—Tenemos que ponernos de acuerdo en algunas cosas —dijo Jeff.
Ya habían dividido la naranja y se la habían comido con piel y todo. Después se pasaron la garrafa de agua, y Jeff dijo a los demás que bebieran hasta llenarse. El agua ya no era su principal preocupación. Después del chaparrón de la noche anterior, estaba seguro de que llovería a menudo, tal vez a diario. Y sabía que el hecho de aliviar aunque sólo fuese un malestar les levantaría el ánimo. Así que tomaron su miserable desayuno y luego bebieron agua hasta hincharse.
Más tarde podrían usar los restos de nailon azul para confeccionar un depósito para el agua. Con suerte recogerían una cantidad suficiente para lavarse. Eso también los animaría.
No se habían saciado, por supuesto. ¿Cómo iban a saciarse con una naranja repartida entre cuatro? Jeff trataba de verlo como un ayuno voluntario o una huelga de hambre. ¿Cuánto podían prolongarse esas cosas? Le vino a la cabeza una fotografía de periódico, en blanco y negro, de tres jóvenes que miraban desafiantes al objetivo desde sus camas; débiles, demacrados pero indiscutiblemente vivos, con los ojos brillantes. Hizo un esfuerzo para recordar el pie de foto, o la noticia que acompañaba la imagen. ¿Por qué no lo lograba? Quería una cifra, el número de días. Habían sido semanas, sí, semanas a base de agua.
¿Cincuenta días?
¿Sesenta?
¿Setenta?
Pero sin duda llegaría un momento en que el ayuno se convertiría en inanición, y en la mente de Jeff esto estaba relacionado con la duración de su mísera reserva de provisiones, con independencia de lo poco que comieran. Creía que mientras tuvieran algo que repartir, por insignificante que fuera, serían dueños de la situación. Porque en tal caso estarían racionando, no muriéndose de hambre.
Una forma de negar la realidad. Un cuento de hadas.
Luego estaban las cosas que sabía y no podía negar, aquellas de las que había leído en el transcurso de los años, los detalles que se le habían quedado grabados. En cierto punto, las punzadas de hambre desaparecerían. El cuerpo comenzaría a quemar músculo, a digerir los ácidos grasos, como una máquina que se consume a sí misma para obtener combustible. El metabolismo se volvería más lento, el pulso disminuiría y la tensión arterial caería en picado. Se sentirían letárgicos y tendrían frío incluso bajo el sol. Y todo esto pasaría bastante rápido. En dos semanas, o tres como mucho. Luego se produciría un deterioro rápido: arritmia, problemas de visión, anemia, úlceras bucales, etcétera, etcétera, etcétera, hasta que no hubiera más etcéteras posibles. Daba lo mismo que no recordase si eran cincuenta, sesenta o setenta días; lo importante era que se trataba de un número finito. En algún punto del camino había un límite —un muro, un abismo—, y con cada hora que pasaba se acercaban un poco más a él.
Después del pan había sido la carne; después de la carne, el pastel de manzana; y después del pastel de manzana, chocolate con fresas. Luego la planta se detuvo.
—Es para que no nos acostumbremos —dijo Jeff—. Para pillarnos con la guardia baja.
Podían hacer algo, desde luego, tenían un recurso a su disposición, pero Jeff dudaba de que los demás quisieran usarlo. «Difícil de digerir», fue la expresión que le pasó por la cabeza. «A los demás les costará digerir la idea», pensó, y a pesar del dramatismo de la situación, pudo apreciar el humor de la metáfora.
Humor negro.
«Tenemos que ponernos de acuerdo en algunas cosas». Lo había planteado así, con aquellas palabras engañosas por su banalidad, falsamente benignas. ¿Pero de qué otra manera podía empezar?
Eric seguía acostado boca arriba, con el sombrero en la cara. No dio señales de haberle oído.
—¿Eric? —dijo Jeff—. ¿Estás despierto?
