Jeff no había recorrido ni cien metros cuando la planta calló. Había imaginado que sentiría alivio, pero no fue así. El silencio, la forma repentina en que la voz se apagó y el inexplicable sentimiento de soledad que le siguió fueron mucho peores. Acababa de oír a Amy en el momento de su muerte, por supuesto, su voz interrumpida en mitad de un grito. Sintió la inminencia de las lágrimas y supo que esta vez serían más poderosas que él, que no tendría más alternativa que someterse. Se acuclilló en medio del sendero, cruzó los brazos sobre las rodillas y hundió la cara entre ellos.
Era absurdo, pero no quería que la enredadera supiese que estaba llorando. Sintió el impulso de esconderse, como si temiera que la planta se alegrase de verlo sufrir. Lloró pero sin ruido, limitándose a hacer pequeñas aspiraciones entrecortadas. Y mantuvo la cabeza agachada todo el tiempo. Cuando al fin logró tranquilizarse, se levantó y se secó las lágrimas y los mocos con la manga de la camisa. Sentía las piernas temblorosas y un vacío extraño en el pecho, pero advirtió que aquel desahogo lo había fortalecido y serenado. Todavía estaba angustiado —¿cómo no iba a estarlo?—, y se sentía culpable y solo, pero al mismo tiempo más entero.
Continuó bajando la colina.
Por encima de él, al oeste, las nubes continuaban creciendo y oscureciéndose de manera ominosa. Se acercaba una tormenta, y de las grandes, a juzgar por los indicios. Jeff calculó que tardaría un par de horas en descargar. Supuso que tendrían que apretujarse en la tienda, y la idea de los cuatro metidos en ese espacio reducido, esperando que pasara el tiempo, le causó ansiedad. Pablo también era un problema; no podían dejarlo bajo la lluvia, ¿no? Jeff se devanó los sesos tratando de resolver ese dilema; imaginó la camilla dentro de la tienda, con ellos, mientras el agua se filtraba a través del techo de tela y el cuerpo del griego despedía aquel terrible hedor, y enseguida se dio cuenta de que esa solución era impracticable. Sin embargo, no se le ocurrió otra. «A lo mejor no llueve», pensó, e incluso mientras lo pensaba supo que estaba comportándose como un niño, igual que los demás, esperando pasivamente, confiando en que aquello que se le antojaba demasiado horrible incluso para imaginarlo se desvanecería sin más con sólo mirar hacia otro lado.
Mathias estaba sentado al pie de la colina, de cara a los árboles. No oyó que Jeff se acercaba o, si lo oyó, no se molestó en volverse. Jeff se sentó a su lado y le dio el medio plátano.
—La comida —dijo.
Mathias cogió la fruta sin decir palabra. Jeff lo observó mientras empezaba a comer. Era viernes, el día en que Mathias y su hermano debían regresar a Alemania. Jeff y los demás le habrían dado su teléfono y la dirección de correo electrónico. Se habrían hecho vagas pero sinceras promesas de visitarse en el futuro. Se abrazarían en el vestíbulo, y Amy habría sacado fotos. Después, ellos cuatro se quedarían junto al ventanal, saludando con la mano mientras la furgoneta se alejaba, llevándose a los dos hermanos al aeropuerto.
Jeff volvió a limpiarse la cara con la manga de la camisa, temiendo que quedaran vestigios de su llanto, como el rastro de las lágrimas en sus mugrientas mejillas. Era evidente que Mathias no había oído a la enredadera, y Jeff se sorprendió de lo mucho que le alivió este hecho. Se dio cuenta de que no quería que el alemán se enterase; le preocupaba lo que pudiera pensar de él.
«Me llamó. Pronunció mi nombre».
Los mayas estaban atando un trozo de hule entre los árboles, Jeff supuso que para protegerse de la inminente tormenta. Los que trabajaban eran cuatro, tres hombres y una mujer. Había otros dos hombres sentados cerca de un fuego medio consumido, mirando a Jeff y Mathias con los arcos en el regazo. Uno de ellos no paraba de sonarse la nariz con un pañuelo sucio, y luego examinaba el pañuelo para ver qué había expulsado. Jeff se inclinó hacia delante y escrutó el pasillo de tierra de derecha a izquierda, pero no vio señales del jefe, el calvo con la pistola en la cintura. Supuso que se turnarían, y que algunos vigilarían la colina mientras los demás se quedaban en el poblado, trabajando en el campo.
