Eric estaba tendido boca arriba en el claro. Sentía el sol en su cuerpo —en la cara, los brazos, las piernas—, lo bastante caliente para causarle un ligero dolor. Pero también sentía placer, y no a pesar del dolor, sino a causa de él. Se estaba quemando la piel, ¿qué había de malo en eso? Era normal, podía pasarle a cualquiera —en el borde de una piscina, en la playa—, y esta idea lo reconfortaba. Sí, deseaba quemarse, deseaba experimentar ese dolor ordinario, porque creía que tal vez contribuyera a disimular los malestares extraordinarios de su cuerpo: la sensación de que las heridas podían abrirse si se movía con excesiva brusquedad, la sospecha —no, la convicción— de que la enredadera seguía dentro de él, aprisionada por los puntos que le había dado Jeff, enterrada pero no muerta, en período de latencia, como una semilla, esperando una oportunidad. Con los ojos cerrados, concentrado en la superficie del cuerpo, en la piel tensa y ardiente, Eric encontró un refugio especialmente seductor a causa de su evanescencia. Pero sabía que no debía llevar las cosas demasiado lejos. En el proceso había un elemento de estabilidad, un punto de equilibrio que debía evitar. Estaba agotado —no paraba de contener bostezos—, y sabía que si se relajaba aunque sólo fuera un poco, se dormiría. Y el sueño era su enemigo; era el momento en que la enredadera se apoderaba de él.

Se obligó a abrir los ojos y se incorporó, apoyándose sobre los codos. Jeff y Mathias estaban lavando los muñones de Pablo. Usaron el agua de la garrafa para enjuagar el tejido quemado; luego Jeff enhebró una aguja y la esterilizó con una cerilla. Todavía había media docena de vasos sanguíneos que rezumaban pequeñas gotas rojas. Jeff estaba inclinado para coserlos. Eric fue incapaz de mirar, así que volvió a acostarse. El olor de la cerilla ya le resultó demasiado, pues le recordó los horrores del día anterior: Jeff apretando la fuente al rojo vivo contra la carne del griego, el aroma a comida difundiéndose por la cima de la colina.

Sabía que debía meterse en la tienda, salir del sol. Pero mientras pensaba en ello cerró los ojos. Oyó su propia voz en el interior de su cabeza: «Todo irá bien. Jeff está a un paso. Me vigilará. Me cuidará». Las palabras aparecieron solas, sin que Eric tuviera conciencia de haberlas concebido. Fue como oír hablar a otra persona.

Sintió que se dormía, y no se resistió.

Cuando despertó, descubrió que había pasado mucho tiempo. El sol iniciaba su lento descenso hacia el ocaso. También había nubes. Éstas cubrían la mitad del cielo y avanzaban visiblemente hacia el oeste. No se trataba de las típicas nubes de lluvia que él y los demás habían visto desde su llegada, las que aparecían de repente y se dispersaban con idéntica rapidez. No; esto parecía una tormenta en toda regla, a punto de estallar encima de ellos. El sol aún estaba a la vista, pero Eric presintió que no seguiría así por mucho tiempo. Lo habría adivinado incluso sin mirar hacia arriba, porque la luz tenía una cualidad ominosa.

Giró la cabeza y miró alrededor, todavía aturdido y soñoliento. Stacy había regresado del pie de la colina y estaba sentada junto a Pablo, cogiéndole la mano. Por lo visto, el griego había vuelto a perder el conocimiento. Su respiración continuaba deteriorándose. Eric la escuchó: las inhalaciones acuosas, las exhalaciones silbantes, las inquietantes pausas entre una respiración y otra. El cadáver de Amy estaba a su derecha, dentro del saco de dormir azul. Jeff seguía en el otro extremo de la cima, inclinado sobre algo que requería toda su atención. Eric tardó unos instantes en darse cuenta de qué era. Jeff había confeccionado una bolsa del tamaño de un cubo con los retazos de nailon azul: un depósito para el agua. Ahora estaba usando los palos de aluminio para hacerle un soporte, pegándolos con cinta adhesiva, de manera que los lados de la bolsa no se cerraran mientras ésta se llenaba.

No había señales de Mathias, y Eric supuso que estaría vigilando el sendero.

Se sentó y sintió el cuerpo agarrotado, vacío, extrañamente frío.

Acababa de inclinarse para examinarse las heridas, y estaba palpando la piel circundante en busca de señales de que la enredadera seguía creciendo en su interior —bultos, relieves, hinchazón—, cuando Jeff se levantó, pasó por delante de él sin decir palabra, y se metió en la tienda.

