Todo se repetía: el despertar rodeado por aquel olor a humedad y la enredadera creciendo sobre sus piernas. «Dentro de mí —pensó Eric mientras la tocaba—. Y ahora también en el pecho».

Mathias gritaba desde el claro. Otra persona se movía en la tienda. Estaba demasiado oscuro para ver quién era. Eric trató de incorporarse, pero la planta estaba encima de él, y era como si lo sujetase.

«Dentro de mí».

—¡Jeff! —gritaba Mathias—. ¡Jeff!

Algo malo había ocurrido; Eric lo notó en la voz de Mathias. «Pablo ha muerto», pensó.

—¡Jeff!

Había alguien de pie, dirigiéndose a la puerta de la tienda.

—Ay, Dios —dijo Eric. Había metido la mano entre los zarcillos, y se estaba tocando el pecho, por encima de la herida. Debajo de la piel, una masa esponjosa le cubría las costillas y se extendía hacia el esternón—. ¡El cuchillo! —exclamó—. ¡Traedme el cuchillo!

—¿Qué pasa? ¿Qué tienes? —Era Stacy, con voz soñolienta y asustada. Lo cogió del hombro.

—Necesito el cuchillo —dijo Eric.

—¿El cuchillo?

—¡Deprisa!

En el claro, Mathias seguía gritando:

—Jeff… Jeff…

Eric bajó la mano hasta la pierna, donde encontró el mismo bulto acolchado por debajo de la piel, subiendo por la rodilla en dirección al muslo. Oyó la cremallera de la tienda y se volvió a mirar. Todavía era de noche, pero fuera estaba más claro que dentro. Vio salir a Jeff.

—Espera —lo llamó—. Necesito…

Pero Jeff ya se había ido.

Jeff lo sabía.

Lo supo en cuanto oyó gritar a Mathias. Se había levantado y corría por el claro, todo sucedía muy rápido, demasiado rápido, pero no lo suficiente para ocultar la verdad. Estaba en la voz de Mathias, en el pánico y la urgencia que oyó en ella. Era lo único que necesitaba Jeff.

Sí, lo sabía.

Se levantó, salió de la tienda y cruzó el claro en la oscuridad, donde Mathias era apenas una sombra inclinada sobre otra sombra: Amy. Jeff cayó de rodillas y cogió la muñeca de Amy, que estaba fría. No podía verle la cara a ninguno de los dos.

—Creo que… —empezó Mathias, buscando las palabras adecuadas, tartamudeando casi por culpa de la agitación—. Creo que la ha estrangulado.

Jeff se inclinó un poco más. La planta crecía dentro de la boca y la nariz de Amy. Empezó a tirar de ella, quemándose las manos con la savia. Un zarcillo se le había metido hasta la garganta, y tuvo que escarbar con los dedos para sacarlo, ignorando la textura correosa de los labios, que también estaban muy fríos, demasiado fríos…

En la tienda, Eric había empezado a gritar otra vez.

—¡El cuchillo! ¡Traedme el cuchillo!

«No la estranguló; la ahogó», pensó Jeff. Porque olía a tequila y a bilis y la planta estaba húmeda. Recordó a Amy tratando de levantarse, dando medio paso hacia él con la mano en la boca. Él se había equivocado al pensar que Amy intentaba contener el vómito. En realidad estaba tirando, ahora lo entendía: luchaba por apartar la planta de su cara, para dejar salir al vómito que la estaba ahogando, y al final había caído de rodillas, pidiéndole ayuda.

Cuando le hubo despejado la cara, le inclinó la cabeza hacia atrás, le apretó la nariz y apoyó sus labios sobre los de ella; un cierre hermético, sin fugas. Sintió un sabor a vómito y el ardor de la savia en la lengua. Exhaló, llenando los pulmones de Amy, levantó la boca, le palpó el pecho, buscando el esternón, apoyó todo su peso contra él, empujando con las palmas de las manos, contando cada presión —uno… dos… tres… cuatro… cinco—, y regresó a la boca.

—Jeff —dijo Mathias.

Jeff evocó historias de muertes aparentes, de gente rescatada de las profundidades del mar, sin pulso, con los labios amoratados y los miembros rígidos. Historias sobre ataques cardíacos, picaduras de serpiente y electrocución por rayos. ¿Por qué no víctimas de asfixia? Aquellas personas no debían volver a respirar y, sin embargo, gracias a un milagro, a un capricho de la fisiología, habían vuelto a la vida simplemente porque alguien que no tenía motivos para creer ni para insistir mantuvo la fe e insistió de todos modos, insuflando aire en los pulmones de un cadáver, bombeando sangre a su corazón, resucitándolo como a Lázaro, salvándolo de una muerte prematura.

—Es demasiado tarde —dijo Mathias.

Jeff había aprendido primeros auxilios en segundo de bachillerato. Principios de primavera al oeste de Massachusetts, las moscas zumbando y chocando contra las ventanas que daban al patio, donde había una bandera izada en un mástil y un pequeño invernadero. Después de una clase breve, practicaron en el suelo con una muñeca de goma, una grotesca mujer sin piernas. Jeff recordó que le habían puesto un nombre, pero se le había borrado de la memoria. Quince adolescentes turnándose con ella; alguien hizo un chiste subido de tono, que el señor Kocher silenció con su expresión ceñuda. Todos estaban cohibidos, temerosos de equivocarse, pero disimulaban. Los labios de la muñeca sabían a alcohol. Arrodillado junto a la cabeza, Jeff había imaginado los rescates que le aguardaban en el futuro. Su abuela inconsciente en el suelo de la cocina, mientras el resto de la familia —su hermana, sus padres, sus primos, sus tíos y tías— la miraban agonizar paralizados, impotentes; entonces un sereno Jeff se adelantaría, se abriría paso entre ellos y se arrodillaría junto a la anciana para devolverle la vida con la respiración artificial, un gesto sencillo pero a la vez propio de un dios. Un momento de gracia —así lo había imaginado—, lleno de calma y aplomo.

