Eric sentía la enredadera moviéndose en su interior. La tenía en la zona lumbar, en la axila izquierda, en el hombro derecho. El cuchillo estaba a tres metros de él, manchado de barro y de su propia sangre. Había planeado que empezaría a cortarse en cuanto Stacy y Mathias se marcharan de la cima, pero cuando llegó el momento, descubrió que le daba demasiado miedo. Ya había perdido una pavorosa cantidad de sangre —le bastaba con mirarse el cuerpo para saberlo—, y no sabía cuánta más podía permitirse el lujo de perder.

Se sentó, respiró hondo y se dobló, emitiendo una tos seca. No tenía mucosidad, sino la sensación de que en su pecho había algo que no debería estar allí y que su cuerpo trataba infructuosamente de expulsar. Había luchado contra esa tos durante toda la noche, y era extraño que no se hubiera percatado antes de su origen. Era la enredadera, desde luego, ahora estaba seguro. Sí, tenía un zarcillo creciendo en los pulmones.

«Debería meterme en la tienda —pensó—. Y acostarme. Da igual que el suelo esté mojado». Pero no se movió.

Tosió otra vez.

Habría resultado más fácil si Stacy se hubiera quedado con él. Ella le habría hablado, habría discutido. Y era posible que él la hubiese escuchado, ¿por qué no? Y en caso contrario, ella lo habría cogido del brazo, lo habría sujetado. Pero Stacy no estaba allí, lo había abandonado, así que nadie le impidió levantarse y coger el cuchillo.

Se sentó de nuevo, con el cuchillo en el regazo.

Quiso reiniciar el juego de palabras, la imaginaria prueba de vocabulario, pero no recordaba por qué letra iba. Además, le costaba concentrarse con aquellos movimientos en el interior de su cuerpo. Le parecía importante mantenerlos localizados. «El empeine del pie derecho… la nuca…»

Se inclinó hacia delante para rascarse la pantorrilla izquierda y se descubrió otro bulto. Lo examinó y vio cómo se aplanaba sólo para hincharse otra vez un poco más abajo. Era casi del tamaño de una pelota de golf. Al tocarlo, percibió el familiar adormecimiento de la zona.

Sabía que la incisión no le dolería; lo que le haría gritar sería la extirpación. Mientras pensaba en esto, encontró otro bulto. Estaba en el antebrazo izquierdo y era mucho más pequeño que los demás, de unos siete centímetros de longitud y delgado como un gusano. Cuando lo tocó, desapareció, hundiéndose profundamente en su carne.

Todo esto era demasiado para Eric, desde luego; no podía permanecer sentado viendo cómo esas cosas aparecían y desaparecían por todo su cuerpo. Tenía que hacer algo, y sólo había una solución, ¿no?

Cogió el cuchillo, se inclinó y empezó a cortar.