Cuando hubo acabado, Jeff le dejó beber un poco más de tequila. No mucho, no lo suficiente, pero algo era algo. También le dio una aspirina, lo cual parecía un chiste. Eric rio cuando Jeff le ofreció el bote. Pero el boy scout ni siquiera sonrió.

—Tómate tres —dijo—. Será mejor que nada.

Le dolían los puntos; le dolía todo. Su piel parecía demasiado tirante para el cuerpo, como si pudiera empezar a rasgarse en cualquier momento. Le daba miedo moverse, sentarse o ponerse en pie, así que no hizo ninguna de las dos cosas. Permaneció acostado boca arriba en el claro, mirando al cielo, que estaba sorprendentemente azul, sin una sola nube. «Un día ideal para la playa», pensó, y trató de imaginar el bullicio en el hotel de Cancún y cómo él y los demás se habrían entretenido en una mañana como ésa. Un chapuzón temprano, quizás, antes del desayuno en la terraza. Luego, por la tarde, si no llovía, irían a montar a caballo. Stacy había dicho que quería probarlo antes de volver. Amy también. Al pensar en esto, Eric se giró para mirarlas. Stacy insistía en cerrarle los ojos a Amy, pero cada vez que lo conseguía, volvían a abrirse de inmediato. También tenía la boca abierta. La savia de la planta le había quemado la cara, y la quemadura parecía una mancha de nacimiento. Eric supuso que tendrían que enterrarla, y se preguntó cómo conseguirían cavar un hoyo lo bastante grande para el cadáver.

Lo primero que percibió fue el hambre, no el olor que lo despertó. Notó una especie de tensión, como un espasmo en el estómago, y la boca se le llenó de saliva. Inhaló con aire pensativo. «Pan», pensó.

En el mismo momento, Stacy preguntó:

—¿Oléis eso?

—Es pan —respondió Eric—. Alguien está haciendo pan.

Los otros dos levantaron la cabeza y olfatearon el aire.

—¿Los mayas? —preguntó Stacy.

Jeff estaba siguiendo el rastro del olor, que era cada vez más intenso y se asemejaba ya al de una panadería. Se movía despacio por el borde del claro, respirando hondo.

—A lo mejor nos han traído pan —sugirió Stacy sonriendo, encantada con la idea. De hecho, parecía convencida de que era así—. Uno de nosotros debería bajar y…

—No son los mayas. —Jeff estaba de cuclillas en el borde del claro, de espaldas a ellos.

—Pero…

Se volvió hacia Stacy y le hizo una seña para que se acercara.

—Es la enredadera —dijo.

Mathias y Stacy se levantaron y fueron a oler las florecillas rojas. Eric no tuvo necesidad de acompañarlos. Supo por la expresión de sus caras que Jeff estaba en lo cierto, que la planta se las había ingeniado para desprender el olor del pan recién horneado. Stacy regresó junto al cadáver de Amy y se sentó. Se cubrió la boca y la nariz con la mano, tratando de bloquear el olor.

—No puedo soportarlo, Jeff. No puedo.

—Comeremos un poco —dijo Jeff—. Repartiremos la naranja.

Stacy sacudió la cabeza.

—No servirá de nada. —Jeff no respondió. Desapareció en el interior de la tienda—. ¿Cómo lo hace? —preguntó Stacy. Paseó la mirada entre Eric y Mathias, como si esperase que uno de los dos le diera una explicación. No se la dieron, desde luego, y pareció que iba a echarse a llorar. Se había tapado la nariz con dos dedos y respiraba por la boca, casi jadeando.

Jeff reapareció al cabo de un momento.

—Lo hace adrede, ¿verdad? —preguntó Stacy.

Nadie respondió. Jeff se sentó y comenzó a pelar la naranja. Eric y Mathias observaron cómo la fruta emergía despacio por debajo de la cáscara.

—¿Por qué ahora? —insistió Stacy—. ¿Por qué no…?

—Esperó a que tuviéramos hambre —explicó Jeff—. A pillarnos con las defensas bajas. —Cortó la fruta y contó los gajos: había diez—. Si hubiese empezado antes, no nos habría fastidiado tanto. Nos habríamos acostumbrado. Pero ahora… —Se encogió de hombros—. También se tomó su tiempo antes de empezar a imitar nuestras voces. No revela sus poderes hasta que nos ve débiles.

