Stacy estaba en la tienda con Eric.
Había perdido los nervios durante un rato, en el claro, junto al saco de dormir, mientras la enredadera reptaba y reía a sus pies. Se había echado a llorar, abrazada a Eric, mientras las lágrimas no paraban de brotar. Continuó llorando hasta mucho después de que Jeff bajara al pie de la colina, después de que la planta callara, e incluso después de que regresara Mathias. Esto la asustó y comenzó a preguntarse si sería capaz de detenerse alguna vez.
Pero Eric había seguido abrazándola y acariciándola, diciendo «tranquila, tranquila» y al final, quizá sólo por cansancio, notó que empezaba a calmarse.
—Necesito recostarme un rato —había murmurado.
Y así fue como acabaron otra vez en la tienda. Eric le abrió la puerta y la acompañó. Cuando ella se dejó caer sobre el único saco de dormir que quedaba, él se acurrucó a su lado. Al llanto siguió una sensación de pesadez, de incapacidad para continuar. «Esto también pasará», se dijo Stacy, y trató de creérselo. Recordó lo interminables que se le habían antojado las tres horas que pasó al pie de la colina por la mañana, sola, y cómo había pensado que sería incapaz de soportarlas. Había hecho un enorme esfuerzo por no pensar en Amy —enorme e infructuoso— y un momento condujo al siguiente, hasta que al fin se volvió y se encontró a Mathias, diciéndole que ya era la hora y podía volver a subir.
Le dolía la garganta y tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Aunque estaba cansada, desesperadamente cansada, le daba miedo dormirse. Sentía la respiración de Eric en la nuca. La tenía abrazada, y al principio le había gustado, la había tranquilizado y reconfortado, pero ahora, de repente, comenzó a sentir que la apretaba demasiado, haciéndola consciente del ritmo de su corazón, que aún latía desbocado.
Trató de cambiar de posición, pero sólo consiguió que él se acercara más.
—Tengo mucho frío —dijo Eric—. ¿Tú también? —Stacy negó con la cabeza. De hecho, el cuerpo de Eric no estaba frío sino caliente, casi ardiente. La hacía sudar allí donde la tocara—. Y estoy cansado —añadió—. Hecho polvo.
A su regreso, Stacy había encontrado a Eric dormido con la boca abierta en medio del claro. Jeff, que había estado cosiendo la bolsa del depósito, la llamó nada más verla asomar por el sendero y le dijo que bebiera agua. Incluso entonces, Eric no se movió. Suponía que debía de haber dormido durante dos o tres horas y, sin embargo, seguía cansado. Se movió otra vez, ahora con mayor energía, y él la soltó, dejando caer los brazos como pesos muertos. Stacy se sentó y se volvió para mirarlo.
—¿Me vigilarás? —preguntó Eric.
—¿Vigilarte?
—Mientras duermo —respondió—. Sólo un rato.
Stacy asintió. Observó las heridas de la pierna de Eric, los feos costurones que le había dejado Jeff, brillantes por la pomada antiséptica. Tenía la piel manchada de sangre. Estaba destemplado y cansado, y no había motivos evidentes para ninguna de las dos cosas. Stacy hizo un esfuerzo consciente para no sacar conclusiones de esta observación. Cerró los ojos y pensó: «Esto también pasará».
Dio un respingo cuando la tocó. Había extendido el brazo para cogerle la mano y la miraba con una sonrisa somnolienta. Stacy no se soltó, pero le costó lo suyo; quería apartarse, huir del calor que irradiaba la piel de Eric y de su mano sudorosa. «Está dentro de él», pensó. Trató de sonreír, y lo logró, pero apenas. No importó demasiado, porque Eric estaba cerrando los ojos.
Stacy esperó a estar segura de que se había dormido y entonces retrocedió muy despacio y se soltó, dejando la mano de Eric sobre el suelo de la tienda, con la palma hacia arriba y ligeramente ahuecada, como la de un mendigo. Se imaginó poniendo una moneda en ella, a altas horas de la madrugada en la calle de una ciudad desconocida, y se vio a sí misma dándose prisa, alejándose para no volverlo a ver.
«Esto también pasará».
Mathias estaba en el claro, sentado junto a Pablo. Stacy le oyó respirar a pesar del zumbido del viento, que había ido arreciando de forma gradual pero implacable y ahora hinchaba las paredes de la tienda. Allí dentro estaba casi oscuro. Eric empezó a roncar, como de costumbre. En el cuarto de la residencia universitaria, Stacy solía imitarlo para Amy, bufando y resoplando a altas horas de la noche, cuando cambiaban confidencias, y las dos se reían de él. Ahora, el dolor de este recuerdo fue sorprendentemente físico: una opresión pulsátil en el pecho. Se tocó el punto exacto y lo masajeó, tratando de contener las lágrimas.
«Esto también pasará».
Hubo algo que le hizo presentir la llegada de la lluvia. «Aquí viene», pensó, y no se equivocó: un instante después se desató la tormenta. Era una lluvia racheada, empujada por el viento, como si una gigantesca mano húmeda golpease la tienda rítmicamente.
