Eric se había hecho un ovillo debajo del saco de dormir, tratando de calentarse. Llovía, y Stacy y Mathias estaban fuera, mojándose. El viento no dejaba de rachear y sacudir la tienda. Eric estaba agotado, pero no se dormiría si no había nadie que lo vigilara. Sólo cerraría los ojos durante un instante, unos segundos; cerraría los ojos, respiraría, descansaría. De repente Stacy reapareció, se inclinó sobre él y le preguntó si se encontraba bien. Estaba mojada, desnuda, chorreando sobre él. El techo también chorreaba. Y Eric pensó: «Estoy dormido. Soñando». Pero no era verdad; o no del todo. Era consciente de que ella estaba en la tienda y la oyó rebuscar en las mochilas, secarse y vestirse con ropa nueva. Eric se palpó las heridas, temiendo que la enredadera lo hubiese atacado mientras dormitaba, pero no descubrió ningún indicio de ello. Le dolía todo el cuerpo, hasta las yemas de los dedos, las plantas de los pies y las rodillas… todo.
Oyó voces y levantó la cabeza. Stacy estaba junto a la puerta de la tienda, hablando con Mathias. Eric volvió a cerrar los ojos, creyó que sólo por un instante, pero cuando los abrió, descubrió que estaba solo. Volvió a palparse las heridas y pensó en sentarse, pero no tuvo fuerzas suficientes. La lluvia hacía tanto ruido —un ruido semejante a un aplauso— que le impedía pensar.
Sintió que volvía a quedarse dormido y se resistió, tratando de mantenerse despierto. Estaba en clase durante su primer día como profesor, pero cada vez que intentaba hablar, los alumnos aplaudían, ahogando su voz. Se dio cuenta de que era un juego, aunque no estaba seguro de cuáles eran las reglas; sólo sabía que iba perdiendo, y que si la cosa seguía así, lo despedirían antes de que acabara la jornada. Curiosamente, esta perspectiva le pareció reconfortante. Una parte de él seguía despierta y sabía que estaba soñando. Y con este pequeño resquicio de conciencia, Eric se las ingenió incluso para analizar su sueño. En el fondo no deseaba ser profesor, nunca lo había deseado, pero sólo era capaz de admitirlo ahora que estaba atrapado en un lugar de donde no regresaría nunca. «Entonces, ¿qué?», pensó, y la respuesta llegó de una forma que le hizo comprender que también este autoanálisis formaba parte del sueño, porque descubrió que quería ser camarero de una taberna, pero no una taberna de verdad, sino una de película de vaqueros en blanco y negro, con puerta de vaivén, una partida de póquer entre borrachos en un rincón, y unos pistoleros batiéndose a duelo en la calle. Él llenaría las jarras de cerveza y las deslizaría sobre el mostrador. Tendría acento irlandés y sería el mejor amigo de John Wayne, o de Gary Cooper…
—Se lo está inventando, ¿vale, Eric? Lo sabes, ¿no?
La tienda estaba oscura y Stacy se inclinaba sobre él otra vez, chorreando, tocándole el brazo. Parecía nerviosa y asustada. No dejaba de mirar por encima del hombro, hacia la puerta de la tienda.
—No es real —dijo—. No ocurrió.
Eric no sabía de qué hablaba; seguía medio inmerso en el sueño, los alumnos aplaudiéndole, las puertas de la taberna balanceándose.
—¿Qué es lo que no ocurrió? —preguntó.
Entonces, por debajo del sonido de la lluvia, oyó un susurro: Bésame, Mathias. ¿Por qué no me besas? Era una voz femenina y procedía del claro. Parecía la de Stacy, pero estaba ligeramente distorsionada; era y no era ella a la vez.
Stacy adivinó lo que pensaba.
—Está tratando de fingir mi voz. Pero yo nunca dije eso.
Y entonces sonó una voz parecida a la de Mathias:
No deberíamos. ¿Y si él…?
Calla. Nadie nos oirá.
—No soy yo —dijo Stacy—. Te lo juro. No pasó nada.
Eric se incorporó y se sentó con las piernas cruzadas y el saco de dormir sobre los hombros. Desde el claro oscuro y asolado por la lluvia llegó el sonido de unos jadeos, al principio suaves y luego más fuertes.
De nuevo la voz de Mathias, casi suspirando: Ay, qué bien.
Los jadeos se convirtieron en gemidos.
Más fuerte, murmuró la voz de Stacy.
Los gemidos crecieron de manera gradual e inexorable hasta el clímax, y entonces sonó algo parecido a un grito de Stacy. Después se hizo el silencio, sólo el tamborileo de la lluvia y la ronca y entrecortada respiración de Pablo. Eric miró a Stacy a través de la oscuridad. Llevaba la ropa de otra persona. Le quedaba pequeña, y se le había adherido al cuerpo a causa de la humedad.