«¿Por qué tengo tanto frío?»

Eric sabía que la temperatura no había bajado. Alcanzaba a ver los círculos de sudor debajo de las axilas de Stacy, e incluso podía sentir el calor, pero distante, como si estuviera en una habitación con aire acondicionado mirando un paisaje árido por la ventana. No; no era así. Era como si su propio cuerpo fuese la habitación con aire acondicionado, como si su piel fuera el alféizar de la ventana, caliente en la superficie, y frío por debajo. Supuso que sería una consecuencia del hambre, el cansancio o la pérdida de sangre, o incluso de la planta que tenía dentro, absorbiendo el calor de su cuerpo como un parásito. No había manera de saberlo a ciencia cierta. Sólo sabía que era una mala señal. Otra vez sintió deseos de acostarse, y lo habría hecho si Jeff no hubiera reaparecido con dos plátanos en la mano.

Eric lo vio desenterrar el cuchillo, pasárselo por la camiseta, en un desganado intento por limpiar la hoja, acuclillarse y cortar cada plátano en dos, sin quitarles la piel. Luego les hizo una seña a él y a Stacy para que se acercaran.

—Elegid —dijo.

Stacy dejó con cuidado la mano de Pablo sobre el pecho, fue hasta Jeff y se agachó para examinar la comida. La piel de los plátanos estaba casi negra; a Eric le bastó mirarlos para saber cómo estarían de blandos. Stacy cogió un trozo y se lo puso en la palma de la mano.

—¿Nos comemos la piel?

Jeff se encogió de hombros.

—Te costará masticarla, pero puedes probar. —Se volvió hacia Eric, que no se había movido—. Elige un trozo —dijo.

—¿Y qué pasa con Mathias? —preguntó Eric.

—Iré a reemplazarlo y le llevaré su parte.

Eric se sentía a punto de echarse a temblar. No confiaba en que pudiera levantarse. No era sólo por las heridas, que parecían frágiles, como si fueran a reabrirse en cualquier momento; también temía que las piernas no pudieran sostenerlo. Extendió el brazo.

—Pásame uno.

—¿Cuál?

Señaló el que estaba más cerca de él.

—Ése. —Jeff se lo arrojó, y aterrizó sobre su regazo.

Comieron en silencio. El plátano estaba demasiado maduro y sabía como si ya hubiese empezado a fermentar: una pasta agridulce que a Eric le costaba tragar a pesar de su inmensa hambre. Comió con rapidez, primero la fruta y luego la piel. Esta última era demasiado fibrosa para triturarla con los dientes. Eric masticó y masticó hasta que empezaron a dolerle las mandíbulas y luego se obligó a tragar la grumosa masa. Jeff ya había terminado, pero Stacy estaba tomándose su tiempo, dando pequeños bocaditos a la fruta, la cáscara intacta aún sobre su rodilla.

Jeff levantó los ojos, examinó las nubes, que eran cada vez más oscuras, y el decreciente cuadrante azul.

—Os he dejado jabón por si empieza a llover antes de que vuelva. —Señaló hacia el depósito azul. A su lado, en el suelo, había una pastilla de jabón. La caja de herramientas también estaba allí. Jeff había reparado la grieta con cinta adhesiva—. Lavaos y luego meteos… —Se interrumpió en mitad de la frase y se giró hacia la tienda con expresión de estupor.

Eric y Stacy siguieron la dirección de su mirada. Se oyó un susurro: el saco de dormir se movía. No… Amy se movía, pataleando, retorciéndose y tratando de levantarse en el interior del saco. Por un momento se limitaron a mirarla, incapaces de creer lo que veían. Luego corrieron hacia allí los tres, incluso Eric, que se olvidó de las heridas, de su debilidad y del cansancio; todo esto quedó arrumbado, desplazado súbitamente por la impresión, la sorpresa y la esperanza. Una parte de él supo lo que iban a descubrir mientras miraba a Jeff y a Stacy inclinarse junto al saco de dormir, pero se resistió a aceptar esa información y esperó que se abriera la cremallera y Amy saliera jadeante y desconcertada. «Un error. Todo ha sido un error».

Oyó la voz de Amy desde el interior del saco. Una voz ahogada, llena de pánico:

Jeff… Jeff…

—Estamos aquí, cariño —gritó Stacy—. Aquí mismo.

