Sentado al pie de la colina, esperando a los griegos, Jeff tuvo la sensación de haber entrado en una versión más lenta y densa del tiempo. Los segundos se prolongaban hasta convertirse en minutos, los minutos se acumulaban para formar horas, y no pasaba nada importante, nada de nada… desde luego no aquello para lo que estaba allí: impedir que los griegos cruzaran el claro y entrasen en la zona prohibida. Permaneció sentado mientras el sol le robaba a su piel parte de la valiosa humedad, añadiendo el calor a la lista de malestares del cuerpo: el hambre, la sed, el cansancio y la creciente sensación de fracaso, de que todo lo que hacía no servía más que para infligir tanto daño como el que pretendía evitar.

Tenía demasiadas cosas en que pensar, y ninguna era agradable. Estaba Pablo, por supuesto. ¿Cómo no iba a pensar en Pablo?

Aún podía sentir el peso de la piedra en la mano y el calor a través de la toalla; aún podía oír el sonido del hueso astillándose mientras él golpeaba la tibia y el peroné; aún podía oler el nauseabundo hedor de la carne quemada. «¿Qué alternativa tenía?», se preguntaba una y otra vez, sabiendo que ese impulso de justificarse, de explicarse como si respondiera a una acusación, no era una buena señal. «Intentaba salvarle la vida». Y tampoco quería oír estas palabras retumbándole en la cabeza, porque el «intentaba» sugería un fracaso, algo deseado, ambicionado, pero no logrado. Porque era verdad: Jeff había perdido todas las esperanzas con relación a Pablo. Si los rescataban ese mismo día o a primera hora del siguiente, quizá pudieran hacer algo por él. Pero ¿sucedería así? Ésa era la cuestión: que los rescatasen en las horas siguientes, al día siguiente; todo dependía de eso, y Jeff estaba perdiendo la fe. Había pensado que al cortarle las piernas al griego le concedería un poco más de tiempo —no mucho, sólo un poco—, pero no sería así. Tenía que admitirlo. Pablo duraría un par de días, tres como mucho, y luego moriría.

En medio de terribles dolores, sin duda alguna.

Por supuesto, siempre existía la posibilidad de que llegaran los griegos, pero cuanto más pensaba en ella, más remota se le antojaba. Los mayas sabían exactamente lo que hacían; lo habían hecho antes y, casi con toda probabilidad, volverían a hacerlo. Jeff dio por sentado que habrían puesto a alguien a vigilar la entrada del sendero, para que distrajera o confundiera a los posibles rescatadores. Don Quijote y Juan no estaban a la altura de un reto como ése; incluso si acudían, cosa que Jeff dudaba, los engañarían sin dificultad. No; si alguien los rescataba sería mucho después —quizá demasiado tarde—, al cabo de varias semanas, cuando sus padres se dieran cuenta de que no habían regresado y comenzaran a investigar, a preocuparse, a actuar. Jeff no quería ni pensar en lo que demoraría eso, en las llamadas que tendrían que hacer, las preguntas que tendrían que formular antes de que el engranaje correcto se pusiera en marcha. Incluso entonces, ¿los buscarían más allá de Cancún? Los billetes de autobús tenían sus nombres impresos, pero ¿quedaba constancia de esa información en alguna parte? Y si salvaban ese obstáculo y la búsqueda se trasladaba a Cobá, ¿cómo se extendería a veinte kilómetros más, hasta la selva? Quienquiera que se encargara del caso llevaría fotografías, pensó Jeff, y las enseñaría a los taxistas, los vendedores ambulantes y los camareros de los bares de Cobá. El conductor de la camioneta amarilla los reconocería y tal vez estuviera dispuesto a contar lo que sabía. ¿Y entonces qué? El policía o detective seguiría el sendero, llegaría al poblado maya con aquellas cuatro, cinco o seis fotografías —dependiendo de si se enteraba de la existencia de Mathias y Pablo y los relacionaba con ellos—, ¿y qué le ofrecerían los mayas? Caras de póquer, sin duda. Se rascarían la barbilla con expresión pensativa y sacudirían la cabeza muy despacio. Incluso si el mítico policía o detective, dotado de una sagacidad y una perseverancia milagrosas, llegaba a desenmascarar esas falsas declaraciones de ignorancia, ¿cuánto tiempo tardaría? Todos los pasos que debía dar para avanzar, con los potenciales desvíos y callejones sin salida… ¿cuánto tiempo le llevarían? Demasiado, supuso Jeff. Demasiado para Pablo, sin duda alguna. Y quizá demasiado para los demás también.

Necesitaban que lloviera. Era lo principal, lo más urgente. Sin agua, no durarían mucho más que Pablo.

Y luego estaba el asunto de la comida. Tenían las escasas provisiones que habían llevado consigo, simples aperitivos, en realidad, que mediante un racionamiento estricto podrían alimentarlos durante dos o tres días. ¿Y después?

Nada. Ayuno. Hambre.