Stacy se inclinó hacia delante y le tocó el hombro a Eric.
—Eric —dijo.
Él abrió los ojos y la miró, pero no parecía despierto.
—Está lloviendo —dijo.
—¿Lloviendo?
Stacy vio que se tocaba una herida tras otra, como para comprobar que seguían allí.
—Tengo que ayudar a Mathias, ¿vale?
Eric se limitó a mirarla fijamente. Tenía la cara demacrada y muy pálida. Stacy pensó en toda la sangre que había perdido en las últimas cuarenta y ocho horas y recordó a Jeff extirpándole los zarcillos. No pudo evitar estremecerse.
—¿Estarás bien? —preguntó.
Eric asintió y se cubrió con el saco de dormir. Stacy se conformó con eso y salió rápidamente a la lluvia.
Al cabo de unos segundos estaba empapada. En el centro del claro, Mathias llenaba la garrafa con el frisbee. Tenía la ropa adherida al cuerpo y el sombrero, deformado por la lluvia, le caía sobre la cara. Le alargó el frisbee y la garrafa a Stacy y corrió hacia Pablo, que permanecía inmóvil y con los ojos cerrados mientras la lluvia lo azotaba. Stacy esperó que se llenara el frisbee y vertió el agua en la garrafa. Repitió estas acciones una y otra vez, mientras Mathias trataba de mover el cobertizo para proteger mejor al griego. Parecía una tarea imposible, ya que el viento continuaba racheando, empujando la lluvia casi horizontalmente. La única manera de resguardar a Pablo sería meterlo en la tienda.
Stacy tapó la garrafa. El depósito de nailon parecía funcionar: se estaba llenando. La lluvia caía a cántaros, convirtiendo el claro en un lodazal. Stacy sintió que sus sandalias se hundían en el barro. Entonces vio que la pastilla de jabón estaba semienterrada junto al depósito, la recogió y se lavó la cara y las manos. Después echó la cabeza atrás, dejando que la lluvia la enjuagase. Pero no era suficiente. Quería más, y sin pensarlo se quitó la camisa, los pantalones e incluso la ropa interior. Desnuda en el centro del claro, se enjabonó los pechos, el vientre, la entrepierna y el pelo, eliminando la suciedad —el sudor, la grasa, el olor— de todo su cuerpo.
Mathias estaba agachado junto al cobertizo, ajustando los retazos de nailon a los palos de aluminio mientras el viento tiraba de él. Se volvió como para pedirle ayuda a Stacy, pero luego se limitó a observarla, recorriéndole el cuerpo con la mirada de abajo arriba. Cuando llegó a los ojos, los rehuyó y se volvió hacia el cobertizo sin decir palabra.
La luz, de por sí débil, estaba disipándose con rapidez. Hacía rato que Stacy había perdido la noción de la hora, así que no sabía si esto era un efecto de la tormenta, que oscurecía el día, o si el sol había empezado a ponerse por detrás de la masa de nubes. Se oían truenos —graves, rugientes, guturales— y la lluvia caía con suficiente fuerza para irritarle la piel. Además, cada vez hacía más frío. Tuvo que apretar los dientes para que no le castañetearan. Temblaba, calada hasta los huesos por el agua helada.
«Los huesos».
Stacy se volvió hacia el saco de dormir, con la madeja de zarcillos brotando de su interior y las manchas blancas destellando por la humedad bajo la luz mortecina. Tuvo la extraña sensación de que alguien la observaba y de repente tomó conciencia de su desnudez, se sintió vulnerable y se abrazó, ocultando los pechos bajo los brazos cruzados. Miró a Mathias, que seguía de espaldas, concentrado en su lucha con el cobertizo, y luego hacia el sendero, pensando que quizás hubiera regresado Jeff. Pero allí no había nadie; ni siquiera Eric mirándola desde la tienda. Aquella incómoda sensación continuó, sin embargo, e incluso se intensificó. Sólo entendió cuál era su origen cuando se volvió hacia la ladera de la colina, a la lluvia que caía sin pausa sobre las verdes hojas, agitándolas y meciéndolas.
Era la planta; podía sentirla observándola.
Corrió a la tienda, abandonando el montón de ropa mojada en el barro.
Dentro estaba aún más oscuro que fuera, y Stacy apenas alcanzaba a distinguir a Eric; tuvo que esforzarse para verlo en el suelo de la tienda, envuelto en el saco de dormir. Supuso que tendría los ojos abiertos, porque le pareció sentir su mirada al entrar, pero no podía asegurarlo.
—Me he lavado —dijo—. Tú deberías hacer lo mismo. —Eric no respondió. No habló ni se movió. Stacy se acercó y se agachó—. ¿Eric? —Ahora gruñó y se movió un poco—. ¿Te encuentras bien?
Otro gruñido.
Stacy titubeó, mirándolo en la oscuridad. El viento no dejaba de azotar las paredes de la tienda. El techo tenía varias goteras y el agua caía al suelo con un golpeteo, formando crecientes charcos. Stacy no podía dejar de temblar.