La lluvia amainó poco antes del amanecer. Cuando el sol despuntó, las nubes ya habían empezado a separarse y disiparse. Eric, Stacy y Mathias salieron de la tienda, agarrotados y titubeantes, y examinaron los daños producidos por la tormenta.

La enredadera se había extendido sobre la camilla, cubriéndola por completo y ocultando los restos de Pablo. Media docena de zarcillos había logrado meterse en el depósito azul, y estaban absorbiendo el agua recogida durante la tormenta. Los huesos de Amy habían sido arrastrados fuera del saco de dormir y estaban desperdigados por el claro. Eric vio que Stacy empezaba a recogerlos, moviéndose de un lado a otro con expresión ausente. Los dejó junto a la tienda, en un pequeño montón.

Durante la noche, a Eric le había entrado una tos seca y perruna. Le dolía la cabeza, tenía la ropa húmeda y la piel irritada por el tiempo que había pasado sentado en el agua. Estaba exhausto, hambriento y helado, y le costaba creer que todo eso fuera a cambiar.

Mathias se agachó junto a la camilla y comenzó a apartar los zarcillos del cadáver de Pablo. Eric estaba lo suficientemente cansado para no sentirse despierto: una vez más, todo había adquirido aquel aire lejano que resultaba a la vez reconfortante y aterrador. Por lo tanto, cuando se rascó distraídamente el pecho y notó un nuevo bulto bajo la piel, reaccionó con una serenidad impropia de él:

—¿Dónde está el cuchillo? —preguntó.

Mathias se volvió a mirarlo.

—¿Por qué?

Eric se levantó la camiseta. El bulto era aún peor de lo que pensaba, como si una estrella de mar se le hubiese metido entre las costillas y la piel. Y también se movía, reptando despacio pero visiblemente hacia el estómago.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Stacy, cubriéndose la boca con la mano.

Mathias se levantó y corrió hacia él.

—¿Te duele?

Eric negó con la cabeza.

—Tengo la zona dormida. No siento nada. —Se lo demostró apretando la protuberancia con el dedo.

Mathias miró alrededor, buscando el cuchillo. Lo encontró cerca de la tienda, semienterrado en el barro. Lo recogió y trató de limpiarlo un poco frotándolo contra sus tejanos. Éstos aún estaban húmedos, y el cuchillo les dejó una larga mancha marrón.

—También la tiene ahí abajo —dijo Stacy, señalando la pierna derecha mientras intentaba mirar hacia otro lado.

Eric se inclinó para ver mejor. Era verdad: un bulto con forma de serpiente le subía por la pierna, desde la parte superior de la espinilla hacia el interior del muslo. Se lo palpó con cuidado y tampoco sintió nada. La protuberancia le daba casi una vuelta entera alrededor de la pierna: empezaba por delante, giraba hacia la corva y se detenía poco antes de llegar a la entrepierna. «Debería estar gritando», pensó, pero por alguna razón mantuvo aquella digna actitud de aplomo. Stacy parecía la más afectada y era incapaz de mirarlo a los ojos.

Eric extendió el brazo, esperando el cuchillo.

—Dámelo.

Mathias no se movió.

—Tenemos que esterilizarlo.

Eric negó con la cabeza.

—De eso nada. No pienso esperar a que…

—Está sucio, Eric.

—No me importa.

—No puedes cortarte con algo tan…

—¡Joder, Mathias! ¿Quieres mirarme? ¿De verdad piensas que debería preocuparme por la posibilidad de una infección? ¿O de la gangrena? O bien viene alguien a rescatarnos hoy o mañana, o esta mierda me matará. ¿No lo ves? —Mathias no respondió—. ¡Ahora dame el puto cuchillo! —añadió, extendiendo la mano por segunda vez.

Eric sabía que Jeff no lo habría hecho. Jeff se habría ceñido a las normas; habría ido a buscar el jabón, encendido un fuego y calentado la hoja del cuchillo. Pero Jeff ya no estaba con ellos, y quien decidía ahora era Mathias. Éste titubeó, observando la estrella de mar en el pecho de Eric, la serpiente que le rodeaba la pierna. Eric lo vio tomar la decisión y supo cuál sería.