Jeff sabía que Eric se encontraba en apuros. El corte, los paseos, los murmullos, todo eran malas señales. Sus heridas se infectarían pronto, y él no podía hacer nada al respecto. Una vez más, el tiempo sería crucial. La gangrena y la septicemia serían más lentas que la sed, pensó, pero mucho más rápidas que la desnutrición.

Jeff no pensó en la enredadera; se resistía a hacerlo, no sabía qué pensar. Aquellas plantas se movían, emitían sonidos, pensaban y urdían planes. Y sospechaba que aún harían cosas peores, aunque no quería ni imaginarlas.

Siguió sentado, mirando a los mayas que lo miraban a él. Esperando a los griegos, aun sabiendo que no acudirían. Pensó en el agua, en la comida, en Pablo y en Eric. Cuando empezaron a formarse nubes en el sur, las observó deseando que crecieran, que se oscurecieran y se movieran hacia el norte. La lluvia. Tendrían que recoger el agua. No habían hablado del tema. Debería haberlo hecho, debió dejar instrucciones a los demás, pero estaba cansado, tenía demasiadas cosas en que pensar y lo había olvidado. Se levantó y miró hacia la cima de la colina. ¿Por qué no venían a reemplazarlo? También debió prever esa cuestión, pero no lo había hecho.

Las nubes continuaban creciendo. Estaba aquella caja de herramientas de la tienda azul. Podrían vaciarla y usarla para juntar agua. Sin duda habría otras cosas que podrían utilizar con este propósito, pero necesitaba verlas, necesitaba estar en la cima para pensar en cómo adaptarlas.

Dio un pequeño paseo. Se sentó otra vez. Miró a los mayas, las nubes, el sendero a su espalda. Los mayas le sostenían la mirada, mudos e impasibles. Las nubes se multiplicaban. El sendero permanecía vacío. Jeff se levantó, se estiró y anduvo un poco más. El cielo estaba ya completamente encapotado; la lluvia era inminente, lo sabía, y cuando comenzaba a considerar la posibilidad de darse la vuelta y subir a la cima, mientras sopesaba el riesgo de dejar el camino sin vigilancia contra el de que llegase la lluvia antes de que estuvieran preparados para recogerla —teniendo en cuenta lo breves e intensas que solían ser las tormentas en esa parte del mundo—, oyó unos pasos aproximándose por el camino.

Era Mathias.

Algo iba mal; Jeff lo supo nada más ver la forma en que se movía Mathias. Andaba con cierta tirantez, como si se apresurase y se frenase al mismo tiempo. Su cara reflejaba la cautela de costumbre, pero con un pequeño cambio, algo casi imperceptible. Estaba en los ojos, pensó Jeff: un aire de cansancio, incluso de alarma. Se detuvo a unos metros de Jeff, agitado.

—¿Qué pasa? —preguntó Jeff.

Mathias señaló hacia la cima.

—¿No lo has oído?

—¿El qué?

—Hablaban.

—¿Quiénes?

—Las plantas. —Jeff lo miró fijamente, no con incredulidad, pero demasiado sorprendido para hablar—. Nos imitaban. Imitaban las voces de Stacy y Amy.

Jeff reflexionó. Aquello no le pareció suficiente para explicarse la agitación de Mathias; tenía que haber algo más.

—¿Qué decían?

—Yo me quedé dormido en la tienda. Y cuando desperté… —Mathias se interrumpió, como si no supiera cómo continuar. Luego dijo—: Estaban discutiendo.

—¿Discutiendo?

—Sí, las chicas. Se insultaban a gritos.

—Oh, Dios. —Jeff suspiró.

—Han estado bebiendo tequila. Bastante, creo.

—¿Todos? —Mathias asintió con la cabeza—. ¿Están borrachos? —Mathias volvió a asentir.

—Me llamaron nazi.

—¿Qué?

—Las plantas. O Eric, supongo. Lo gritaban las plantas, pero con la voz de Eric.

Jeff lo observó con atención. Se dio cuenta de que era eso lo que lo había alterado tanto. ¿Y por qué no? Debía de sentirse solo entre ellos, puesto que casi no los conocía. Era un extraño, y resultaba fácil convertirlo en el chivo expiatorio. Jeff trató de tranquilizarlo.

—Seguro que fue una broma. Eric es así, ¿sabes? —Mathias permaneció mudo, sin confirmar ni negar estas palabras—. Debería subir —continuó Jeff—. ¿Te quedas vigilando por si aparecen los griegos? —Mathias asintió con la cabeza. Jeff se volvió para marcharse, pero se detuvo.

—¿Qué tal Pablo? —preguntó a Mathias.

El alemán hizo un gesto vago, extendiendo la mano.

—Igual —respondió—. No muy bien.

