe.
Estábamos dentro, era tarde, él llevaba los viejos pantalones desgastados, una sudadera muy basta, los grandes pies embutidos en unas elegantes sandalias de cuero.
—Voy a decirte una cosa. La guerra genera un mundo cerrado y no sólo para quienes participan en el combate sino también para los guionistas, los estrategas. Sólo que su guerra son acrónimos, proyecciones, contingencias, metodologías.
Cantó las palabras, las entonó al modo litúrgico.
—Se ven paralizados por los sistemas que tienen a su disposición. Su guerra es abstracta. Creen estar enviando un ejército a un punto del mapa.
Él no era estratega, dijo innecesariamente. Bien sabía yo lo que había sido, o lo que se supone que había sido, un intelectual de defensa, sin las credenciales de costumbre, y cuando utilicé el término se le tensó la mandíbula con la orgullosa añoranza de las semanas y meses iniciales, antes de que empezara a comprender que estaba ocupando un asiento vacío.
—Hubo veces en que no existía mapa que coincidiese con la realidad que tratábamos de crear.
—¿Qué realidad?
—Es algo que hacemos cada vez que pestañeamos. La percepción humana es una saga de realidad creada. Pero nosotros estábamos creando entes más allá de los límites pactados del reconocimiento y la interpretación. Mentir es necesario. El Estado tiene que mentir. No hay mentira en la guerra ni en la preparación de la guerra que no pueda defenderse. Nosotros fuimos más allá. Tratamos de crear nuevas realidades de la noche a la mañana, cuidados conjuntos de mundos parecidos a los eslóganes publicitarios en lo tocante a la recordabilidad y la repetitividad. Eran mundos que acabarían generando imágenes y haciéndose tridimensionales. La realidad se pone en pie, anda, se agacha, se acuclilla. Menos cuando no.
No fumaba, pero su voz tenía una textura arenosa, áspera quizá sencillamente por los años, que a veces resbalaba hacia dentro, haciéndose casi inaudible. Permanecimos largo rato ahí sentados. Él estaba repantigado en mitad del sofá, con la mirada puesta en un rincón alto de la habitación. Tenía whisky con agua en una jarra de café sujeta a la altura del torso.
Finalmente dijo:
—Haiku.
Yo dije que sí con la cabeza, con aire pensativo, con aire idiota, una lenta serie de gestos encaminados a indicar que lo comprendía completamente.
—Haiku sólo significa lo que es. Un estanque en verano, una hoja al viento. Es la conciencia humana localizada en la naturaleza. Es la respuesta a todo en un número determinado de versos, una cantidad prescrita de sílabas. Yo quería una guerra haiku —dijo—. Quería una guerra en tres versos. No era cuestión de niveles de fuerza ni logística. Lo que yo quería era un conjunto de ideas vinculadas a cosas transitorias. Es el alma del haiku. Desnudar todo para que quede a simple vista. Ver lo que hay. Las cosas de la guerra son transitorias. Ver lo que hay y estar dispuesto a verlo desaparecer.
—Utilizó usted esta palabra. Haiku —dije.
—La utilicé. Para eso estaba allí, para suministrarles palabras y significados. Palabras que no habían utilizado, nuevos modos de pensar y de ver. En alguna de las reuniones, no sé en cuál, utilicé la palabra. No se cayeron de la silla.
Yo no sabía nada de aquellos hombres que no se habían caído de la silla. Pero empezaba a conocer a Elster y me planteaba dudas en cuanto a la táctica, aunque en última instancia no importara. No me interesaba la impresión que producía en los demás, sólo cuáles eran sus sentimientos sobre aquella experiencia. Que se equivocara, que se precipitara, que se enfadara, que se hartase. Versos y sílabas. Los pies gastados del anciano / irritadas noches veraniegas. Etcétera.
—Usted quería una guerra. Una guerra mejor —dije.
—Sigo queriéndola. Una gran potencia tiene que actuar. Habíamos recibido un golpe muy fuerte. Nos hace falta retomar el futuro. La fuerza de la voluntad, la pura y simple necesidad visceral. No podemos permitir que los demás nos moldeen el mundo, las mentes. Lo único que tienen son sus viejas y despóticas tradiciones muertas. Nosotros tenemos una historia viva y yo pensé que iba a encontrarme en su pleno centro. Pero en aquellas salas de conferencia, con aquellos hombres, todo era prioridades, estadísticas, evaluaciones, racionalizaciones.
Le había desaparecido de la voz la lobreguez litúrgica. Estaba cansado y distanciado, demasiado alejado de los acontecimientos para hacer justicia a su rencor. Tomé la decisión de no provocar más comentarios. Ya llegarían cuando importase, autogenerados, ante la cámara.
Se terminó el whisky pero siguió sujetando la jarra a la altura del cinturón. Yo bebía vodka con naranja y hielo derretido. La copa se hallaba en ese estado de la vida de las copas en que bebe uno el último sorbo insípido para a continuación caer en una lastimera introspección, algo entre la pena de uno mismo y la autoinculpación.