Eric levantó la mano, se quitó el sombrero de la cara y asintió. La piel que rodeaba las incisiones estaba arrugada, tensa por los puntos, y aún sangraba un poco en algunos sitios. Las heridas se veían irritadas y dolorosas: una imagen desagradable. Mathias estaba a la izquierda de Jeff, con la garrafa de agua en el regazo. Stacy continuaba sentada junto al cadáver de Amy.
«El cadáver de Amy».
—Deberías ponerte protector solar en los pies, Stacy —dijo Jeff.
Stacy se miró los pies como si no los viera. Estaban rojos e hinchados.
—Y coge el sombrero y las gafas de Amy.
Stacy miró a Amy, que tenía las gafas de sol enganchadas al cuello de la camiseta. El sombrero se le había caído y estaba a un metro de distancia; manchado de barro, deformado y todavía húmedo por la lluvia. Stacy se la quedó mirando sin moverse, así que Jeff se levantó. Se acercó, recogió el sombrero, desenganchó con cuidado las gafas de la camiseta de Amy y le ofreció las dos cosas a Stacy. Ésta titubeó, como si fuera a rechazarlas, pero al final extendió el brazo muy despacio y las cogió.
Jeff la observó mientras se ponía las gafas y el sombrero. Se alegró: era una buena señal, un primer paso. Regresó a su sitio y se sentó.
—Uno de nosotros tendrá que bajar pronto para vigilar el sendero. Por si los griegos…
Mathias se levantó.
—Iré yo.
Jeff sacudió la cabeza y le indicó que se sentara con una seña.
—Dentro de un minuto. Primero tenemos que…
—¿No deberíamos…? Ya sabes… —Stacy señaló el cadáver de Amy.
«El cadáver de Amy».
Jeff se volvió hacia ella, sorprendido. A su pesar, experimentó una extraña mezcla de esperanza y alivio. «Ella lo dirá por mí».
—¿Qué? —preguntó.
—Ya sabes… —repitió, señalando de nuevo a Amy. Jeff esperó, deseando que lo dijera ella en su lugar. ¿Por qué tenía que ser siempre él? La miró, impaciente por oírla hablar, decirlo sin tapujos. Pero Stacy le falló—. Creo… No sé… —Se encogió de hombros—. ¿No deberíamos enterrarla?
No, no era eso, ¿no? Nada que ver. Tendría que decirlo él; había sido un idiota al imaginar que había otra posibilidad. Inclinó la cabeza, como si asintiera, pero no asentía en absoluto.
—Bueno, ésa es la cuestión. El tema que deberíamos discutir.
Los demás escuchaban en silencio. Jeff comprendió que nadie le ayudaría, que tendría que dar el salto solo. «Son como vacas», pensó, escrutando sus caras. A lo mejor se había equivocado al darles la naranja; quizás habría debido hablar en el momento de mayor intensidad del hambre, con el olor a pan en el aire. O a carne.
«Sí, a carne».
—Creo que estamos bien —dijo—. Me refiero al agua. Parece que podremos contar con que lloverá lo suficiente para que no muramos de sed. Hasta podríamos fabricar un depósito donde guardar el agua. —Señaló hacia el otro lado del claro, a los restos de la tienda azul. Los demás siguieron su gesto, miraron hacia allí por un momento, y luego a él otra vez.
«Como borregos», pensó. Buscaba las palabras idóneas, pero no las encontraba.
Stacy se movió y de nuevo le cogió la mano a Amy, como para tranquilizarse.
Las palabras idóneas no existían, desde luego.