—Lo más lógico sería que nos mataran de una vez —dijo. Mathias dejó de comer por un momento para mirarlo—. Estar ahí sentados requiere un esfuerzo demasiado grande. ¿Por qué no nos mataron al principio y se quitaron el problema de encima?
—Puede que lo consideren un pecado —repuso Mathias.
—Pero de todas maneras nos matarán al retenernos aquí, ¿no? Y si tratáramos de escapar, no dudarían en dispararnos.
—Desde su punto de vista, sería en defensa propia, ¿no? No sería un asesinato.
«Un asesinato», pensó Jeff. ¿Qué estaba pasando allí? ¿Amy había sido asesinada? Y en tal caso, ¿por quién? ¿Por los mayas? ¿La enredadera? ¿Él mismo?
—¿Desde cuándo crees que hace esto?
—¿Quién?
Jeff señalo alrededor, a la colina y el terreno desmantelado.
—La enredadera. ¿De dónde crees que ha venido?
Mathias miró la piel del plátano con el entrecejo fruncido, pensando. Jeff aguardó a que terminase de masticar. Tres pájaros negros revoloteaban entre los árboles, por encima del toldo de los mayas. Jeff supuso que serían cuervos. Aves de carroña atraídas por el olor de Pablo o de Amy, pero demasiado listas para acercarse más. Mathias tragó y se limpió la boca con el dorso de la mano.
—Imagino que de la mina, ¿no crees? Alguien tiene que haberla cavado.
—Pero ¿cómo han conseguido contenerla? ¿Cómo es que tuvieron tiempo para aislar la colina? Porque han tenido que desmantelar parte de la selva y sembrar el suelo con sal. Piensa en el tiempo que habrán tardado. —Cabeceó; no parecía lógico.
—Tal vez te equivoques al pensar que tienen a la planta en cuarentena. A lo mejor saben cómo matarla, pero no quieren hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque volvería a crecer. Y ésta es una forma de marcar su límite de acción. Una especie de tregua que han acordado.
—Pero si no la tienen en cuarentena, ¿por qué no nos dejan marchar?
—Puede que se trate de algún tabú transmitido de generación en generación, una forma de asegurarse de que la planta no escapará de su territorio. Si la pisas, no puedes volver. Y luego, cuando empezó a llegar gente de fuera, también les aplicaron el tabú. —Sopesó esta cuestión mientras miraba a los mayas—. O podría ser un asunto religioso, ¿no? Consideran que la colina es sagrada, y si la pisas, no puedes marcharte. Puede que seamos las víctimas de un sacrificio.
—Pero si…
—Son sólo especulaciones, Jeff —dijo Mathias con una mezcla de cansancio e impaciencia—. Hablo por hablar. No merece la pena discutir al respecto.
Permanecieron un rato en silencio, mirando a los cuervos saltar de rama en rama. Se estaba levantando viento y la tormenta estallaría pronto. Los mayas habían empezado a guardar sus cosas debajo del hule. Mathias tenía razón, por supuesto. Teorizar no servía de nada. La enredadera y ellos estaban de un lado, y los mayas del otro. Y más allá de los mayas, inalcanzable, se encontraba el resto del mundo. Eso era lo único que importaba.
—¿Y qué me dices de los arqueólogos? —preguntó Jeff.
—¿Qué pasa con ellos?
—Tantas personas… ¿Por qué no ha venido nadie a buscarlas?
—Puede que aún sea demasiado pronto. No sabemos cuánto tiempo hace que desaparecieron. Si tenían previsto pasar todo el verano aquí, por ejemplo, ¿por qué iban a preocuparse por ellos?
—Pero ¿tú crees que vendrá alguien? ¿Que nos rescatarán si conseguimos aguantar el tiempo suficiente?
Mathias se encogió de hombros.
—¿Cuántos montículos de ésos crees que hay? ¿Treinta?, ¿cuarenta? Ha muerto demasiada gente aquí para que pase inadvertido. Tarde o temprano, alguien encontrará este sitio. No sé cuándo, pero lo descubrirán.
—¿Y piensas que podremos sobrevivir hasta entonces?
Mathias se limpió las manos en los tejanos y se las miró. Tenía las palmas rojas, quemadas por la savia de la planta, y las yemas de los dedos agrietadas y sanguinolentas. Negó con la cabeza.
—No sin comida.
