Incluso después de que empezara a llover, Jeff se mantuvo en su puesto al pie de la colina. Si los griegos habían salido por la mañana, era posible que la tormenta los sorprendiese durante la caminata desde la carretera. Jeff dedicó un rato a especular sobre cómo reaccionarían Juan y Don Quijote ante la tormenta, si darían media vuelta e intentarían volver a Cobá, o si agacharían la cabeza y apretarían el paso. Jeff tuvo que admitir que la segunda posibilidad parecía la más remota. Supuso que sólo seguirían adelante si estuvieran a punto de llegar, si hubieran recorrido ya el camino principal y se encontrasen en el último tramo, donde el terreno se convertía gradualmente en una pendiente.
Decidió darles veinte minutos más.
Un tiempo considerable para estar sentado a la intemperie, sin un lugar donde resguardarse, bajo un feroz aguacero. Los mayas se habían retirado a la linde de la selva, y estaban apretujados debajo del hule. Sólo uno permaneció en el claro, vigilando a Jeff. Se había fabricado una especie de chubasquero con una bolsa de basura grande, haciéndole agujeros para la cara y los brazos. Jeff recordó haber improvisado una prenda parecida en una acampada con los Boy Scouts, cuando una tormenta de dos días los había pillado desprevenidos. En el camino de regreso se vieron obligados a vadear un río, el mismo que habían cruzado una semana antes, pero su caudal había aumentado de forma sustancial desde la última vez que lo habían visto. La corriente era impetuosa, y las gélidas aguas los cubrían hasta el pecho. Jeff se había desvestido y nadado en calzoncillos hasta la orilla contraria, con un rollo de cuerda en el hombro. Luego ató la cuerda a un árbol para que los demás pudieran agarrarse a ella mientras lo seguían. Recordó que tras realizar aquella hazaña se había visto a sí mismo como un valiente, una especie de héroe, y ese recuerdo le hizo sentirse ligeramente incómodo. Ahora era consciente de que se había pasado toda la vida compitiendo de una manera u otra, siempre fingiendo que se trataba de algo más que un juego. Pero sólo había sido eso, un juego.
Caía una lluvia torrencial. Había truenos, pero no relámpagos. Estaba casi oscuro cuando por fin Jeff miró el reloj y se levantó para marcharse.
Con el barro, el sendero se había vuelto tan resbaladizo que era difícil subir por él. Jeff tenía que detenerse a cada rato para recuperar el aliento. Durante una de esas pausas, cuando miró hacia abajo para ver hasta dónde había conseguido llegar, volvió a pasársele por la cabeza la idea de huir. Había tan poca luz que ya no alcanzaba a ver los árboles. Del suelo del claro había brotado una neblina que entorpecía aún más la vista. El aguacero había apagado los fuegos de los mayas, y a menos que se propusieran pasar la noche haciendo guardia uno al lado del otro alrededor de la linde de la selva, parecía perfectamente posible que Jeff encontrase un hueco por donde escapar.
La lluvia continuaba azotando la colina, pero Jeff ya no le prestaba atención. Estaba hambriento y exhausto. Quería regresar a la tienda, abrir la latita de frutos secos y repartirla entre todos. Quería beber de la garrafa de agua hasta que le doliera el estómago; quería cerrar los ojos y dormir. Pero luchó contra estas tentaciones —y también contra la sensación de fracaso, que seguía obsesionándole, prometiéndole un desengaño más— y trató de forjarse una esperanza, ese estado que ahora se le antojaba tan poco familiar. «¿Y si funciona?», se preguntó. ¿Y si conseguía bajar sin que lo vieran y descubría que todos los mayas se habían resguardado debajo del hule y el claro estaba desierto? ¿Por qué no iba a lograr escabullirse sin que lo vieran y desaparecer en la selva? Podría ocultarse allí hasta el amanecer y emprender el viaje a Cobá en cuanto aclarase. Podría salvarlos a todos.