—De acuerdo —dijo Mathias—. Pero deja que lo haga yo.

Eric se quitó la camiseta.

Mathias miró alrededor del embarrado claro.

—¿Quieres acostarte?

Eric negó con la cabeza.

—Me quedaré de pie.

—Te dolerá. Sería más fácil si…

—Estoy bien. Hazlo.

Mathias empezó por el pecho. Practicó cinco cortes rápidos, dibujando un asterisco encima del bulto con forma de estrella de mar. Luego metió la mano dentro y tiró del zarcillo. Era sorprendentemente grande, tanto que tuvo que dejar el cuchillo en el bolsillo de atrás del pantalón y tirar con ambas manos de la viscosa masa. Ésta salió sacudiéndose, cubierta de sangre a medio coagular. El dolor —no el de los cortes, sino el del tirón— fue espantoso; Eric sintió como si Mathias le arrancara una parte esencial de su cuerpo, un órgano vital. Recordó las imágenes de la guía del viajero de Jeff, los aztecas con sus largos cuchillos extirpando el corazón aún latiente de sus prisioneros, y las rodillas estuvieron a punto de fallarle. Tuvo que agarrarse del hombro de Mathias.

Éste arrojó a un lado la movediza masa, que aterrizó en el barro con un chasquido húmedo y empezó a enroscarse y desenroscarse.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

Eric asintió y le soltó el hombro. La sangre le caía a chorros por el torso, empapando la cinturilla del pantalón. Hizo una bola con la camiseta y se la puso sobre la herida.

—Continúa —dijo.

Mathias se acuclilló y con un movimiento limpio hundió la hoja del cuchillo desde abajo hacia arriba y luego alrededor de la pierna de Eric. Una vez más, no experimentó dolor durante la incisión sino cuando Mathias metió la mano y desprendió la planta de su carne. Eric soltó un gemido, un rugido. Fue como si lo despellejasen vivo. Cayó pesadamente al suelo, aterrizando sobre el trasero. La sangre manaba a chorros de la pierna.

Mathias le enseñó el zarcillo. Era mucho más largo, con hojas y flores más desarrolladas, casi de tamaño normal. Se retorció en el aire y pareció levantarse hacia Eric, como si quisiera alcanzarlo. Mathias lo arrojó al barro y lo pisoteó, aplastándolo. Luego hizo lo mismo con el primero.

—Iré a buscar la aguja y el hilo —dijo, y echó a andar hacia la tienda.

—¡Espera! —exclamó Eric—. Hay más. —Su voz sonaba frágil y temblorosa; tan débil que lo asustó—. La tengo por todas partes en la pierna. Y también en el hombro y la espalda. Siento cómo se mueve. —Era verdad, ahora la sentía por todas partes, moviéndose debajo de la piel como un músculo al contraerse.

Mathias se volvió hacia él y lo miró fijamente. Estaba a un paso de la tienda.

—No, Eric, no empieces de nuevo —dijo con voz cansina. Él también parecía cansado; estaba encorvado y ojeroso—. Tenemos que coserte.

Eric calló. Se sentía súbitamente mareado y sabía que no tendría suficiente fuerza para discutir.

—Estás perdiendo demasiada sangre —añadió Mathias.

Por un momento, Eric tuvo la impresión de que iba a desmayarse. Se acostó con cuidado boca arriba. El dolor comenzaba a ceder. Cerró los ojos, y la oscuridad que le aguardaba allí estaba llena de colores: un anaranjado vivo que se convertía en rojo hacia los bordes. Sintió el vacío que le habían dejado los zarcillos en la pierna y el pecho, y se le antojó que esa sensación era consustancial al dolor, como si el cuerpo experimentase la extirpación de la planta como un robo, como si quisiera recuperarla.

Oyó que Mathias entraba en la tienda y luego regresaba, pero no abrió los ojos. Observó los colores que destellaban en la oscuridad y observó cómo aumentaban de intensidad cuando el alemán se inclinaba sobre él y comenzaba a coser la herida de la pierna. Se puso a trabajar sin mencionar siquiera la esterilización de la aguja. La incisión era larga, y tardó un buen rato en coserla. Luego le apartó las manos con cuidado, levantó la camiseta empapada en sangre y comenzó con la herida del pecho.