Jeff comenzó a hacer un inventario mental de las provisiones que quedaban. Las dos barritas proteicas, las uvas pasas, las galletas de aperitivo. Una lata de Coca-Cola y dos de té. Todo esto había que repartirlo entre cuatro personas, o cinco si Pablo mejoraba lo suficiente como para comer, a lo largo de… ¿cuánto tiempo?, ¿seis semanas?
Uno de los cuervos bajó al claro y comenzó a acercarse muy despacio a los dos mayas que estaban sentados junto al fuego. El del resfriado lo ahuyentó con el pañuelo y el pájaro regresó a los árboles, graznando. Jeff lo observó.
—A lo mejor podríamos cazar uno de esos pájaros —dijo—. Podemos coger un palo de la tienda, pegarle el cuchillo en un extremo con la cinta adhesiva y atar un trozo de la cuerda del cabrestante en el otro extremo, como si fuera un arpón. Así podríamos arrojarlo a los árboles y recuperar la presa tirando de la cuerda. Sólo tenemos que buscar la manera de sacarle punta al cuchillo, para que…
—No nos dejarán acercarnos lo suficiente.
Era cierto, desde luego; Jeff se dio cuenta de inmediato, pero aun así sintió un asomo de furia contra Mathias, como si éste le llevase la contraria adrede.
—¿Y si tratásemos de desmantelar la colina? Podríamos ponernos todos a cortar y arrancar la planta. Si…
—Hay demasiada, Jeff. Y crece muy deprisa. ¿Cómo íbamos…?
—Sólo intento buscar una solución —dijo Jeff. Sabía que lo había dicho con brusquedad, y se detestó por ello.
Pero a Mathias no pareció importarle.
—Puede que no haya ninguna solución —dijo—. Quizá lo único que podemos hacer es esperar y tratar de sobrevivir el máximo tiempo posible. La comida se acabará, el cuerpo nos fallará y la enredadera hará lo que tenga que hacer.
Durante un momento, Jeff observó con atención la cara de Mathias. Al igual que a los demás, se le veía sorprendentemente consumido. Comenzaban a pelársele la frente y la nariz, y tenía adherida una pasta gomosa en las comisuras de los labios. Estaba ojeroso. Pero por debajo de este deterioro había una reserva de fuerzas que no poseía nadie, ni siquiera Jeff. Parecía más sereno que los demás, como si estuviera dotado de una entereza excepcional. De repente, Jeff se dio cuenta de lo poco que sabía de él: se había criado en Múnich, había pasado una breve temporada en el ejército, durante la cual se había hecho un tatuaje, y estudiaba Ingeniería. Nada más. Mathias solía ser tan discreto, tan reservado, que era fácil creer que uno conocía sus pensamientos. Pero ahora que se explayaba por primera vez, Jeff tuvo la impresión de que el alemán se transformaba segundo a segundo ante sus propios ojos, revelando su auténtica personalidad y demostrando ser mucho más fuerte, equilibrado y maduro de lo que Jeff habría imaginado. A su lado, él se sentía pequeño y un poco infantil.
—En inglés tenéis un dicho sobre el que se comporta como una gallina a la que le han cortado la cabeza, ¿no? —Mathias usó los dedos para imitar a alguien corriendo en círculos. Jeff asintió—. Nos estamos debilitando, y eso sólo puede ir a peor. Así que no malgastes tus fuerzas en tonterías. No andes si puedes estar sentado. No estés sentado si puedes echarte. ¿Entiendes?
El más pequeño de los niños mayas había reaparecido mientras hablaban. Ahora estaba sentado junto al fuego, practicando los juegos malabares. Los hombres se reían de sus intentos fallidos y parecía que le daban consejos.
Mathias los señaló con la cabeza.
—¿Qué decía tu guía sobre este pueblo?
Jeff evocó las brillantes páginas de la guía del viajero; casi podía olerlas, palpar su superficie lisa y fría. El libro contenía abundante información sobre el pasado de los mayas —las pirámides, los caminos, los calendarios astrológicos—, pero parecía indiferente ante su presente.
—No mucho —respondió—. Hablaba del mito de la creación maya. Es lo único que recuerdo.
—¿De la creación del mundo?
Jeff negó con la cabeza.
—No. De la humanidad.
—Cuéntamelo.
Jeff dedicó unos segundos a hacer memoria y ordenar las distintas partes del relato.
