Stacy había oído discutir a Jeff y Amy. No pudo descifrar sus palabras a causa del tamborileo de la lluvia contra el techo de la tienda, pero estaba segura de que habían discutido. La enredadera también había participado, imitando la voz de Amy.

Gritando: Es culpa mía.

Y luego: La culpa es mía, ¿no?

En la tienda sólo estaban ella y Eric. La tormenta impedía ver gran cosa. Stacy no sabía qué hora era, pero intuía que el día llegaba a su fin. Otra noche; no sabía cómo iban a afrontarla.

—Si me duermo, ¿me vigilarás? —preguntó Eric.

La mente de Stacy estaba embotada por el alcohol. Todo parecía moverse más despacio de lo normal. Miró a Eric en la oscuridad, tratando de procesar su pregunta. La lluvia no amainaba, y el techo de la tienda se hundía bajo su peso. Jeff y Amy habían dejado de gritar.

—¿Toda la noche? —preguntó.

Eric negó con la cabeza.

—Una hora. ¿Podrás mantenerte despierta durante una hora? Sólo necesito ese tiempo.

Stacy se dio cuenta de que estaba cansada, como si el solo hecho de hablar de ello la agotase. Cansada, hambrienta y muy, pero que muy borracha.

—¿Por qué no podemos dormir los dos?

Eric señaló los objetos amontonados en el fondo de la tienda.

—Volverá. Se me meterá dentro de nuevo. Uno de los dos ha de permanecer despierto.

«Se refiere a la enredadera», pensó Stacy, y por un momento la sintió cerca, oculta entre las sombras, escuchando, observando, esperando a que se durmiesen.

—Vale —dijo—. Una hora. Después te despertaré.

Eric estaba acostado boca arriba. Seguía apretándose el costado con la camiseta hecha una bola. En la tienda estaba demasiado oscuro para saber si la hemorragia había cesado. Stacy se sentó a su lado y le cogió la mano libre, que estaba fría y húmeda. Sabía que deberían secarse y cambiarse. Aunque ella aún temblaba de frío, no dijo nada ni rebuscó en las mochilas. Los arqueólogos estaban muertos, igual que todos los que habían llegado antes y después que ellos, y Stacy tenía la absurda sensación de que sus pertenencias podían contagiarle algo. No quería usar su ropa.

Eric se durmió, y su mano se relajó dentro de la de Stacy. Ésta se sorprendió de la rapidez con que había conseguido conciliar el sueño. Empezó a roncar, con un sonido aterradoramente similar al de la respiración de Pablo. Stacy estuvo a punto de despertarlo, deseando que se pusiera de lado y callara, pero entonces, de repente, paró solo. Eso también la aterró, aunque de una forma diferente, así que se inclinó y puso la oreja derecha sobre la cara de Eric, para asegurarse de que seguía respirando.

Respiraba, desde luego.

Inclinada de esta forma, con la cabeza casi horizontal, a apenas un palmo del suelo de la tienda, parecía más fácil seguir cayendo que luchar para incorporarse. Se tumbó a su lado, abrazándolo. No se dormiría, ¿cómo iba a dormir? Ni siquiera era de noche todavía. Amy entraría pronto, y entonces se pondrían a charlar en voz baja, susurrando incluso, para no despertar a Eric. Cierto que estaba cansada, pero le había dado su palabra a Eric, y sabía que la planta estaba al acecho, esperando que bajaran la guardia. No; no se dormiría. Sólo iba a cerrar los ojos por un momento, para escuchar el suave tamborileo sobre el nailon y tal vez fantasear un poco, imaginándose en otro lugar.

Cuando abrió los ojos, la tienda estaba muy oscura, demasiado oscura para ver. Había alguien a su lado, sacudiéndola por el hombro.

—Despierta, Stacy —decía esa persona una y otra vez—. Te toca a ti.

Reconoció la voz de Jeff, pero no se movió; se limitó a mirarlo en la oscuridad. Las cosas le volvían a la memoria, pero demasiado despacio para entenderlas. La lluvia; Amy gritándole puta; Jeff y Amy discutiendo; Eric pidiéndole que lo vigilase. Tenía resaca y todavía estaba borracha. Una combinación dolorosa. La cabeza no sólo le dolía; experimentaba la extraña sensación de que su contenido podía volcarse, de que si se movía demasiado rápido hacia un lado o hacia el otro, se vaciaría por completo. No era una idea clara; sólo sabía que no quería moverse, que era peligroso. Tenía la vejiga tan llena que le dolía, pero ni siquiera eso bastó para ponerla en marcha.

—No —respondió.

No podía ver a Jeff, pero percibió su asombro, cierta rigidez entre las sombras, por encima de ella.

—¿No? —preguntó él.

—No puedo.

—¿Por qué…?

—Simplemente no puedo.

—Pero es tu turno.

—No puedo, Jeff.

Éste alzó un poco la voz, enfadado.

—Déjate de puñetas, Stacy. Levántate. —Le dio un pequeño empujón y ella casi gritó. Le dolía todo el cuerpo. Empezó a repetir:

—No puedo, no puedo, no puedo, no puedo…

—Iré yo. —Era la voz de Mathias, procedente del otro extremo de la tienda.

Stacy notó que Jeff se apartaba de ella y se volvía.

—Le toca a ella.

—Es igual. Estoy despierto.

Stacy le oyó levantarse, prepararse y dirigirse a la puerta. Aunque se detuvo allí, con un titubeo.

—¿Dónde está Amy? —preguntó.

—Fuera —respondió Jeff—. Durmiendo la mona.

—Debería…

—Déjala en paz.

Stacy oyó que Mathias abría la cremallera, y algo semejante a la luz entró en la tienda. Por un momento, los vio a los tres: Eric acostado boca arriba, inmóvil; Jeff de pie al lado de ella, y Mathias saliendo al claro. «Gracias», pensó, pero no consiguió convertir la idea en sonido. La puerta se cerró, sumiéndolos de nuevo en la oscuridad.

Sin querer, estaba cerrando los ojos otra vez. Jeff se acostó a unos palmos de ella, mascullando algo con un inconfundible tono quejumbroso. Echando pestes sobre ella, supuso Stacy. Qué más daba. Ya estaba enfadado con Amy, así que, ¿por qué no con ella? Más tarde se reirían del incidente; Stacy imitaría sus murmullos y suspiros, que todavía continuaban.

«Debería comprobar cómo está Eric», pensó.

Trató de recordar lo que había hecho antes de dormirse. ¿Lo había despertado, como le había prometido? Cuanto más pensaba en ello, más improbable le parecía, y mientras luchaba por despertarse, por abrir los ojos, e incluso por sentarse y tocar a Eric, Mathias empezó a llamar a Jeff a gritos.