Eric se tranquilizó poco a poco. El dolor no disminuyó, pero empezaba a recuperar la familiar sensación de distancia, así que sentía como si observara el malestar de su cuerpo en lugar de percibirlo. El sol se había alejado del horizonte, empezaba a calentarse, y eso también le ayudó. Por fin dejó de temblar.

Stacy estaba en el otro extremo del claro; Eric la oía moverse de aquí para allá. Supuso que lo estaba evitando, que le daba miedo acercarse. Levantó la cabeza para averiguar qué hacía y la vio inclinada sobre la mochila de Pablo. Sacó la última botella de tequila y la levantó.

—¿Alguien quiere? —gritó.

Eric negó con la cabeza y vio que ella se agachaba para volver a mirar en el interior de la mochila. Por lo visto, había un bolsillo interior. La oyó abrir la cremallera. Rebuscó y sacó algo.

—Se llamaba Demetris —dijo.

—¿Quién? —preguntó Mathias sin levantar los ojos de la herida.

Stacy se volvió hacia ellos, enseñándoles un pasaporte.

—Pablo. Su nombre verdadero era Demetris Lambrakis.

Se levantó y cruzó el claro con el pasaporte en la mano. Mathias dejó la aguja, se limpió las manos en los tejanos y cogió el documento. Lo miró largamente, en silencio, y se lo pasó a Eric.

La foto mostraba a un Pablo un poco más joven y rollizo, con el pelo mucho más corto y un bigote ridículo. Vestía traje y corbata y parecía esforzarse para no sonreír. Eric notó —de nuevo como desde una gran distancia— que le temblaban las manos. Le devolvió el pasaporte a Stacy y apoyó la cabeza en el suelo. «Demetris Lambrakis». Repitió el nombre mentalmente, como si intentase memorizarlo. «Demetris Lambrakis… Demetris Lambrakis… Demetris Lambrakis…»

Mathias terminó de coser. Eric oyó que volvía a la tienda. Regresó con la lata de frutos secos. La abrió y dividió el contenido en tres pilas idénticas, contando cada fruto y usando el frisbee como bandeja. Eric comprendió que el alemán se había convertido en el jefe. Los tres parecían convenir en este punto sin necesidad de discutirlo.

Eric tuvo que sentarse para comer, y eso le produjo dolor. Dedicó un momento a examinarse el cuerpo. Parecía un muñeco de trapo heredado por varias generaciones de niños descuidados, cosido y recosido, con el relleno asomando por las costuras. No veía cómo iba a regresar vivo a casa, y este pensamiento se depositó en su alma como el limo en el fondo de un río. Sintió que le pesaba, que lo obligaba a resignarse. Pero a su cuerpo no parecía importarle y seguía reivindicando sus necesidades. La sola visión de los frutos secos lo llenó de un hambre feroz, y comió deprisa, engulléndolos, masticando y tragando en un santiamén. Cuando terminó, se lamió la sal de los dedos. Mathias le ofreció la garrafa de plástico y bebió de ella mientras notaba, una vez más, que la enredadera se movía en su interior.

El sol iba calentando conforme ascendía en el cielo. El barro comenzaba a secarse y sus huellas a solidificarse en pequeños huecos llenos de sombras. Los tres habían terminado de comer y se miraban en silencio.

—Supongo que debería ir a buscar a Jeff —dijo Mathias—. Antes de que haga más calor. —La idea parecía causarle una enorme fatiga.

Stacy todavía tenía la botella de tequila en el regazo y se entretenía enroscando y desenroscando el tapón.

—Tú crees que ha muerto, ¿no?

Mathias se volvió y la miró con los ojos ligeramente entornados.

—Deseo tanto como tú que no sea así. Pero desear y creer… —Se encogió de hombros—. Son cosas diferentes, ¿no?

Stacy no respondió. Se llevó la boca de la botella a los labios, echó la cabeza atrás y bebió. Eric intuyó que el alemán quería quitarle la botella de la mano, vio que estaba a punto de hacerlo, pero al final desistió. No era como Jeff; era demasiado reservado y distante para ser un líder. Si Stacy quería meterse en líos emborrachándose, era asunto suyo. Nadie la detendría.