Pero lo estaba haciendo de nuevo, ¿no? Más tonterías, más ficción. Porque, ¿cómo no iban a prever los mayas una cosa así? ¿No habría centinelas esperándolo, con las flechas a punto? Entonces tendría que volver sobre sus pasos, aún más cansado, helado y hambriento por el esfuerzo.
Le dio vueltas y vueltas a la idea, inclinándose primero por una opción y luego por la otra, mientras la lluvia caía sobre él y la oscuridad seguía creciendo. Al final, a pesar del hambre, la fatiga y los malos pálpitos, lo que triunfó fue la educación de Jeff, el proverbial ascetismo de los nativos de Nueva Inglaterra, aquel reflejo de los puritanos de escoger siempre el camino más difícil.
Regresó lentamente por el sendero hasta el pie de la colina.
Tal como había previsto, la neblina, la lluvia y la creciente oscuridad impedían ver nada a más de cinco metros de distancia. Si el maya del improvisado chubasquero seguía en el centro del claro, estaba fuera de su vista. Lo que significaba, desde luego, que Jeff también era invisible para él. Sólo tenía que recorrer veinte o treinta metros hacia la izquierda; de esta manera quedaría a mitad de camino entre los mayas resguardados debajo del hule y el siguiente campamento. Y luego, si avanzaba con sigilo, amparado en la oscuridad, la neblina y la lluvia, era muy posible que llegara a la selva sin que lo vieran.
Giró a la izquierda y comenzó a andar, contando sus pasos mentalmente: «Uno… dos… tres… cuatro…» La lluvia había saturado el claro, convirtiendo la tierra en un profundo y viscoso lodo que se le pegaba a las bambas. Jeff recordó que la primera noche, cuando intentó huir bajando entre las plantas, la enredadera había emitido sonidos para alertar a los mayas de su proximidad, y se preguntó por qué ahora permanecía callada e inmóvil. Desde luego, ese silencio podía ser un indicio de sus escasas posibilidades de éxito, porque, a pesar de la oscuridad, era probable que la enredadera hubiera percibido que los mayas seguían de guardia, que Jeff no lograría su cometido ni siquiera con la ayuda de la oscuridad, la neblina y la lluvia, y que lo obligarían a volver o lo matarían. En lo más profundo de su ser, Jeff advirtió este augurio adverso y reconoció que lo más lógico, lo más sensato, sería rendirse ahora y regresar al refugio de la cima.
Sin embargo, siguió andando.
Después de treinta pasos, se detuvo y escudriñó la selva. Sólo oía el sonido de la lluvia al caer sobre el barro a su alrededor. El viento agitaba la niebla, removiéndola engañosamente: Jeff no paraba de ver siluetas a su alrededor, primero a la izquierda y después a la derecha. Cada célula de su cuerpo parecía advertirle que retrocediera mientras podía, pero él no se explicaba por qué debía hacer algo así. Al fin y al cabo, ¿no era ésa la oportunidad que había estado esperando? ¿Cómo iba a renunciar a ella? Trató de darse ánimos imaginando cómo se sentiría en aquella tienda al cabo de cinco días, cuando el hambre empezara a acuciar y su cuerpo sucumbiera a ella, y cómo entonces pensaría en este momento, recordaría estos titubeos, furioso y asqueado ante su propia cobardía.
Dio otro paso hacia el claro y se detuvo al ver otra figura en la niebla, pero se desvaneció enseguida. Jeff estaba convencido de que la mejor manera de hacer lo que se proponía era avanzar con cautela, paso a paso, pero también sabía que no sería capaz de aplicar ese método, que si por fin decidía arriesgarse, echaría a correr. Estaba demasiado cansado para actuar de otra forma; no se encontraba en condiciones para emplear una estrategia más sensata y prudente. Por supuesto, corría el riesgo de chocar de bruces con un maya. Pero tal vez no importara. Si se movía con suficiente rapidez, quizá lograra desaparecer de nuevo en la oscuridad antes de que el hombre tuviera tiempo para levantar el arma. Sólo debía llegar a la selva, donde jamás lo encontrarían con ese tiempo; estaba seguro de ello.