Después de oír esto, Jeff comenzó a subir la colina, corriendo en los tramos más planos y andando en los más escarpados. Se agitaba más de lo habitual. Sólo llevaban un día allí, y ya empezaba a sentirse débil. Tenía la impresión de que el decaimiento físico era el reflejo de un deterioro más general: comenzaba a perder el control de la situación. Stacy, Amy y Eric se habían pasado la tarde bebiendo tequila. ¿Cómo podían ser tan estúpidos? Imprudentes, impulsivos, irresponsables; tres idiotas coqueteando con su propia destrucción. Y Eric, vaya a saber por qué, había llamado nazi a Mathias. La incredulidad de Jeff se fue transformando en furia. Ésta era otra clase de temeridad, lo sabía, pero se sentía incapaz de resistirse, incapaz de reprimir el deseo de castigar a aquellos tres, de sacudirlos para que recuperasen la sensatez. Aún estaba lidiando con estos sentimientos cuando llegó a la cima de la colina, cruzó el pequeño claro y vio a Amy obligando a comer una uva al semiinconsciente Pablo.

—¿Qué coño estáis haciendo? —exclamó, y todos se volvieron a mirarlo, sobresaltados por su presencia allí y por la furia de su voz.

Pablo vomitaba, aunque ésta no era la palabra más exacta para describir lo que hacía. Porque vomitar es una acción dinámica y vigorosa, y la actitud de Pablo era mucho más pasiva. Volviendo la cabeza a un lado, abrió la boca y de ella salió un pequeño torrente de líquido negro. Sangre, bilis… lo que fuera. Pero la cantidad era excesiva, muy superior a lo que Jeff habría creído posible. Un líquido negro con grumos o coágulos. Formó un charco al lado de la camilla, demasiado gelatinoso, al parecer, para que la tierra lo absorbiera. Aunque estaba a más de un metro de distancia, Jeff percibió un olor dulzón a podrido.

—Tenía hambre —dijo Amy. Al oír su voz, la amenaza de trastabillar acechando en cada palabra, Jeff se dio cuenta de lo borracha que estaba. En la mano izquierda sujetaba la bolsa de plástico que había contenido las uvas y donde ahora sólo quedaban tres. La botella de tequila estaba en el suelo, casi vacía, al lado de Stacy. Eric apretaba una camiseta ensangrentada contra su abdomen.

Jeff sintió que la furia se expandía dentro de su cuerpo, que lo llenaba por completo y comenzaba a empujar hacia fuera, como buscando una salida.

—Estás borracha, ¿no? —Amy miró hacia otro lado. Pablo había parado de vomitar y ahora tenía los ojos cerrados—. Todos estáis borrachos —insistió Jeff, sorprendido de su capacidad para mantener la voz serena—. ¿Me equivoco?

—Yo no —dijo Eric.

Jeff se volvió bruscamente hacia él, como si fuera a pegarle. «Para —se dijo—. No lo hagas». Pero ya era demasiado tarde, ya había empezado a hablar y su voz, animada por la furia, aumentaba de volumen, de velocidad y de intensidad con cada palabra.

—¿Así que tú no estás borracho?

Eric sacudió la cabeza, pero daba lo mismo, porque Jeff no lo notó. No había hecho una pausa para esperar una respuesta; no, siguió hablando, consciente de que estaba manejando este asunto de la peor manera posible, pero incapaz de detenerse, sin querer detenerse, de hecho, porque en el fondo encontraba satisfacción, placer, en hablar y gritar. El desahogo fue casi físico, con una intensidad semejante a la de un orgasmo.

—Porque la borrachera sería tu única excusa, Eric, ¿entiendes? Joder, te has rajado otra vez, ¿no? Te has rajado la puta barriga. ¿Tienes idea de lo que haces?, ¿de lo capullo que eres? Te estás cortando a cada rato con un cuchillo mugriento, y estamos atrapados en este sitio con sólo un puñetero tubo de pomada antiséptica. ¿Te parece lógico?, coño, tío, ¿le ves algún sentido? Sigue así y la palmarás aquí. Vas a…

—Jeff… —empezó Amy.

—Tú calla, Amy. Eres igual de idiota. —Se volvió hacia ella. Daba igual a quién le gritara; le valía cualquiera—. Esperaba que tú, por lo menos, fueses un poco más sensata. El alcohol es un diurético… te deshidrata. Y tú lo sabes. Así que ¿por qué coño…?

¿Te parece lógico?

Era su propia voz, pero procedía de algún lugar a su izquierda, y lo hizo callar.

Coño, tío, ¿le ves algún sentido?

Jeff se volvió; aunque sabía lo que pasaba, casi esperaba encontrarse a una persona imitándolo a su espalda. Se había levantado una pequeña ventolera que agitaba la enredadera, y las hojas con forma de mano se mecían y balanceaban como en una danza paródica.

Ahora se oyó la voz de Amy: ¡Puta!

Y luego la de Stacy: ¡Arpía!

—Es porque estás gritando —explicó Stacy, casi susurrando—. Lo hace cuando gritamos.

Boy scout, dijo la voz de Eric. ¡Nazi!