—Todo es cuestión de esperar, ¿sabéis? —continuó Jeff—. Eso es lo que estamos haciendo. Esperar a que venga alguien y nos encuentre: los griegos, o tal vez alguien enviado por nuestros padres. —Le costaba mirarlos a los ojos, y se sintió avergonzado por ello. Sería mejor si pudiera mirar por lo menos a uno, lo sabía, pero por alguna razón le resultaba imposible. Su mirada se paseó entre su regazo, los quemados pies de Stacy, las heridas arrugadas de Eric y de nuevo su regazo—. Tenemos que esperar y sobrevivir durante la espera. Mantener la provisión de agua nos ayudará, desde luego. Pero también está el asunto de la comida, ¿no? Porque no tenemos mucha. Y no sabemos… Bueno, si no vienen los griegos, si tenemos que esperar a que vengan a rescatarnos nuestros padres, podrían pasar varias semanas. Y la comida que tenemos, incluso si la racionamos, durará dos días, como mucho. Si pudiéramos cazar, o pescar, o recoger raíces o bayas… —Se interrumpió, encogiéndose de hombros—. Lo único que hay en la colina, aparte de nosotros, es la enredadera, y es evidente que no podemos comérnosla. Supongo que podríamos buscar la manera de hervir los cinturones… Hay gente que lo ha hecho; náufragos o personas perdidas en el desierto. Pero eso no mejoraría mucho las cosas, ¿no? Sobre todo si hablamos de semanas aquí.
Se armó de valor para echar una breve ojeada a las caras de sus amigos. Todas inexpresivas. Le escuchaban, lo notó, pero sin saber adónde quería ir a parar. Trataba de no asustarlos, acercarse poco a poco a lo que debía decir, porque creía que así les daría la oportunidad de adivinarlo y prepararse, pero no parecía que la táctica funcionase. Para ello necesitaba la ayuda de los demás, y estaba claro que nadie estaba en condiciones de prestársela.
—Cincuenta, sesenta, setenta días —prosiguió—. Algo por el estilo; no recuerdo bien… Es el tiempo que podemos sobrevivir sin alimentos. Pero tendremos problemas antes, mucho antes. Así que calculemos treinta días, ¿vale? ¿Unas cuatro semanas? Si no vienen los griegos sino nuestros padres, ¿cuánto tiempo podrían tardar? Seamos realistas. Falta una semana para que nos esperen en casa, y puede que pase otra más antes de que empiecen a preocuparse, luego las llamadas a Cancún, el hotel, el consulado de Estados Unidos… todo eso es bastante sencillo. Pero después, ¿qué? ¿Cuánto tardarán en seguirnos el rastro hasta Cobá, hasta el poblado maya, hasta esta puta colina en medio de la selva? ¿Podemos confiar en que todo eso ocurra en menos de cuatro semanas?
Negó con la cabeza, respondiendo a su propia pregunta. Luego se arriesgó a mirarlos de nuevo a la cara, pero no, no le entendían. Los estaba deprimiendo, asustando, nada más. Lo tenían delante de sus narices y no podían verlo.
O no querían, quizá.
Señaló el cuerpo de Amy, manteniendo la mano levantada el tiempo suficiente para que no pudieran evitar mirar hacia allí. Tenían que mirarla, observarla, ver la cenicienta piel, los ojos que se negaban a permanecer cerrados, la zona en carne viva alrededor de la boca y la nariz.
—Lo que le ha ocurrido a Amy es terrible. Terrible. No hay otra forma de describirlo. Pero, puesto que ha ocurrido, debemos afrontarlo, tenemos que aceptar lo que puede significar para nosotros. Porque hay una cuestión que debemos plantearnos… una cuestión muy delicada. Y habrá que usar la imaginación, porque se trata de algo que no parecerá importante hasta dentro de unos días, pero que debemos resolver ahora, con antelación. —Volvió a escrutar las caras—. ¿Entendéis lo que quiero decir?
Mathias permaneció callado, con expresión inmutable. Eric volvió a cerrar los ojos. Stacy no había soltado la mano de Amy, y ahora negó con la cabeza.
Jeff sabía que no funcionaría, pero tenía que plantear el tema, lo consideraba una obligación. Por fin se lanzó.
—Hablo de Amy. De buscar la manera de preservarla.