—Hubo varios intentos fallidos. Primero los dioses trataron de usar barro, y las personas que crearon eran capaces de hablar, pero no de girar la cabeza, y se deshacían con la lluvia. Así que los dioses probaron con madera. Pero los seres de madera eran malos: tenían la cabeza vacía y no hacían caso a los dioses. Así que el mundo entero los atacó. Las piedras y las tinajas les golpeaban la cara y los cuchillos los apuñalaban. Algunos huyeron a la selva y se convirtieron en monos, pero todos los demás fueron destruidos.
—¿Y entonces?
—Los dioses usaron maíz blanco y amarillo. Y agua. Con estos materiales crearon cuatro hombres perfectos. Demasiado perfectos, de hecho, así que los dioses se asustaron. Temían que estos seres supieran demasiado y no los necesitaran, así que soplaron sobre ellos y les nublaron el entendimiento. De manera que estos individuos de maíz, agua y pensamientos confusos fueron los primeros hombres.
Se oyó un trueno ensordecedor, sorprendentemente cercano. Jeff y Mathias miraron al cielo. Las nubes estaban a punto de cubrir el sol.
—No vimos ningún mono en la selva, de camino aquí —dijo Mathias, como si eso le entristeciera—. Me hubiera gustado ver alguno, ¿a ti no?
Lo dijo con tanta resignación, como quien rememora con nostalgia algo inalcanzable ya para siempre, que Jeff se puso nervioso y habló sin pensar, sorprendiéndose a sí mismo:
—Yo no quiero morir aquí.
Mathias esbozó una sonrisa.
—Yo no quiero morir en ninguna parte.
Junto al fuego, uno de los mayas empezó a aplaudir. El niño había aprendido a hacer malabarismos: las piedras dibujaban un fluido arco sobre su cabeza mientras él las contemplaba atónito, como si no supiera a ciencia cierta cómo estaba realizando aquella proeza. Cuando por fin se le cayó una piedra, los hombres lo ovacionaron y le dieron palmadas en la espalda. El niño sonrió, mostrando los dientes.
—Pero supongo que moriré aunque no quiera, ¿no? —dijo Mathias.
En la mente de Jeff surgió una pregunta, una sola palabra: «¿Aquí?», pero no dijo nada. Temía la respuesta del alemán, su posible indiferencia, el desdeñoso encogimiento de hombros. Pablo sería el primero en morir, supuso Jeff. Luego, Eric. Stacy sería la siguiente, aunque tal vez no; era difícil prever estas cosas. Pero Mathias tenía razón; al final, todos acabarían convertidos en un montículo cubierto por la enredadera. Jeff trató de imaginar lo que quedaría de él: la cremallera y las tachuelas de los tejanos, las suelas de goma de sus zapatillas de tenis, el reloj. Y acaso también esta camisa que había robado de una mochila; esta falsa tela militar que suponía de poliéster acabaría envolviendo su hueca caja torácica. Por una misteriosa razón, lo que más le inquietó fue este último detalle: la idea de morir vestido con la ropa de un desconocido, y que cuando por fin lo descubrieran —lo cual, según Mathias, sucedería tarde o temprano— supusieran que la camisa era suya.
—¿Eres cristiano? —preguntó.
A Mathias pareció hacerle gracia la pregunta.
—Me bautizaron.
—Pero ¿tienes fe? —El alemán sacudió la cabeza sin titubear—. Entonces, ¿qué significa morir para ti?
—Nada. El final. —Mathias miró a Jeff con la cabeza ladeada—. ¿Y para ti?
—No lo sé —respondió Jeff—. Te parecerá una tontería, pero nunca había pensado en ello. No en serio, al menos.
Era cierto. Jeff había sido educado en la doctrina episcopaliana, pero con laxitud; la religión había sido una más entre las obligaciones de la infancia, semejante a cortar el césped o ir a clases de piano. Una vez en la universidad, había dejado de asistir a los oficios. Era joven, estaba sano y tenía un techo sobre su cabeza; la muerte no figuraba entre sus preocupaciones.
Mathias soltó una risa ahogada y cabeceó.
—Pobre Jeff.
—¿Qué?
—Siempre ansioso por estar preparado. —Extendió el brazo y le dio una palmada en la rodilla—. Pasará lo que tenga que pasar, ¿no? Nada, algo… Al final, nuestras creencias no tendrán la menor importancia.