—¿Por qué el olor a pan? —preguntó Stacy.

—Debió de percibirlo en algún momento. Puede que alguien hiciera pan aquí, o por lo menos lo calentara. Porque la enredadera imita cosas: lo que oye, lo que huele. Como un camaleón. Como un sinsonte.

—¡Pero es una planta!

Jeff la miró.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Qué quieres decir?

—¿Cómo sabes que es una planta?

—¿Qué va a ser si no? Tiene hojas, flores y…

—Pero se mueve. Y piensa. Así que es posible que sólo parezca una planta. —Jeff sonrió, como si estuviera encantado con las facultades de la enredadera—. No tenemos forma de saberlo, ¿no?

El olor cambió, se volvió más fuerte e intenso. Eric buscaba la palabra en su mente cuando Mathias la pronunció:

—Carne.

Stacy miró hacia arriba, olfateando.

—Un bistec de ternera.

Mathias negó con la cabeza.

—Hamburguesas.

—Chuletas de cerdo —replicó Eric.

Jeff los silenció con un gesto.

—No lo hagáis.

—¿Que no hagamos qué? —preguntó Stacy.

—Hablar del tema. Sólo conseguiréis sentiros peor.

Todos callaron. «Chuletas de cerdo no —pensó Eric—. Salchichas de Frankfurt». La planta seguía dentro de él; estaba convencido. Cosida en su interior, esperando una oportunidad para actuar. Pero tal vez no importara. Era capaz de imitar sonidos y olores, pensar y moverse. Triunfaría indefectiblemente, dentro o fuera de su cuerpo.

Jeff dividió la naranja en cuatro porciones iguales, dos gajos y medio por cabeza.

—Deberíamos comer también la piel —dijo. Y la dividió. Señaló a Stacy—. Elige tú primero.

Stacy se levantó, se acercó a las pequeñas montañitas y observó cada porción, midiéndola con los ojos. Al final cogió una.

—¿Eric? —dijo Jeff.

Eric tendió la mano.

—Me da igual. Dame cualquiera.

Jeff sacudió la cabeza.

—Señala.

Eric señaló una porción y Jeff se la acercó. Dos gajos y medio de naranja y un montoncillo de pieles. Si hubiesen sido cinco, les habrían tocado sólo dos gajos por cabeza. A Eric le pareció tristísimo que la ausencia de Amy pudiera medirse de una forma tan mezquina, con medio gajo de naranja. Se metió uno en la boca y cerró los ojos, sin masticar aún, recreándose en la sensación.

—¿Mathias? —dijo Jeff.

Eric oyó que el alemán se levantaba para ir a buscar su ración. Luego se hizo un silencio: todos se habían retirado a un lugar íntimo donde saborear lo que sería el desayuno de ese día.

El olor cambió otra vez. «Pastel de manzana», pensó Eric, que todavía no había empezado a masticar y que ahora, de manera repentina e inexplicable, tuvo que contener las lágrimas. «¿Cómo conoce el aroma del pastel de manzana?» Oyó el sonido acuoso de las bocas de los demás, que ya habían empezado a comer. Se cubrió los ojos con el sombrero.

«Con una pizca de canela».

Eric masticó, tragó el gajo y luego se puso un trozo de piel de naranja en la boca. No lloraba; había logrado vencer la tentación. Pero las lágrimas continuaban al acecho. Las sentía cerca.

«Con nata montada, incluso».

Masticó la pequeña tira de cáscara, la tragó y se metió otra en la boca. Hasta podía ver la masa del pastel, ligeramente tostada por debajo. Y aquello no era nata montada, sino helado de vainilla, derritiéndose despacio en el plato… un plato metálico de postre, con una taza de café al lado. Mientras imaginaba estas cosas, Eric sintió ganas de llorar de nuevo. Tuvo que cerrar los ojos con fuerza, aguantar la respiración y esperar a que pasaran, mientras aquellas tres palabras se repetían en su cabeza:

«¿Cómo lo sabe? ¿Cómo lo sabe? ¿Cómo lo sabe?»