No debería importarle, desde luego. Puede que hubiera pasado y puede que no; de cualquier modo, sería una estupidez preocuparse por eso en un momento semejante. Eric vio la lógica del argumento y durante unos minutos luchó por guardar la distancia necesaria para adoptar una actitud racional. Incluso pensó en la posibilidad de reír. ¿Sería una buena estrategia? ¿Debía cabecear y soltar una risita burlona? ¿O debía abrazarla? Pero Stacy estaba tan mojada, y vestida con esa ropa extraña parecía una puta. La idea llegó sin que la buscara; es más, Eric trató de no hacerle caso, pero no pudo librarse de ella, no con esos pezones erectos debajo de la blusa, con esa falda a mitad del muslo y…
—Tú sabes que no es verdad —dijo Stacy—. ¿No?
«Limítate a reír —pensó—. Es tan sencillo…» Pero entonces, sin proponérselo, empezó a hablar, su voz salió de él, incontrolable, y lo condujo por un camino completamente distinto:
—La planta no se inventa cosas.
Stacy guardó silencio, mirándolo con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Eric…
—Imita cosas que ha oído. No las crea.
—Entonces oyó a alguien haciendo el amor y ahora ha añadido nuestras voces.
—O sea que es tu voz. ¿Tú has dicho esas cosas?
—Por supuesto que no.
—Pero acabas de decir que añadió tu voz.
—Quiero decir que ha cogido cosas que hemos dicho y las ha mezclado para hacernos decir cosas diferentes. ¿Entiendes? Coge una palabra de una conversación y otra de…
—¿Cuándo dijiste «más fuerte», o «bésame»?
—No sé. Tal vez…
—Vamos, Stacy, Dime la verdad.
—Esto es una estupidez, Eric.
Éste se dio cuenta de lo nerviosa que se estaba poniendo y de cómo luchaba para controlarse.
—Sólo quiero la verdad.
—Ya te he dicho la verdad. No pasó nada. No…
—Te prometo que no me enfadaré.
Pero ya estaba enfadado, desde luego. Ésta no era la primera vez que le pedía que confesara una infidelidad, y ahora sintió que el peso de todas aquellas conversaciones previas lo abrumaba y lo instaba a seguir. Indefectiblemente, las discusiones seguían unas pautas, se ajustaban a un guión: él le daba la lata, razonaba con ella, desmontaba metódicamente sus tácticas evasivas o de distracción y la arrinconaba hasta que ella no tenía más remedio que sincerarse. Entonces Stacy lloraba, le suplicaba que la perdonase y prometía no volver a engañarlo. Y por alguna razón, a su pesar, Eric siempre la creía. La sola idea de recorrer ahora el mismo camino, de avanzar pesadamente por cada una de sus numerosas etapas, le producía un cansancio enorme. Quiso haber llegado ya al final. Quería verla llorar, suplicar y prometer, y le enfurecía el hecho de que incluso allí, incluso en circunstancias tan extremas como aquéllas, Stacy lo obligaría a bregar.
—Mírame —dijo Stacy—. ¿De verdad supones que podría tener el menor interés en tirarme a cualquiera en estos momentos? No puedo ni…
—¿Te lo tirarías en otro momento?
—Eric…
—¿Te lo habrías tirado en Cancún?
Stacy soltó un suspiro audible, como si la pregunta fuese demasiado degradante para merecer una respuesta. Y en cierto modo lo era, Eric lo sabía. «Un razonamiento sereno —pensó—. Una voz serena». Se esforzó por conseguir esas cosas, pero no las consiguió.
—¿Te lo tiraste en Cancún? —preguntó.
Antes de que Stacy pudiera responder, su voz comenzó otra vez:
Abrázame. Sólo abrázame.
No deberíamos. ¿Y si él…?
Calla. No nos oirá nadie.
Los jadeos comenzaron de nuevo y fueron subiendo de volumen de manera gradual. Eric y Stacy permanecían callados, escuchando. ¿Qué otra cosa podían hacer?
Ay, qué bien…
Los jadeos se convirtieron en gemidos. Eric estaba concentrado en las voces, que seguían sonando ligeramente distorsionadas. Unas veces no tenía dudas de que pertenecían a Stacy y a Mathias y otras casi estaba dispuesto a creer que, como decía su novia, aquello no era real, no había sucedido.
Ay, qué bien, oyó, y pensó: «No, ése no puede ser él».
Más fuerte, oyó —un susurro apremiante, lleno de pasión—, y se dijo: «Sí; no cabe duda de que es ella».
Al final llegó el clímax y a continuación la lluvia, la respiración de Pablo y el aleteo húmedo de la puerta de la tienda cada vez que soplaba una ráfaga de viento. Stacy le puso una mano en la rodilla y se la acarició a través del saco de dormir.
—Trata de separarnos, cariño. Quiere que peleemos.
—Di «Abrázame, sólo abrázame».
Stacy le quitó la mano de la rodilla y lo miró con fijeza.
—¿Qué?
—Quiero oírtelo decir. Entonces lo sabré.
—¿Qué sabrás?
—Si es tu voz.
—Te estás comportando como un gilipollas, Eric.
—Di «No nos oirá nadie».
Stacy sacudió la cabeza.
—Ni lo sueñes.
—O «Más fuerte». Susurra «Más fuerte».
Stacy se levantó.