Los demás lo escucharon. Mathias se removió ligeramente y su cara pareció crisparse. «Lo sabe», pensó Jeff. Pero los demás, no. Eric seguía acostado, y hasta era posible que se hubiera dormido. Stacy ladeó la cabeza y lo miró intrigada.
—¿Te refieres a embalsamarla?
Jeff decidió usar otra táctica.
—Si necesitaras un riñón, si fueras a morir sin él, y Amy muriera primero, ¿cogerías el suyo?
—¿Su riñón? —preguntó Stacy. Jeff asintió—. ¿Y eso qué…? —Entonces, en mitad de la frase, lo entendió todo. Se cubrió la boca con la mano, como si tuviera náuseas—. No, Jeff, no. Ni lo sueñes.
—¿Qué?
—Insinúas que…
—Respóndeme, Stacy. Si necesitaras un riñón y…
—No es lo mismo y tú lo sabes.
—¿Por qué?
—Porque un riñón supondría una operación. Sería… —Cabeceó, exasperada. El volumen de su voz iba aumentando mientras hablaba—. Esto… esto es… —Levantó las manos con indignación.
Eric abrió los ojos y miró a Stacy intrigado.
—¿De qué habláis?
Stacy señaló a Jeff.
—Quiere que… que… —Parecía incapaz de decirlo.
—Hablamos de alimentos, Eric. —Jeff hizo un enorme esfuerzo para mantener la voz baja, serena en comparación con la creciente histeria de Stacy—. De si vamos a morir de hambre o no.
Eric le escuchó, pero siguió sin entender.
—¿Y eso qué tiene que ver con el riñón de Amy?
—¡Nada! —gritó Stacy—. Ésa es la cuestión.
—¿Tú lo harías? —preguntó Jeff, señalando a Amy—. Si necesitaras un riñón, si fueras a morir sin él, ¿cogerías el suyo?
—Supongo que sí. —Eric se encogió de hombros—. ¿Por qué no?
—No habla de riñones, Eric. Habla de comida, ¿entiendes? De comernos a Amy.
Ya no habría más rodeos: Stacy lo había dicho con todas las letras. Hubo un largo silencio mientras miraban el cadáver. Al final lo rompió Stacy, dirigiéndose a Jeff:
—¿De verdad lo harías?
—Mucha gente lo ha hecho. Náufragos y…
—Te lo pregunto a ti. Si tú serías capaz de comértela a ella.
Jeff reflexionó por unos instantes.
—No lo sé. —Era cierto: no lo sabía.
Stacy se quedó de piedra.
—¿No lo sabes? —Jeff negó con la cabeza—. ¿Cómo puedes decir eso?
—Porque no sé qué se siente al morirse de hambre. No sé qué decidiría llegado el caso. Lo único que sé es que si hay una posibilidad de que lo hagamos, si convenimos al menos en considerar la idea, entonces tendremos que tomar ciertas medidas ahora, antes de que pase mucho tiempo.
—Medidas.
Jeff asintió.
—Sí.
—¿Por ejemplo?
—Tendríamos que buscar la manera de preservar el cadáver.
—¿El cadáver?
Jeff suspiró. Aquello era un desastre, tal como había previsto.
—¿Qué quieres que diga?
—¿Qué tal Amy?
Jeff experimentó un súbito sentimiento de ira, una especie de indignación moral, y le gustó esa sensación. Era reconfortante; lo convenció de que hacía lo que debía.
—¿De verdad crees que sigue siendo Amy? Eso ahora es un objeto, Stacy. Una cosa. Algo sin movimiento, sin vida. Podemos guiarnos por la razón y usarlo para sobrevivir, o dejarnos arrastrar por la estupidez y el sentimentalismo y permitir que se pudra, que la enredadera se lo coma y lo convierta en otro montón de huesos. Ésa es la decisión que debemos tomar. Tenemos que decidir de manera consciente qué hacemos con ese cadáver. Porque no te engañes, rehuir la cuestión, tratar de no pensar en ella, también es una elección. Lo entiendes, ¿no?