El cielo estaba totalmente encapotado, casi oscuro, así que resultaba difícil calcular la hora. La tormenta se acercaba, no cabía ninguna duda, pero la noche también parecía al caer. Y no estaban ni remotamente preparados para ninguna de las dos cosas.

—Mirad —dijo Amy, señalando hacia arriba. Jeff notó que hacía un enorme esfuerzo por hablar con normalidad, pero no lo conseguía—. Tendremos agua.

—Pero ¿os habéis preparado para recogerla? —preguntó Jeff—. El chaparrón durará poco, será visto y no visto, y vosotros os quedaréis ahí sentados, papando moscas, ¿no? Mirando cómo el agua desaparece en el suelo, desperdiciada. —Jeff sintió que su furia comenzaba a disiparse, aunque no de una forma satisfactoria, en una erupción rápida y violenta, sino como una fuga lenta e inexorable. No quería que se marchara, se sintió abandonado, como si perdiera una fuente de energía: sin ella, su cuerpo pareció debilitarse—. Dais pena —dijo, volviéndose—. Todos dais pena. No necesitáis que la enredadera os mate. Lo conseguiréis solos.

La voz de Stacy preguntó: ¿Quién es el villano?

Cántanos algo, Amy, respondió la voz de Eric.

¡Arpía!

¡Puta!

¡Nazi!

Luego Jeff oyó otra vez su propia voz, llena de furia, y se le antojó odiosa:

Estás borracha, ¿no?

Jeff fue a la tienda naranja, abrió la cremallera de la puerta y entró. Observó los objetos amontonados contra la pared del fondo. Allí estaba la caja de herramientas, pero no vio otra cosa que pudiera resultar útil en aquellas circunstancias. Se inclinó sobre la caja, la abrió y le sorprendió no encontrar herramientas sino un pequeño costurero, un acerico lleno de agujas, un recipiente con dos filas de carretes de hilo que cubrían todas las tonalidades del espectro, como una caja de lápices de colores. Retazos de tela, unas tijerillas, e incluso una cinta métrica. Jeff vació la caja en el suelo de la tienda y la sacó al claro.

Nada había cambiado. Eric continuaba acostado boca arriba, con la camiseta ensangrentada en el abdomen. Stacy estaba sentada a su lado, con la misma expresión de miedo. Los ojos de Pablo seguían cerrados y su respiración cavernosa subía y bajaba de volumen. Amy estaba junto a él y no levantó los ojos cuando apareció Jeff. Éste colocó la caja de herramientas en el centro del claro, y la abrió para recoger el agua de la lluvia. Luego se dirigió a la boca del pozo, donde estaba el montón de objetos que habían sacado de la tienda azul.

Las plantas continuaban con sus imitaciones. Unas veces las voces gritaban y otras susurraban. Hacían largas pausas, durante las cuales parecía que fueran a detenerse, pero de repente soltaban una andanada, y las palabras y los sonidos se fundían entre sí. Jeff trató de no prestarles atención, pero algunas de las cosas que decían lo sorprendían y lo hacían detenerse a pensar. Llegó a la conclusión de que ése era el objetivo; sospechaba que la enredadera, por increíble que pareciera, había empezado a hablar para enfrentarlos, para crear discordia entre ellos.

La voz de Stacy dijo: Jeff no está, ¿no? Y luego la de Eric: ¿Jeff fue explorador? Apuesto a que estuvo en los Boy Scouts. A continuación se oyeron las risas de Eric y Stacy, mezclándose, con un dejo burlón.

Era como si la enredadera hubiese aprendido sus nombres, como si supiera quién era quién y creara parodias personalizadas, para molestarlos más. Jeff trató de repasar las cosas que había dicho durante las últimas veinticuatro horas, buscando posibles consecuencias. Pero estaba tan cansado, tan aturdido, que su mente se negaba a ayudarle. Pero daba igual, porque la enredadera lo sabía, y mientras rebuscaba entre los bártulos situados cerca del pozo, oyó su propia voz diciendo:

Terminar con la agonía. Cortarle el cuello. Asfixiarlo.

Cuanto más tiempo pasemos aquí, más oportunidades tendrá de matarnos.

Es algo que ha aprendido. No es una risa verdadera.

Entonces la colina entera pareció estallar en carcajadas: una interminable sucesión de risas tontas, burlonas, irónicas y maliciosas. En medio se oía la voz de Jeff, gritando como si quisiera silenciar las risas, repitiendo la misma frase una y otra vez:

No es una risa verdadera… No es una risa verdadera… No es una risa verdadera…

Jeff cogió el frisbee y la cantimplora vacía y se dirigió a la tienda naranja. Supuso que podría usar el frisbee para llenar la cantimplora, la garrafa y la botella que habían usado para la orina. No era el mejor plan del mundo, pero no se le ocurrió ningún otro.

