Stacy no vio las lágrimas de Jeff. De hecho, no veía casi nada. Se encontraba en un estado deplorable: cansada, borracha, con los músculos y los huesos doloridos y la cabeza embotada por el miedo. Estaba oscuro, demasiado oscuro, y le dolían los ojos por el esfuerzo de tratar de distinguir las cosas. Lo único que alcanzaba a ver era que Amy estaba tendida boca arriba y Jeff, arrodillado a su lado. Pero en cuanto salió de la tienda supo la verdad: Amy había muerto.

Se arrodilló en el suelo. Estaba a sesenta centímetros de ellos, y le habría bastado con extender el brazo para tocar a Amy. Sabía que debería hacerlo, que era lo más apropiado, lo que Amy habría querido, pero no se movió. Tenía miedo. Si la tocaba, su muerte se volvería real.

—¿Estás seguro? —preguntó a Jeff.

—¿Seguro de qué?

—De que está… —Stacy era incapaz de decirlo. Pero Jeff la entendió; intuyó que asentía en la oscuridad—. ¿Cómo? —susurró.

—¿Cómo qué?

—¿De qué manera…?

—Se le metió dentro de la boca. La asfixió.

Stacy respiró hondo y se quedó pensativa. «No puede estar pasándonos esto —pensó—. ¿Cómo es posible?» Otra vez olía a fuego, y eso le recordó que había gente al pie de la colina.

—Tenemos que decírselo —dijo.

—¿A quién?

—A los mayas.

Supo que Jeff la miraba, aunque él no respondió. Deseó poder verle la cara, porque con su serenidad, su voz queda y su cara oculta, Jeff propiciaba la sensación de irrealidad, de que nada de aquello estaba sucediendo de verdad.

—Tenemos que decirles lo que ha pasado —añadió Stacy en voz un poco más alta. Más que oír sintió cómo su corazón se aceleraba, consumiendo el tequila, el sueño e incluso el miedo—. Tenemos que convencerlos de que nos ayuden.

—No van a…

—Tienen que hacerlo.

—Stacy…

—¡Tienen que ayudarnos!

—¡Stacy! —Ella lo miró parpadeando. Tenía los muslos agarrotados y le costaba permanecer de cuclillas. Quería levantarse, correr cuesta abajo y acabar con todo. Parecía muy sencillo—. Cierra el pico —dijo Jeff en voz muy baja—. ¿De acuerdo?

Stacy no respondió. Estaba demasiado sorprendida. Por un instante sintió deseos de gritar, de insultarlo, de pegarle, pero se le pasó enseguida. Todo parecía desvanecerse en un santiamén. De repente, el cansancio y el miedo la invadieron de nuevo. Extendió el brazo y cogió la mano de Amy. Estaba fría y ligeramente húmeda. Si Amy le hubiese devuelto el apretón, Stacy habría gritado, y esta certeza la obligó a aceptar por fin la verdad.

«Ha muerto —pensó—. Amy está muerta».

—No hables, ¿vale? —dijo Jeff—. ¿Puedes quedarte aquí conmigo, con ella, sin decir nada?

Stacy seguía apretando la mano de Amy. Le hacía sentirse mejor. Asintió con la cabeza.

Y eso fue lo que hicieron. Permanecieron junto al cadáver de Amy, esperando, sin hablar, mientras la tierra giraba lentamente hacia el amanecer.