Buscaba la cremallera, pero Jeff la encontró primero, la abrió y un montón de zarcillos enredados salieron del saco y cayeron al suelo como en cascada. Las flores eran de color rosa claro. Eric contempló cómo se abrían y cerraban, repitiendo aún: Jeff… Jeff… Jeff… La gruesa maraña de zarcillos se movía espasmódicamente, enroscándose y desenroscándose. En el interior estaban los huesos de Amy, despojados ya de la carne. Eric contempló la calavera, la pelvis y lo que parecía un fémur, todo mezclado. Entonces Stacy empezó a gritar, retrocediendo y sacudiendo la cabeza. Eric se acercó y ella lo abrazó con suficiente fuerza para recordarle sus heridas, lo fácil que sería que volvieran a sangrar.

La enredadera dejó de pronunciar el nombre de Jeff. Tras unos minutos de silencio, se echó a reír. Fue una risa ronca y burlona.

Jeff estaba de pie junto al saco de dormir, mirándolo. Stacy apretó la cara contra el pecho de Eric. Ahora lloraba.

—Tranquila —dijo Eric—. Tranquila. —Le acarició el pelo, sintiéndose curiosamente distante.

Recordó la forma en que mucha gente describía los accidentes que había sufrido, aquella sensación de flotar por encima del lugar de los hechos que a menudo acompañaba las catástrofes, y se esforzó por volver a ser el mismo. El pelo de Stacy estaba grasiento; trató de concentrarse en eso, con la esperanza de que esa sensación lo devolviera a la realidad, pero incluso mientras la tocaba su mirada se desviaba hacia el saco de dormir, hacia la madeja de zarcillos —que continuaba retorciéndose y riendo— y los huesos encerrados en su interior.

«Amy».

Stacy lloraba con desconsuelo, abrazándolo con fuerza. Le estaba clavando las uñas en la espalda.

—Tranquila —repitió Eric—. Tranquila.

Jeff no se había movido.

Eric sintió la enredadera en su pecho, notó cómo se movía, pero incluso esto lo dejaba frío, como si no le preocupase en lo más mínimo. Supuso que se encontraba en estado de shock. Y quizá fuera una ventaja, la manera en que su psique lo protegía cuando las cosas llegaban demasiado lejos.

—Quiero irme a casa —gimió Stacy—. Quiero irme a casa.

Eric le daba palmaditas en la espalda y la acariciaba.

—Tranquila… Tranquila…

La enredadera se había comido la carne de Amy en medio día, así que, ¿por qué no iba a hacerle algo parecido a él? Supuso que sólo necesitaba encontrar el camino del corazón y luego… ¿qué? ¿Apretarlo despacio mientras todavía latía? Al pensar en esto, Eric tomó conciencia de su pulso, del hecho a la vez banal y profundo de que un día se detendría, ya fuese allí o en cualquier otro lugar, y cuando lo hiciera, él dejaría de existir. Esos latidos que resonaban con suavidad en su cabeza estaban contados, tenían un límite, y cada contracción de su corazón lo acercaba un poco más al final. Fuera de toda lógica, pensó que si fuese capaz de ralentizar el pulso, quizá conseguiría vivir más, añadir un par de días o incluso una semana a su vida, y estaba meditando sobre este desatino cuando la planta calló. Por un momento, lo único que se oyó en el claro fue la respiración de Pablo. Luego se oyeron las arcadas de una persona, al principio apenas perceptibles pero luego más altas.

Eric sabía que era Stacy. Estaba vomitando.

Jeff le dio la espalda al saco de dormir, a la madeja de zarcillos y a los huesos. Su rostro estaba petrificado en una mueca de crispación. Eric se percató de que estaba haciendo un gran esfuerzo para no llorar. Quería decirle algo, consolarlo, pero Jeff se movía demasiado deprisa. Y Eric tenía la mente embotada y no conseguía encontrar las palabras apropiadas. Vio que Jeff se agachaba para coger el último trozo de plátano y echaba a andar hacia el sendero. Estaba saliendo del claro cuando se oyó la voz de Amy, muy débil, a través de las arcadas: Ayúdame.

Jeff se detuvo y se volvió hacia Eric.

Ayúdame, Jeff.

Jeff sacudió la cabeza. De repente parecía indefenso y sorprendentemente joven, un niño tratando de contener las lágrimas.

—Yo no me di cuenta de lo que pasaba —dijo—. Lo juro. Estaba demasiado oscuro. No la vi. —Sin esperar la respuesta de Eric, dio media vuelta y se fue a toda prisa.

Eric lo miró marchar, con Stacy todavía abrazada a él, sollozando, mientras la voz de Amy, cada vez más lejana, perseguía a Jeff por la cuesta.

Ayúdame, Jeff… Ayúdame… Ayúdame…