Amy, Stacy y Eric no se habían movido. La enredadera había enviado otro zarcillo, que se estaba dando un festín con el vómito de Pablo, sorbiéndolo ruidosamente. Los tres lo miraban boquiabiertos, borrachos. Cuando terminó con el pequeño charco, el zarcillo se retiró. Nadie se movió ni habló. A Jeff le exasperaba aquella pasividad, aquel estupor colectivo, pero no dijo nada. La necesidad apremiante de gritar había desaparecido. Dejó el frisbee junto a la caja de herramientas y vació la botella de orina. Los demás lo miraban en silencio, todos escuchando a la enredadera, que había callado durante unos instantes sólo para empezar a reír de nuevo a todo volumen. Las voces de los desconocidos, pensó Jeff. De Cees Steenkamp, quizá. De la joven que Henrich había conocido en la playa. No eran más que un montón de huesos descarnados, almas perdidas desde hacía tiempo, pero sus risas seguían allí, recordadas por la enredadera y utilizadas ahora como arma.

No es una risa verdadera… No es una risa verdadera… No es una risa verdadera…

Aún quedaban algunas tiras de nailon de la tienda azul, y Jeff las estaba examinando, preguntándose cómo usarlas para recoger o guardar el agua de lluvia. Sabía que debería haberlo pensado antes; habría podido usar el costurero que encontró en la tienda naranja para unir las tiras y confeccionar una bolsa enorme. Pero ahora no había tiempo para eso.

«Mañana», pensó.

Entonces empezó a llover.

La lluvia cayó de golpe, como si en el cielo se hubiera abierto una claraboya. No hubo una llovizna de advertencia; primero el cielo estaba encapotado, de color gris oscuro, con ese aire de expectación que suele preceder a las tormentas tropicales, la brisa agitando ligeramente las hojas de la enredadera, y un instante después, sin transición aparente, el aire se llenó de lluvia. La luz se volvió mortecina, adquirió una tonalidad verdosa que rayaba en la oscuridad, y la compacta tierra del suelo se convirtió en lodo de inmediato. Costaba respirar.

Las plantas callaron.

El frisbee se llenó en un segundo. Jeff vertió el agua en la cantimplora, llenó el frisbee de nuevo y repitió la operación. Luego le pasó la cantimplora a Stacy. Tuvo que gritar para que lo oyese por encima del sonido de la lluvia, que ahora parecía un rugido.

—¡Bebe! —gritó; tenía los zapatos completamente empapados, pesados por el agua, y la ropa se le pegaba al cuerpo.

Vertió el agua del frisbee en la garrafa de plástico: dejó que se llenara y lo volcó, dejó que se llenara y lo volcó de nuevo. Cuando terminó, empezó con la botella de Mathias.

Stacy bebió de la cantimplora y se la pasó a Eric, que seguía tumbado en el suelo, sin camisa, mientras la lluvia le cubría el cuerpo de barro. Se sentó con esfuerzo, agarrándose el costado, y cogió la cantimplora.

—¡Bebe tanto como puedas! —gritó Jeff.

«Jabón», pensó. Debió registrar las mochilas para ver si encontraba una pastilla de jabón. Les habría dado tiempo para lavarse al menos las manos y la cara; una tontería, lo sabía, pero estaba convencido de que les habría levantado el ánimo. «Mañana —pensó—. Si ha llovido hoy, ¿por qué no va a llover mañana?»

Terminó con la botella de Mathias, extendió la mano para coger la cantimplora, volvió a llenarla y se la pasó a Amy.

La lluvia continuaba cayendo a mares. Estaba sorprendentemente fría. Jeff empezó a temblar. Los demás también temblaban. Supuso que sería por la falta de comida. Se habían quedado sin fuerzas para luchar contra el frío.

Cuando el frisbee se llenó otra vez, se lo llevó a los labios y bebió directamente de él. Le sorprendió el sabor dulzón de la lluvia. «Agua azucarada», pensó, y mientras bebía, su mente pareció aclararse y su cuerpo adquirió una solidez, un peso, que no sabía que hubiera perdido. Llenó el frisbee, bebió, llenó el frisbee, bebió, y su estómago empezó a hincharse, a crecer de una forma placentera, hasta que casi empezó a dolerle de tan tenso. Era la mejor agua que había probado en su vida.

Amy había parado de beber. Stacy y ella estaban de pie, encorvadas, abrazándose a sí mismas, temblando. Eric había vuelto a acostarse, y tenía los ojos cerrados y la boca abierta, para llenarla de lluvia. El barro le salpicaba las piernas, el abdomen, el pelo y la cara, cubriéndolo cada vez más.

—¡Llevadlo a la tienda! —gritó Jeff.

Le quitó la cantimplora a Amy y comenzó a llenarla, mientras las chicas ayudaban a Eric a levantarse y lo llevaban a la tienda.

