Cuando comenzó, Eric ya no pudo detenerse.
Había empezado con el bulto de la pantorrilla, y fue bastante sencillo: un pequeño corte con el cuchillo y ahí mismo, apenas debajo de la piel, apareció un zarcillo firmemente enroscado, no más grande que una nuez. Se lo arrancó y lo arrojó a un lado. Luego empezó con el antebrazo, y fue aquí donde las cosas se complicaron. Hizo una pequeña incisión en el lugar donde había visto el bulto con forma de gusano, pero no encontró nada. Rebuscó con la punta del cuchillo, y luego alargó el sanguinolento tajo, hundiendo la hoja en línea recta desde la muñeca hasta el codo. El dolor era intenso —casi no podía sujetar el cuchillo—, pero el miedo era peor. Sabía que la enredadera estaba allí y tenía que encontrarla. Continuó cortando, escarbando cada vez más hondo y desplazándose luego lateralmente, insertando el cuchillo por debajo de la piel a cada lado de la incisión y tirando hacia arriba, levantando la epidermis, despellejándose hasta que todo el antebrazo quedó en carne viva. No paraba de salirle sangre —demasiada sangre— y ya no podía ver lo que hacía. Trató de contenerla con la mano, pero siguió brotando.
Entonces sintió un súbito espasmo en la nalga derecha, como si una mano lo hubiera cogido por ahí, así que se levantó, se bajó el pantalón corto y el calzoncillo y se giró para mirar. Pero no vio nada, y cuando iba a empezar a explorar la zona con la hoja, sintió un movimiento lento y ascendente en el torso, justo por encima del ombligo. Rápidamente desplazó su atención a este punto y empezó a cortar. Esta vez, la planta estaba cerca de la superficie: un zarcillo de más de treinta centímetros salió precipitadamente y quedó colgando de la herida, sacudiéndose y retorciéndose en el aire, chorreando sangre. Aún estaba conectado a él y parecía haber echado raíces en un lugar más alto de su cuerpo. Tuvo que hurgar con el cuchillo casi hasta la tetilla derecha pare extirpárselo.
Después fue el muslo izquierdo.
El codo derecho.
La nuca.
Había sangre por todas partes. Podía oler su aroma metálico, como a cobre, y sabía que la hemorragia lo estaba debilitando segundo a segundo. Una parte de él entendía que aquello era un desastre, que debía detenerse y que, de hecho, no debería haber empezado nunca. Pero la otra parte sólo era consciente de que la planta estaba metida en su cuerpo y quería librarse de ella a toda costa. Cuando volvieran a casa podrían coserlo, vendarlo y ponerle torniquetes. Lo importante ahora era no parar antes de haber acabado; de lo contrario, todo el sufrimiento habría sido en vano. Debía continuar cortando, hurgando y escarbando hasta cerciorarse de que no quedaba ni un solo zarcillo.
La enredadera estaba en su oreja derecha. Esto parecía imposible, pero levantó la mano y palpó la abultada masa de cartílago, la sintió debajo de la piel. Ya no pensaba; simplemente actuaba. Comenzó a serrucharse la oreja, manteniendo el cuchillo recto contra la cabeza. Había empezado a gemir, a llorar, no a causa del dolor —aunque éste era casi insoportable—, sino por la estridencia del cuchillo al seccionar la carne.
A continuación fue la espinilla izquierda.
La rodilla derecha.
Estaba levantando la piel de las costillas inferiores cuando apareció Mathias. El tiempo había empezado a transcurrir de una manera extraña, lento y rápido a la vez. Mathias gritaba, pero Eric no entendía lo que decía. Quería explicarle lo que estaba haciendo, aclararle la lógica de sus acciones, pero sabía que era imposible, que le llevaría demasiado tiempo y que el alemán nunca lo comprendería. Debía darse prisa —eso era lo fundamental—; tenía que extirpar toda la planta de su cuerpo antes de perder el conocimiento, y sabía que ese momento estaba muy próximo.
Entonces apareció también Stacy. Dijo algo, pronunció su nombre, pero Eric no la escuchó. Debía continuar cortando —era lo único que importaba—, y cuando se inclinaba para hacerlo, Mathias se lanzó sobre él para quitarle el cuchillo.
—¡No! —oyó que gritaba Stacy.
Eric estaba débil, no terminaba de controlar su cuerpo y actuaba por instinto. Lo único que quería era apartar a Mathias, empujarlo para que le dejase terminar lo que había empezado. Pero cuando alargó las manos para hacerlo, una de las dos sujetaba aún el cuchillo. Fue increíble la facilidad con que la punta atravesó el pecho del alemán, deslizándose entre dos costillas, justo a la izquierda del esternón.
A Mathias le fallaron las piernas. Cayó hacia atrás, alejándose de Eric, y el cuchillo se fue con él.
Stacy empezó a gritar.
—Warum? —dijo Mathias, mirando a Eric—. Warum?
Eric oyó el sonido de la sangre en la voz del alemán y la vio expandirse por la camiseta. El mango del cuchillo se movía rítmicamente, como un metrónomo. Eric sabía que era por el corazón del alemán. Le había clavado el cuchillo justo ahí.
Mathias trató de levantarse. Consiguió sentarse a medias, apoyado en un codo, pero era evidente que no llegaría más lejos.
—Warum? —dijo otra vez.
Ahora la planta pasó a la acción una vez más, reptando rápidamente por el claro y enrollándose alrededor del cuerpo de Mathias. Stacy corrió a su lado y trató de liberarlo. Hizo todo lo que pudo, pero había demasiados zarcillos.
Eric se sintió desfallecer. Necesitaba sentarse y lo hizo con tanta torpeza que más bien cayó sobre un charco de sangre, la suya y la de Mathias. Era absurdo, pero todavía quería el cuchillo, y si hubiese tenido fuerzas habría ido a gatas hasta el cuerpo del alemán para arrancárselo del pecho. Lo vio subir y bajar, subir y bajar, subir y bajar.
Cada vez llegaban más zarcillos. Stacy tiraba de ellos, ahora llorando.
Eric sabía que pronto irían también a por él.
Cerró los ojos sólo por un instante, pero fue suficiente. Cuando volvió a abrirlos, el cuchillo había concluido su rápido temblequeo.