Stacy se sentó con la cabeza de Eric en el regazo. La enredadera se había llevado a rastras el cadáver de Mathias. Aún podía ver una bamba que sobresalía de la masa verde, pero el resto estaba cubierto por completo. Los zarcillos permanecían inmóviles y silenciosos, y sólo de vez en cuando se oía un suave rumor, un indicio de que estaban consumiendo el cuerpo.

Stacy no entendía por qué la planta no se había acercado reptando para capturar también a Eric. Ella no podría defenderlo, como tampoco había podido defender a Mathias, y estaba segura de que la planta lo sabía. Sin embargo, sólo había enviado un largo zarcillo, que ahora sorbía ruidosamente la sangre del inmenso charco que los rodeaba, vaciándolo poco a poco.

Dejó en paz a Eric.

No es que hubiera alguna duda de cómo acabaría todo: para Stacy era obvio que se estaba muriendo. Al principio pensó que sería cuestión de minutos. La sangre brotaba, goteaba y se deslizaba en finos hilos por todo el cuerpo de Eric, encharcándose en el hueco de las clavículas, surtiendo en chorros verticales en las heridas más profundas. Despedía un olor fuerte, vagamente metálico, que a Stacy le recordó su colección de monedas de la infancia, los centavos que limpiaba y clasificaba por fechas.

Le acarició la cabeza y Eric gimió.

—Estoy aquí —dijo—. Estoy aquí.

La sorprendió abriendo los ojos y mirándola con expresión de pánico. Cuando intentó hablar, emitió un susurro grave y demasiado débil para que ella le entendiera.

Stacy se inclinó.

—¿Qué?

Otro susurro vago. Parecía pronunciar un nombre.

—¿Madeleine? —preguntó Stacy. Eric cerró los ojos y volvió a abrirlos con esfuerzo—. ¿Quién es Madeleine, Eric? —Lo vio tragar y supo que era una acción dolorosa. Respirar también era doloroso. Todo era doloroso—. No conozco a ninguna Madeleine.

Eric negó muy despacio con la cabeza y ella notó que trataba de concentrarse, haciendo un esfuerzo para articular las palabras:

—Má… ta… me —dijo.

Stacy lo miró. «No —pensó—. No, no, no». Deseó que cerrara los ojos, que volviera a perder el conocimiento.

—Me… duele.

Stacy asintió.

—Lo sé, pero…

—Por favor…

—Eric…

—Por favor…

Stacy había empezado a llorar. Ahora entendía por qué la planta no había tocado a Eric: para poder atormentarla con su muerte.

—Te pondrás bien, te lo prometo. Sólo tienes que descansar.

Eric consiguió esbozar una sonrisa. Buscó la mano de Stacy y se la apretó.

—Te lo… su… plico. —Eso fue demasiado para Stacy; la enmudeció—. El… cu… chillo…

Stacy sacudió la cabeza.

—No, cariño. Chsss…

—Te lo… su… plico… Te… lo… su… plico.

No pararía, Stacy lo sabía. Seguiría con la cabeza sobre su regazo, sangrando, sufriendo, suplicándole que lo ayudara mientras el sol ascendía lentamente por el cielo. Si ella quería terminar con todo —con la hemorragia, el sufrimiento, las súplicas—, tendría que ocuparse de ello personalmente.

—Te… lo… su… plico…

Stacy le levantó la cabeza con cuidado y se puso en pie. «Se lo daré —pensó—. Dejaré que lo haga». Fue hasta el borde del claro y se metió entre las plantas. Se acuclilló junto al cadáver de Mathias y empezó a apartar las ramas. La planta ya había devorado el brazo derecho hasta el hombro. Pero la cara estaba intacta, con los ojos abiertos, mirándola. Stacy resistió el impulso de cerrarlos. El cuchillo seguía clavado entre las costillas. Tiró de él, separándolo del cuerpo, y se lo llevó a Eric.

—Aquí lo tienes —dijo. Se lo puso en la mano derecha y le cerró los dedos alrededor del mango.

Eric esbozó otra sonrisa torcida y negó despacio con la cabeza.

—Dema… siado… dé… bil —susurró.

—¿Por qué no descansas, entonces? Cierra los ojos y…

—Tú… —Trataba de devolverle el cuchillo—. Tú…

—No puedo, Eric.

—Por… favor… —Apretó el cuchillo contra la mano de Stacy—. Por… favor…

Stacy sabía que la vida de Eric había terminado. Lo único que le quedaba era sufrimiento. Necesitaba desesperadamente su ayuda. ¿No era una especie de pecado hacer caso omiso de sus ruegos y abandonarlo a una lenta agonía sólo porque ella era demasiado aprensiva, porque le daba terror hacer lo que debía? Tenía el poder para aliviarle el dolor, pero prefería no hacer nada. Por lo tanto, ¿no era responsable, en parte, de su suplicio?

«¿Quién soy? —se dijo otra vez—. ¿Sigo siendo yo?»

—¿Dónde? —preguntó.

Eric le cogió la mano que empuñaba el cuchillo y la guio hacia su pecho.

—Aquí… —Colocó la punta cerca del esternón—. Sólo… em… puja…

Hubiera sido fácil quitarle el cuchillo y arrojarlo a un lado, y Stacy le ordenó a su cuerpo que lo hiciera. Pero no la escuchaba, no se movía.

—Por… favor… —susurró Eric.

Stacy cerró los ojos. «¿Sigo siendo yo?»

—Por… favor…

Entonces lo hizo: se inclinó hacia delante y empujó el cuchillo con todas sus fuerzas.