Seguimos ahí sentados pensando.
Lo miré un momento. Quería irme a la cama pero me parecía que no debía levantarme antes que él, no sé bien por qué; otras noches lo había dejado allí. Había una calma total en la habitación, en la casa, en todo el entorno, con las ventanas abiertas, nada más que la noche. En seguida oí una ratonera que se disparaba en la cocina, la barra al soltarse, la plancha al saltar.
Éramos tres ahora, pero Elster no pareció darse cuenta.
En Nueva York utilizaba un bastón que no le hacía falta. Puede que por costumbre le doliese una rodilla pero el bastón era un accesorio emocional, de eso estaba yo seguro, que adoptó poco después de su despedida de los ministerios de Noticias y Tráfico. Dijo unas cuantas vaguedades sobre un implante de rodilla, hablando más para sí mismo que para mí, poniendo las bases de la autocompasión. Elster tendía a estar en todas partes, en las cuatro esquinas de la habitación, recogiendo impresiones de sí mismo. Me gustaba el bastón. Me ayudaba a verlo a él, lo situaba por encima de la voz pública, un hombre necesitado de vivir en un hueco protector, como un seno materno y del tamaño del mundo, libre de las tendencias niveladoras de los acontecimientos y de las relaciones humanas.
En aquellos días del desierto pocas cosas llegaban a sacarlo de la calma aparente. Nuestros vehículos tenían tracción a las cuatro ruedas, eso era esencial, y con todos los años que llevaba él aquí parecía estarse ajustando, aún, a la conducción todo terreno, o a cualquier otro tipo de conducción, fuera donde fuese. Me pidió que le programara el GPS de su vehículo. Quería que el sistema se utilizase, lo desafiaba a que funcionase. Se daba a regañadientes por satisfecho cuando el sistema le decía, con una voz masculina de recambio, lo que ya sabía, giro a la derecha dentro de dos kilómetros doscientos metros, para llegar así al aparcamiento del mercado del pueblo, sesenta kilómetros de ida, sesenta kilómetros de vuelta. Todas las noches cocinaba él, se empeñaba en preparar la cena, sin dar muestras del hastío que la gente de su edad tiende a experimentar ante ciertos alimentos y el efecto que tienen en el cuerpo que los consume.
También hacía recorridos por mi cuenta, buscando vestigios de caminos remotos, y luego me quedaba en el vehículo, invocando la película, rodando la película, con los ojos puestos en baldíos de arenisca. O me metía por cañones angostos, por terrenos agrietados, secos, duros, el vehículo nadando en calor, y pensaba en mi apartamento, dos habitaciones pequeñas, el alquiler, las facturas, las llamadas sin contestar, la mujer que ya no estaba, la mujer separada, el portero adicto al crack, la anciana que bajaba las escaleras marcha atrás, muy despacio, eternamente, cuatro pisos, hacia atrás, y nunca le pregunté por qué.
Le hablé a Elster de un ensayo que había escrito unos años antes, titulado «Renditions» (rendiciones; también versiones, traducciones). Se publicó en una revista académica y no tardó en suscitar las críticas de la izquierda. Puede que ésa fuera su intención pero lo único que fui capaz de hallar en el texto fue un desafío implícito al lector, a ver si era capaz de averiguar de qué iba la cosa.
La primera frase era: «Todo gobierno es una empresa criminal.»
La última frase era: «En años venideros, claro está, los hombres y las mujeres, en cubículos, con los auriculares puestos, escucharán cintas secretas de los crímenes de la administración mientras otros estudian grabaciones electrónicas en pantallas de ordenador y otros más mirarán vídeos recuperados de hombres metidos en jaulas y sometidos a severos daños físicos, y por último otros, otros más, a puerta cerrada, harán preguntas perspicaces a individuos de carne y hueso.»
Entre una y otra frase había un estudio de la palabra rendition, con referencias al inglés medio, al francés antiguo, al latín vulgar y otras fuentes y orígenes. Al principio, Elster citaba uno de los sentidos de rendering: capa de yeso aplicada a una superficie de ladrillo. A partir de ahí, le pedía al lector que tuviera en mente un recinto entre cuatro paredes en un país sin nombre y un sistema de hacer preguntas, utilizando lo que denominaba técnicas de interrogación mejoradas, con lo cual se pretendía inducir la rendición (otro de los sentidos de rendition) en la persona interrogada.
No leí la obra en aquel momento, no supe de su existencia. Si la hubiera conocido antes de conocer a Elster, ¿qué habría pensado? El origen de la palabra y cárceles secretas. Francés antiguo, francés obsoleto y tortura por poderes. El ensayo se concentraba en la palabra misma, sus primeros usos conocidos, sus cambios de forma y significado, las formas de grado cero, las formas reduplicadas, las formas sufijas. Había notas a pie de página como nudos de serpientes. Pero ninguna mención concreta de sitios negros, terceros Estados ni tratados ni convenciones internacionales.