Stacy no respondió. Ni siquiera lo miraba.
—Lo único que digo es que, tomemos la decisión que tomemos, debemos hacerlo con los ojos abiertos. —Jeff sabía que debía dejarlo ahí, que ya había hablado y presionado demasiado, pero había llegado ya tan lejos que fue incapaz de detenerse—. En un sentido puramente material, no es más que carne. Eso es lo que hay ahí.
Stacy lo miró con desprecio.
—¿Qué coño te pasa, tío? Ni siquiera estás afectado, ¿no? Amy está muerta, Jeff. ¿Lo entiendes? Muerta.
Jeff tuvo que hacer un esfuerzo para no alzar la voz al nivel de la de Stacy, pero lo logró. Quería extender el brazo, tocarla, pero sabía que ella se apartaría. Quería calmarla y calmarse.
—¿De verdad crees que a Amy le importaría? ¿Te importaría a ti, si estuvieras en su lugar?
Stacy sacudió la cabeza con vehemencia. El sucio sombrero de Amy comenzó a caérsele y tuvo que levantar la mano para mantenerlo en su sitio.
—No es justo.
—¿Por qué?
—Haces que parezca un juego. Como si estuviéramos en un bar, hablando en términos abstractos. Pero esto es real. Es su cuerpo. Y yo no pienso…
—¿Cómo lo harías? —interrumpió Eric.
Jeff se volvió hacia él, contento de que participara alguien más.
—¿Hacer qué?
Eric seguía tumbado boca arriba, las heridas rezumando diminutos hilos de sangre. No paraba de apretarse la barriga, palpando ahora en una zona nueva.
—Ya sabes… Preservar la… —Quería decir «carne». No había otra palabra, pero no se atrevió a pronunciarla.
Jeff se encogió de hombros.
—Supongo que habría que curarla. Secarla.
Stacy se inclinó hacia delante con la boca abierta, como si fuera a vomitar.
—Voy a devolver —dijo.
Jeff no le hizo caso.
—Creo que hay una forma de salarla usando orina. Se corta la carne en tiras, se remoja…
Stacy se cubrió los oídos con las manos y empezó a sacudir la cabeza de nuevo.
—No, no, no, no, no…
—Stacy…
Comenzó a recitar:
—No te lo permitiré, no te lo permitiré, no te lo permitiré, no te lo…
Jeff calló. ¿Qué alternativa tenía? Stacy seguía canturreando y sacudiendo la cabeza. El sombrero se deslizó hacia un lado y cayó al suelo. Al mirarla, Jeff volvió a experimentar aquel peso, aquel sentimiento de resignación. Daba lo mismo. Ese lugar era tan bueno para morir como cualquier otro, ¿no? Levantó la mano y se enjugó el sudor de la frente. Percibió el olor a piel de naranja en los dedos. Tenía tanta hambre que se los habría chupado, pero se contuvo.
Al final, Stacy paró. Nadie dijo nada durante un buen rato. Eric continuaba palpándose el pecho. Mathias cambió de postura y el agua de la garrafa gorgoteó sobre su regazo. Stacy aún sujetaba la mano de Amy. Jeff miró a Pablo, que tenía los ojos abiertos y los miraba como si supiera que estaban hablando de un tema importante. Al ver el cuerpo inmóvil y destrozado del griego, Jeff se dio cuenta de que la discusión no acabaría allí, de que, casi con toda probabilidad, la muerte de Amy no sería la última. Trató de no pensar en ello.
Todos evitaban mirarse. Jeff sabía que nadie diría nada, que sería él quien tendría que romper el hielo, y también que lo que dijera debería sonar como una ofrenda de paz. Se humedeció los labios, que estaban agrietados e hinchados.
—En tal caso, supongo que habrá que enterrarla —dijo.