La lluvia empezó a amainar. Todavía lloviznaba, pero el aguacero había terminado. Jeff sabía que en cuestión de cinco o diez minutos habría parado por completo. Cruzó el claro para ver cómo estaba Pablo. El cobertizo no lo había resguardado mucho, y estaba tan mojado como los demás. Al igual que a Eric, el barro lo había salpicado por todas partes: la camiseta, la cara, los brazos y los muñones. Aún tenía los ojos cerrados y su respiración seguía su tortuoso y áspero curso. Pero, curiosamente, no temblaba, y Jeff se preguntó si eso sería una mala señal, si el cuerpo podía llegar a deteriorarse hasta el punto de quedarse sin fuerzas incluso para temblar. Se agachó, le puso la mano en la frente y se sobresaltó al comprobar lo caliente que estaba. Por supuesto, todo eran malas señales; allí no había otra cosa. Pensó en cómo había imitado su voz la enredadera: Terminar con la agonía. Cortarle el cuello. Asfixiarlo. Y con estas palabras en mente, estuvo a punto de actuar. Al fin y al cabo sería fácil; estaba solo en el claro, y nadie se enteraría. Podía agacharse, apretarle la nariz, cubrirle la boca y contar hasta… ¿cuánto? ¿Hasta cien? «Compasión», esto es lo que pensó mientras levantaba la mano de la frente de Pablo y la deslizaba hacia abajo. La dejó suspendida a unos centímetros de la nariz del griego, sin tocarlo aún, y estaba considerando la idea —«Noventa y siete, noventa y ocho, noventa y nueve»— cuando Amy salió de la tienda, llevando consigo su borrachera, tambaleándose al pisar el claro. Tenía el pelo lacio a causa de la lluvia y una mancha de barro en la mejilla izquierda.

—¿Está bien? —preguntó.

Jeff se levantó rápidamente. Detestaba la forma en que mascullaba Amy y volvió a sentir el impulso de gritar y devolverle la sobriedad con su furia. Pero se contuvo; dejó la pregunta sin responder —¿qué podía responder?— y fue hacia la caja de herramientas.

La cual, inexplicablemente, estaba casi vacía.

Jeff la miró fijamente, tratando de entender qué había pasado.

—Tiene un agujero —dijo Amy.

Y era verdad. Cuando Jeff la levantó, vio salir un chorro continuo desde el fondo, que tenía una grieta de casi tres centímetros. No la había visto al retirar el costurero. Con las prisas, no la examinó detenidamente. De haberlo hecho, habría podido arreglarla antes de que lloviese —«Con la cinta adhesiva», pensó—, pero ya era demasiado tarde. La lluvia había llegado y se marchaba ya. Mientras pensaba estas palabras, estaba amainando; y al cabo de otro minuto, pararía del todo. Enfadado consigo mismo, arrojó la caja de herramientas, que fue dando vueltas hacia la tienda.

Amy se quedó atónita.

—¿Qué coño haces? ¡Todavía había agua!

Corrió y la levantó. Jeff sabía que era inútil. La tormenta había pasado y el cielo comenzaba a despejarse. No llovería más, al menos ese día.

—Mira quién fue a hablar.

Amy se volvió hacia él, limpiándose la cara.

—¿Qué?

—Ya puedes hablar tú de desperdiciar el agua.

—No empieces —replicó ella, sacudiendo la cabeza.

—¿Que no empiece qué?

—Ahora no.

—¿Que no empiece qué, Amy?

—A sermonearme.

—Pero no paras de joder la marrana, y lo sabes, ¿no?

Amy no respondió. Se limitó a mirarlo con una fingida expresión de tristeza, como si la culpa de todo fuese de él. Jeff se enfureció aún más.

—Robas agua a media noche. Te emborrachas. ¿Acaso crees que esto es un juego?

Amy volvió a sacudir la cabeza.

—Estás siendo demasiado duro, Jeff.

—¿Duro? Mira esos putos montículos. —Señaló hacia el otro lado de la cima, hacia los huesos cubiertos por la enredadera—. Podemos acabar todos así. Y será con tu ayuda.

Amy siguió sacudiendo la cabeza.

—Los griegos…

—Para de una vez. Eres una cría. Los griegos, los griegos, los griegos… Olvídate, Amy, no vendrán. Más vale que vayas haciéndote a la idea.

Amy se tapó los oídos con las manos.

—No, Jeff. Por favor, no…

Jeff se acercó, la agarró por las muñecas y la obligó a escucharlo. Ahora gritaba:

—Mira a Pablo. Se está muriendo, ¿lo ves? Y Eric acabará con gangrena o con…

—Chsss. —Trató de soltarse, mirando con ansiedad hacia la tienda.

—Y a vosotros tres os da por beber. ¿No te das cuenta de que es un disparate como una casa? Es exactamente lo que la enredadera quiere que…

Amy lo interrumpió con un brutal alarido de furia:

—¡Yo no quería venir! —Se soltó las manos y empezó a pegarle en el pecho, obligándolo a retroceder un paso—. ¡No quería venir! —repitió sin parar de pegarle—. ¡Tú sugeriste que viniéramos! ¡La culpa es tuya, no mía! —Lo golpeaba en el pecho y en los hombros, con la cara desencajada y brillante, Jeff no sabía si por la lluvia o por las lágrimas—. ¡Es culpa tuya, no mía!