Exhaló, llenando los pulmones de Amy.

Mathias le tocó el hombro.

—No está…

«Ve a buscarla», había pensado. Recordó que aquellas palabras le pasaron por la cabeza cuando estaba sentado en el barro, junto al cobertizo de Pablo, mirando cómo Amy se tambaleaba y caía de rodillas con la mano en la boca. «Ya mismo». ¿Por qué no había ido?

Notó un movimiento cerca de la tienda y enseguida apareció Stacy.

—Se le ha metido dentro de nuevo —dijo—. Yo… —Se interrumpió, tratando de ver algo en la oscuridad—. ¿Qué ha pasado?

Jeff volvió a palpar el pecho de Amy, buscando el esternón.

—¿Está…?

«Fue culpa mía». No le cabía la menor duda y, sin embargo, Jeff no podía permitirse el lujo de pensar en eso ahora. Después tendría que afrontar esas palabras, cargar con las consecuencias; sería inevitable. Pero ahora…

Empezó a presionar: uno… dos… tres… cuatro… cinco.

Por otra parte, quizá no hubiese un después. Era posible, ¿no? Ningún después, nada más allá de ese sitio. Amy era sólo la primera, pero él y los demás la seguirían pronto. Y si era así, ¿qué más daba? De esta forma y no de otra; ahora en lugar de al cabo de unos días o unas semanas. ¿No sería incluso una bendición, como cualquier otra forma de acortar el sufrimiento?

—Jeff… —dijo Mathias.

Él no se había dado cuenta. No pudo verla. Amy había estado a unos cinco metros, pero envuelta en sombras. ¿Cómo iba a imaginar Jeff lo que le pasaba?

Eric gritaba en la tienda, llamando a Stacy, pidiendo auxilio y reclamando el cuchillo.

«Ahora no —pensó Jeff, tratando de organizarse—. Más tarde».

—¿Mathias? —dijo Stacy, con voz de pánico—. ¿Amy está…?

—Sí.

Bebés sacados de la basura, ancianas halladas inconscientes en camisón, montañeros sepultados en la nieve; lo importante era no rendirse, no dar nada por sentado, actuar sin vacilaciones y rezar para que se produjera el milagro, la súbita y caprichosa inhalación.

Stacy dio un paso al frente.

—Quieres decir que está…

—Muerta.

Jeff no les hizo caso. Volvió a la boca: los labios fríos, el sabor a vómito, la quemadura de la savia mientras le llenaba los pulmones a la fuerza. Eric seguía gritando en la tienda. Stacy y Mathias permanecían callados e inmóviles, mirando cómo Jeff trabajaba con el cadáver —con los pulmones y el corazón—, tratando de provocar ese momento de gracia que se le resistía, le rehuía, no llegaba. Se rindió mucho antes de parar, pero siguió bregando durante unos minutos por pura inercia, por el miedo a lo que significaría apartarle los labios de la boca y las manos del pecho sin intención de regresar. Al final, la fatiga, un calambre en el muslo derecho y el creciente mareo le obligaron a detenerse. Se sentó sobre los talones y trató de recuperar el aliento.

Nadie habló.

«Me llamó», pensó Jeff. Se limpió la boca, los labios escoriados por la savia. «Le oí pronunciar mi nombre». Cogió la mano de Amy entre las suyas, como si intentase calentarla.

—¡Stacy! —gritó Eric.

Jeff levantó la cabeza y miró hacia la tienda.

—¿Qué le pasa? —preguntó. La serenidad de su propia voz lo dejó atónito; había supuesto que sonaría ronca y desesperada, como un rugido. Esperó las lágrimas —las sentía muy cerca—, pero no llegaron.

Se negaban a llegar.

«Más tarde», pensó.

—Se le ha metido dentro de nuevo —dijo Stacy, y también ella habló en voz baja, casi inaudible. Jeff sabía que era la presencia de la muerte lo que los inducía a hablar en susurros.

Soltó la mano de Amy y se la colocó con cuidado sobre el pecho, pensando otra vez en aquella muñeca de goma de brazos flácidos. Después de aprobar el cursillo, le habían dado un diploma que su madre enmarcó y colgó en la pared. Si cerraba los ojos, aún podía ver todos aquellos diplomas, medallas y placas junto a las estanterías llenas de trofeos.

—Alguien debería ir a ayudar a Eric —dijo.

Mathias se levantó en silencio y se dirigió a la tienda. Jeff y Stacy lo miraron alejarse, una sombra moviéndose por el claro.

«Como un fantasma», pensó Jeff, y entonces llegaron las lágrimas. Fue incapaz de reprimirlas. No hubo sollozos ni hipos —ni gemidos ni gritos ni lamentos—, sólo media docena de gotas de agua salada, deslizándose despacio por sus mejillas, escociéndole en los puntos donde la savia le había quemado la piel.