Dicho esto, Mathias se levantó y estiró los brazos por encima de la cabeza. Jeff sabía que se preparaba para marcharse, y sintió pánico ante esa perspectiva. No habría podido explicar por qué, pero tenía miedo de quedarse solo. Era una premonición, desde luego, aunque Jeff jamás había creído en premoniciones. Por alguna razón, le vino a la cabeza el momento en que había arrancado la enredadera de la boca de Amy, la fría humedad de la planta, el olor a bilis y tequila, la forma en que los zarcillos se adherían a la cara de la joven, resistiéndose, retorciéndose y enroscándose mientras él tiraba de ellos. Se estremeció.
—¿En qué clase de sitio vives? —preguntó. Mathias lo miró sin comprender—. En Alemania —añadió Jeff—. ¿En una casa?
Mathias negó con la cabeza.
—En un apartamento.
—¿Cómo es?
—Nada especial. Es muy pequeño, con un dormitorio, un salón y una cocina. Está en un primer piso y da a la calle. Abajo hay una panadería. En verano, hace un calor de miedo por culpa de los hornos.
—¿Huele a pan?
—Desde luego. El olor me despierta por la mañana. —Pareció que no iba a añadir nada más, pero continuó—: Tengo un gato. Se llama Katschen, que significa gatito. Lo está cuidando la hija del panadero. Le da de comer y le limpia el cagadero. Y también me riega las plantas. Tengo un balcón cerrado, ¿cómo lo llamáis vosotros? ¿Una galería? —Jeff asintió—. Está llena de plantas. Supongo que tiene gracia: todas las noches me dormía en una habitación llena de plantas, porque las encontraba relajantes. —Rio y Jeff lo imitó. En ese momento, las nubes cubrieron el sol y la luz cambió en el acto, volviéndose tenue y otoñal. Sopló una ráfaga de viento y los dos jóvenes se llevaron la mano a la cabeza, para sujetarse el sombrero. Cuando el viento pasó, Mathias dijo:
—Bueno, me voy.
Jeff asintió y eso fue todo: no había nada más que añadir. Miró cómo Mathias se alejaba por el sendero.
En el aire había un aroma a comida. Al principio, Jeff pensó que era la enredadera, creando una nueva tortura. Pero cuando se volvió hacia el claro, vio que la mujer maya había puesto una olla grande al fuego y estaba removiendo la comida. «Cabrito», pensó Jeff, olfateando el aire. Iban a cenar más pronto que los días anteriores, quizá con la esperanza de terminar antes de que estallase la tormenta.
Por debajo del olor de la comida y el fuego, Jeff percibió el de su cuerpo. A sudor rancio con una nota de algo peor, como si se le hubiese adherido el hedor a orina, heces y carne podrida de Pablo. Pensó en la pastilla de jabón que había dejado en la cima, junto a la tienda, preparada para la llegada de la lluvia. Trató de imaginar lo que sentiría al enjabonarse, restregarse y enjuagarse, pero no consiguió convencerse de que todo eso produjese algún efecto, de que sería capaz de librarse alguna vez de aquella peste. Porque era algo más que una sensación física. No; la degradación parecía más profunda, como si no oliera sólo a sudor y pis, sino también a fracaso. Había pensado que podría mantener con vida a todo el mundo, que era más listo y disciplinado que los demás, y que esas facultades los salvarían. Pero ahora comprendía que era un idiota. Había sido una idiotez cortarle las piernas a Pablo. Sólo había conseguido alargar su sufrimiento. Y había sido un idiota —más que un idiota, algo mucho peor— al quedarse sentado, rabiando, mientras Amy se asfixiaba a apenas cinco metros de él. Incluso si por un milagro lograba salir de allí con vida, sería incapaz de sobrevivir a aquel recuerdo.
Pasó el tiempo. Los mayas terminaron de cenar y la mujer usó un puñado de hojas para limpiar la olla. Los hombres se sentaron con el arco en el regazo, mirando a Jeff. El niño había dejado de hacer juegos malabares y estaba acostado debajo del hule. Los cuervos continuaban saltando de rama en rama, inquietos, intercambiando graznidos. El cielo se oscureció más y más y el viento comenzó a agitar los árboles. Cada vez que soplaba una ráfaga, el hule producía un ruido explosivo, semejante a un disparo.
Entonces, justo cuando el día se aproximaba a un ocaso precoz, la lluvia llegó por fin.