De repente, la enredadera empezó a gritar otra vez:

Es culpa mía, ¿no? Fui yo quien pisó la enredadera, ¿no?

Era la voz de Amy y parecía proceder de todas partes. Amy dejó de pegar a Jeff y miró alrededor con los ojos desorbitados.

Es culpa mía.

—¡Para! —gritó Amy.

Fue por mi culpa, ¿no?

—¡Cierra el pico!

Fui yo quien pisó la enredadera, ¿no?

Amy se volvió hacia Jeff con cara de desesperación, las manos extendidas en actitud de súplica.

—¡Hazla callar!

Es culpa mía.

Amy señalo a Jeff con una mano temblorosa.

—¡Fuiste tú! ¡Sabes que eso no es cierto! ¡No fui yo! Yo no quería venir.

Fue por mi culpa, ¿no?

—Hazla callar. Por favor, ¿puedes hacerla callar?

Jeff no se movió ni habló; permaneció donde estaba, mirándola.

Fui yo quien pisó la enredadera, ¿no?

El cielo empezaba a oscurecer, pero no era por la tormenta. Detrás de la cortina de nubes, el sol se acercaba al horizonte. La noche estaba al caer, y no se habían preparado para recibirla. Jeff pensó que deberían comer, y esto le recordó la bolsa de uvas. Amy y los demás no se habían limitado a emborracharse, también habían cogido la comida.

—¿Qué más comisteis? —preguntó.

—¿Comer?

—Además de las uvas. ¿Robasteis algo más?

—No robamos las uvas. Teníamos hambre y…

—Contéstame.

—Vete a la mierda, Jeff. Te comportas como si…

—Dímelo.

Amy cabeceó.

—Eres demasiado duro. Todo el mundo… todos… Todos pensamos que eres demasiado duro.

—¿Qué quieres decir?

La culpa es mía.

Amy dio media vuelta y volvió a dirigirse a la planta.

—¡Calla!

—¿Habéis hablado de eso? —preguntó Jeff—. ¿De mí?

—Para, por favor. —Otra vez sacudía la cabeza, y ahora Jeff no tuvo dudas: estaba llorando—. ¿Puedes parar, cariño? ¿Por favor? —Le tendió la mano.

«Cógela», se dijo Jeff. Pero no hizo ningún movimiento. Había una historia común, y los conflictos que surgían entre ellos solían seguir unas pautas fijas. Cada vez que discutían, con independencia del motivo, Amy se alteraba, lloraba, se retiraba; y por mucho que se resistiera, Jeff acababa acercándose para tranquilizarla, mimarla, susurrarle ternezas y asegurarle que la amaba. No importaba de quién fuera la culpa, porque siempre, siempre, siempre era él quien pedía perdón; nunca Amy. Y esta vez no fue diferente. Había dicho: «¿Puedes parar?» No «¿Podemos parar?». Jeff estaba cansado —harto, hasta la coronilla— y se juró que no haría lo mismo de siempre. No allí ni entonces. La que se había equivocado era ella, y en consecuencia le correspondía ceder y pedir perdón.

En cierto momento, Jeff no sabía exactamente cuándo, la enredadera había callado.

Pronto oscurecería. En cuestión de diez o quince minutos, calculó Jeff, no verían nada. Habrían debido hablar, convenir un turno de guardias, repartir otra ración de comida y agua. Incluso ahora, mientras la luz se desvanecía, deberían estar haciendo cosas. «Eres demasiado duro —había dicho Amy—. Creemos que eres demasiado duro». Él se esforzaba por salvarlos, y ellos se quejaban, murmuraban a sus espaldas.

«Que le den —pensó Jeff—. Que les den a todos».

Se volvió, dejando a Amy con la mano extendida. Se acercó al cobertizo y se sentó en el barro, mirando a Pablo. Éste tenía los ojos cerrados y la boca entreabierta. El olor que despedía era casi insoportable. Jeff sabía que debían moverlo, levantarlo de ese asqueroso y hediondo saco de dormir, que estaba empapado con sus fluidos corporales. Deberían lavarlo, irrigar los muñones para quitarle el barro. Ahora tenían suficiente agua y podían permitírselo. Pero la luz se desvanecía, y Jeff sabía que no podrían lavarlo en la oscuridad. La culpa era de Amy… de Amy, de Stacy y de Eric, que lo habían distraído, le habían hecho perder el tiempo. Y ahora Pablo tendría que esperar hasta la mañana siguiente.

Los muñones seguían sangrando —no mucho, sólo una exudación continua— y era preciso limpiarlos y vendarlos. No tenían gasas, por supuesto, ni otro material esterilizado. Jeff tendría que revisar las mochilas de nuevo, coger una camisa limpia y rogar que bastara con eso. Tal vez podía aprovechar el costurero, usar una aguja con hilo. Buscaría los vasos que sangraban y los cosería uno por uno. También tenía que pensar en Eric: le cosería la herida del costado. Se volvió y miró a Amy, que seguía de pie en medio del claro, inmóvil. Ni siquiera había bajado la mano. Esperaba que él se ablandara. Pero no lo haría.