Jeff se percató de que si seguía pensando, dudando, no pasaría a la acción. O bien lo hacía ahora, de inmediato, o regresaba sobre sus pasos. Este mismo pensamiento debió empujarle a replantearse las cosas, pero no se lo permitió. Regresar supondría aceptar otra derrota, y Jeff no estaba dispuesto a hacerlo. Volvió a recordar aquel río lejano, la cuerda colgada del hombro, el aplomo que había demostrado al sumergirse en las furiosas aguas, su absoluta confianza en sí mismo, y luchó por recobrar ese sentimiento, o al menos una semblanza de él.
Después respiró hondo.
Y echó a correr.
No había dado cinco pasos cuando percibió un movimiento a su izquierda: un maya levantándose con el arco en la mano. Incluso entonces, Jeff habría podido tener una oportunidad. Podría haberse detenido, sonreído y alzado las manos. Era preciso levantar el arco, preparar la flecha y tensar la cuerda, de manera que aún habría tenido tiempo suficiente para demostrar lo dócil e inofensivo que era. Pero eso hubiese sido pedirle demasiado. Ya estaba en marcha y no se detendría ante nada.
Oyó gritar al hombre.
«Errará el tiro —pensó Jeff—. No me…»
La flecha le dio justo debajo de la barbilla y le atravesó limpiamente el cuello, entrando por la izquierda y saliendo por la derecha. Jeff cayó de rodillas, pero se incorporó en el acto, pensando: «Estoy bien, no me ha herido», mientras su boca se llenaba de sangre. Logró dar otros tres pasos antes de que lo alcanzara la siguiente flecha. Ésta penetró en su pecho, a unos centímetros por debajo de la axila, y se hundió casi hasta las plumas. Jeff sintió como si le hubiesen dado un martillazo. Se le cortó la respiración, y supo que no la recuperaría. Cayó otra vez, ahora con más fuerza. Abrió la boca y expulsó un potente chorro de sangre que salpicó en el barro. Trató de levantarse, pero le fallaron las fuerzas. Sus piernas se negaban a moverse; las sentía frías y lejanas, como si estuvieran detrás de él, en la oscuridad. Todo se nublaba cada vez más: no sólo su vista, sino también sus pensamientos. Tardó unos instantes en darse cuenta de quién lo estaba agarrando. Pensó que era uno de los mayas.
Pero no; nada más lejos de la realidad.
Los zarcillos habían salido al claro y estaban enroscándose alrededor de sus extremidades, arrastrándolo por el barro. Intentó levantarse una vez más, y hasta consiguió hacer una torpe flexión de pecho antes de que la enredadera tirase de su brazo izquierdo. Entonces cayó sobre la flecha que aún le sobresalía del pecho, clavándola más hondo con el peso de su cuerpo. Los zarcillos lo llevaban hacia la colina. Debajo de él, el barro irradiaba un extraño calor. Jeff supo que era su sangre. Oyó cómo la enredadera la sorbía ruidosamente, para transportarla a las hojas. En la periferia de su campo de visión distinguió unas siluetas; eran los mayas que lo observaban sin dejar de apuntarlo con el arco.
—Ayudadme —suplicó, y su voz gorgoteó al pasar entre la sangre que continuaba llenándole la boca. Sabía que sus palabras eran inaudibles, pero trató de hablar de todas maneras—. Por favor… ayudadme…
Fue lo único que consiguió articular. Entonces un zarcillo le cubrió los labios. Otro se deslizó viscosamente por encima de sus ojos y orejas y el mundo pareció retroceder un paso —los mayas que lo miraban, la lluvia, el calor de su sangre—, luego otro y otro mientras todo se alejaba, todo menos el dolor de sus heridas, hasta que al final, en el largo instante que precedió a la muerte, sólo quedó la oscuridad; la oscuridad, el silencio, y el dolor.