Comparaba la evolución de la palabra con la evolución de la materia orgánica.
Señalaba que las palabras no son necesarias para que uno experimente la verdadera vida.
Al final del comentario se ocupaba de una selección de significados actuales de la palabra rendition: interpretación, traducción. Entre las paredes, en algún sitio, en reclusión, se interpreta un drama, tan viejo como la memoria de los hombres, escribía, los actores desnudos, encadenados, con los ojos vendados, otros actores con herramientas de intimidación, los rendidores, sin nombre y enmascarados, vestidos de negro, y lo que sigue, escribe, es una pieza de venganza que refleja la voluntad de la masa e interpreta las tenebrosas necesidades de una nación entera, la nuestra.
Desde el rincón de la plataforma en que me hallaba, al abrigo del sol, le pregunté sobre el ensayo. Lo descartó con un gesto, el tema entero. Le pregunté sobre la primera y la última frase.
—Parecen fuera de lugar en el contexto más amplio —dije—, donde no se mencionan ni el crimen ni la culpa. La incongruencia es muy llamativa.
—Eso pretendía.
Eso pretendía. Vale. Para perturbar a los críticos de la administración, dije, no a quienes toman las decisiones. Irónico a tope.
Él estaba en el sillón reclinable que había encontrado en el cobertizo de detrás de la casa, una tumbona de playa fuera de su elemento, y abrió un ojo con perezoso desdén, calibrando al tonto que enuncia lo obvio.
Vale. Pero qué había pensado de la acusación de que había intentado descubrir misterio y pasión en una palabra que se utilizaba como instrumento de la seguridad del Estado, una palabra rediseñada para hacerla sintética, ocultando así la vergonzosa cuestión que llevaba dentro.
Pero esa pregunta no la hice. Lo que hice fue entrar en la casa y llenar dos vasos de agua helada y volver a salir y situarme a su lado en el sillón contiguo. Me pregunté si no tendría razón, si no era eso lo que necesitaba el país, lo que necesitábamos en nuestro desespero, en nuestra condición menguante, el algo que necesitábamos, cualquier cosa, lo que pudiéramos conseguir, la rendición, sí, y luego la invasión.
Se puso el vaso frío en un lado de la cara y dijo que no le sorprendió la respuesta negativa. La sorpresa llegó más adelante, cuando contactó con él un antiguo colega de universidad y le propuso un encuentro privado en un instituto de investigación que había nada más salir de Washington. Se encontró en una sala de conferencias panelada con otras varias personas incluido el subdirector de un equipo de evaluación estratégica que no existía en ningún archivo de asuntos oficiales. No dijo cómo se llamaba aquel hombre, ya porque ése era el típico detalle que no debe salir de las cuatro paredes de una sala panelada, ya porque dio por sentado que no significaría nada para mí. Le dijeron a Elster que estaban buscando una persona de su rango interdisciplinario, un hombre de prestigio que fuera capaz de refrescar el diálogo, de ensanchar el punto de vista. A continuación vino su temporada en el gobierno, interrumpiendo una serie de conferencias que estaba pronunciando en Zúrich sobre lo que él denominaba el sueño de la extinción, y transcurridos dos años y pico aquí estaba, otra vez, en el desierto.
No había mañanas ni tardes. Era un solo día inconsútil, cada día, hasta que el sol comenzaba a declinar y desvanecerse, y las montañas emergían de sus siluetas. Entonces era cuando permanecíamos sentados y mirábamos en silencio.
Después durante la cena el silencio se mantuvo. Yo quería oír el tamborileo de la lluvia. Comimos chuletas de cordero que él había asado al carbón en la plataforma. Comí con la cabeza gacha, con la cara metida en el plato. Era un embrujo silencioso de los que cuesta romper, y se hacía más denso con cada bocado que ingeríamos. Pensé en el tiempo muerto, la sensación de atraparse uno mismo, y escuché el ruido que hacíamos al masticar. Me habría gustado decirle que estaban muy buenas, pero había cocinado las chuletas demasiado tiempo y el calor había eliminado hasta la última traza de transpiración rosada. Quería oír el viento en las colinas, los murciélagos rascándose en los aleros.
Esto fue en el duodécimo día.
Miró el vaso de cerveza que tenía en la mano y anunció que su hija iba a venir de visita. Fue como oír que la tierra se había desplazado sobre su eje, volviendo a trocar la noche en un brote de día. Noticia significativa, otra persona, un rostro y una voz, llamada Jessie, dijo, una cabeza excepcional, etérea.
Nunca le pregunté a la anciana cuál era la razón. La veía bajar las escaleras agarrada al pasamano. Me paraba a mirarla, le ofrecía ayuda, pero nunca pregunté, nunca indagué en el problema, una lesión, una cuestión de equilibrio, un estado mental. Sólo me detenía en el rellano y la miraba bajar, peldaño a peldaño, letona, eso es todo lo que averigüé, y Nueva York, esto también, donde la gente no hace preguntas.