—Tengo que ir a ver cómo está Pablo.
—Está bien. ¿No lo oyes? —Y era verdad: la respiración del griego parecía ocupar toda la tienda.
Stacy tenía los brazos en jarras. Aunque Eric no podía verle la cara, intuía que tenía la frente fruncida.
—¿Por qué haces esto? Tenemos tantos problemas que resolver y tú te comportas como…
—Amy tenía razón. Eres una puta.
Esto le llegó al alma, la silenció como una bofetada. Después, en voz baja, dijo:
—¡Joder, Eric! ¿Cómo puedes decir eso?
Eric notó un temblor en su voz y estuvo a punto de darle un respiro. Pero enseguida empezó a hablar de nuevo, incapaz de contenerse.
—¿Cuándo lo hicisteis? ¿Esta noche? —Era difícil saberlo, pero cabía la posibilidad de que Stacy estuviera llorando—. Cuando entraste estabas desnuda —añadió—. Te vi desnuda.
Stacy se limpió la cara con la mano. La lluvia arreció de pronto, subiendo de volumen, y la tienda pareció a punto de desplomarse bajo su peso. Los dos se agacharon instintivamente. Pero esto sólo duró unos segundos, y cuando terminó, una extraña quietud se apoderó del mundo.
—¿Lo hicisteis en otras ocasiones?
Stacy se sorbió la nariz.
—Para, por favor.
Eric titubeó. Por extraño que pareciera, ese silencio exacerbado comenzaba a inquietarlo; parecía agorero, amenazador. Miró hacia el claro, como si esperase ver a un intruso.
—Dime cuántas veces, Stacy.
—Eres un cabrón.
—No estoy enfadado. ¿Te parezco enfadado?
—A veces te odio. En serio.
—Sólo quiero la verdad. Sólo quiero…
Stacy lo sobresaltó con un grito:
—¡Cierra la boca! ¿Quieres? —dijo, tirándose de los pelos—. ¡Cierra la puta boca de una vez!
Dio un paso al frente, como si fuera a pegarle, con el brazo derecho levantado por encima de la cabeza, pero se detuvo y se giró hacia la puerta de la tienda.
Eric siguió su mirada. Mathias estaba allí, agachándose para entrar en la tienda, con un pie fuera y otro dentro. Estaba totalmente empapado. Era difícil distinguir cualquier otro detalle en la oscuridad, pero Eric percibió la turbación del alemán. Dio la impresión de que iba a retroceder para devolverles la intimidad, pero entonces Eric dijo:
—Tal vez puedas decírmelo tú. ¿Te la has follado?
Mathias se quedó mudo, demasiado sorprendido por la pregunta para responder.
—La enredadera ha estado hablando —explicó Stacy—. Como si tú y yo nos hubiéramos acostado.
Eric estaba inclinado hacia delante, escrutando la cara de Mathias, tratando de descifrar su expresión.
—Di «Ay, qué bien».
Mathias todavía tenía una pierna fuera. Sacudió la cabeza.
—No entiendo —dijo.
—O «No deberíamos; y si él…». ¿Quieres decirlo, por favor?
—Para, Eric —dijo Stacy.
Eric se volvió bruscamente hacia ella.
—No hablo contigo, ¿vale? —Y de nuevo hacia Mathias—. Dilo. Sólo quiero escuchar tu voz.
—¿Dónde crees que estás? —preguntó Mathias, y a Eric no se le ocurrió ninguna respuesta lógica. Pensó: «En el infierno. Estoy en el infierno». Pero no lo dijo—. Aunque fuera verdad, ¿qué importancia tendría a estas alturas que Stacy y yo nos hubiéramos enrollado? ¿Qué más daría? Estamos atrapados en este sitio sin comida, no puedo encontrar a Jeff y Pablo…
Se interrumpió y ladeó la cabeza, aguzando el oído. Los demás le imitaron.
«El silencio», pensó Eric.
Mathias desapareció bajo la lluvia.
—Ay, Dios. Ay, no, por favor —gimió Stacy, y salió corriendo tras él.
Eric se levantó, todavía con el saco de dormir sobre los hombros. Se acercó a la puerta y miró hacia el cobertizo. Mathias se había arrodillado junto a la camilla y Stacy estaba de pie a su lado. La lluvia caía a cántaros sobre ambos.
—Lo siento —no paraba de repetir Stacy—. Lo siento tanto.
Mathias se levantó. No dijo nada. No hizo falta; no habría podido encontrar palabras más elocuentes que la expresión de desprecio que le dedicó a Eric cuando entró en la tienda.
Stacy se acuclilló, se abrazó a sus piernas y comenzó a mecerse:
—Lo siento tanto… lo siento tanto… lo siento tanto…
A Eric le costó distinguir a Pablo en su camilla, detrás de ella, apenas visible en la oscuridad. Inmóvil. En silencio. Mientras discutían en la tienda y la lluvia caía con furia desde el cielo, la enredadera había enviado un emisario. Un solo zarcillo que se enroscó alrededor de la cabeza del griego, tapándole la boca y la nariz hasta asfixiarlo.