—Dime que lo sientes —dijo en cambio.

—¿Cómo? —La luz era demasiado tenue para verle la cara. Jeff sabía que se estaba comportando como un niño. Era tan tonto como ella. Pero no podía evitarlo.

—Di que lo sientes —insistió Jeff. Amy bajó la mano—. Dilo.

—¿Que siento qué?

—Haber robado el agua. Haberte emborrachado.

Amy se secó la cara con un gesto cansino y suspiró.

—Vale.

—¿Qué vale?

—Lo siento.

—¿Qué sientes?

—Venga…

—Dilo, Amy.

Hubo una larga pausa mientras Amy titubeaba. Por fin cedió y recitó con voz monocorde:

—Siento haber robado el agua. Siento haberme emborrachado.

«Ya basta —se dijo Jeff—. Para aquí». Pero no lo hizo. Al mismo tiempo que pensaba estas palabras, se oyó decir:

—No pareces muy sincera.

—Joder, Jeff. No puedes…

—Dilo como si lo sintieras de verdad; de lo contrario, no cuenta.

Amy suspiró de nuevo, esta vez más fuerte; fue casi una risa despectiva. Después sacudió la cabeza, se volvió y se dirigió al otro extremo del claro, donde se dejó caer pesadamente al suelo. Estaba de espaldas a Jeff, encorvada, con la cabeza en las manos. Casi no quedaba luz; a Jeff le pareció que la veía extinguirse, desaparecer del aire. Notó que la silueta encorvada de Amy se desvanecía entre las sombras, como si se fundiera con la vegetación que había más allá. Le pareció que sacudía los hombros. ¿Lloraba? Aguzó el oído, pero la ronca respiración de Pablo le impidió oír nada más.

«Ve a buscarla —se dijo—. Ya mismo». Pero no se movió. Se sentía atrapado, paralizado. Una vez había leído cómo forzar una cerradura, y suponía que sería capaz de hacerlo si fuera necesario. Sabía cómo escapar del maletero de un coche, cómo trepar desde el fondo de un pozo, cómo huir de un edificio en llamas. Pero nada de eso le servía en las actuales circunstancias. No; no sabía cómo salir de esa situación. Necesitaba que Amy diera el primer paso.

Ahora no le cabía duda: estaba llorando. Pero en lugar de ablandarlo, el llanto tuvo el efecto contrario. Jeff llegó a la conclusión de que buscaba compasión, de que pretendía manipularlo. Lo único que le había pedido era que se disculpara con sentimiento. ¿Tan irracional era eso? O quizá no lloraba; quizás estuviera temblando, porque debía de estar mojada, por supuesto, y tendría frío. Mientras la miraba, tratando de dilucidar si eran temblores o sollozos, vio que Amy se inclinaba hacia un lado y se acostaba en el barro. Sabía que esto también debería infundirle compasión, pero, una vez más, sólo sintió furia. Si estaba mojada y tenía frío, ¿por qué no hacía algo al respecto? ¿Por qué no se levantaba, se metía en la tienda y buscaba ropa seca en las mochilas? ¿Tenía que decírselo él? Bien, pues no lo haría. Si quería quedarse tirada en el barro, temblando o llorando, o las dos cosas a la vez, allá ella. Por él podía pasarse toda la noche allí, que no haría nada para impedírselo.

Más tarde, mucho más tarde, después de que el sol se pusiera y Mathias regresara para unirse a los demás en la tienda, después de que saliera la luna, aquella pálida rodaja reducida ahora a casi nada, después de que a Jeff se le secara la ropa, endureciéndose un poco en el proceso, después de que la respiración de Pablo cesara durante treinta segundos y se reiniciara con un ronquido brusco que sonó como una arcada, o como si desgarraran una sábana, después de que Jeff pensara una docena de veces en Amy, en despertarla, en mandarla a la tienda, sólo para decidir que no en cada ocasión, después de que acabara su turno de guardia e hiciera la mayor parte del siguiente, sin moverse, deseando que fuera ella quien tomase la iniciativa, que se acercase a pedirle perdón o, mejor aún, que lo abrazara en silencio, después de todas estas cosas, Amy se levantó tambaleándose. O no se levantó del todo, porque dio medio paso hacia él, cayó de rodillas y empezó a vomitar. La vio doblada hacia delante, apoyada en una mano mientras se cubría la boca con la otra, como si quisiera contener el vómito. Estaba demasiado oscuro para verla bien. Jeff vislumbró su silueta, el sombrío bulto de su cuerpo, pero nada más. No tanto sus ojos como sus oídos le advirtieron de lo que pasaba. La oyó hacer arcadas, toser, escupir. Intentó incorporarse de nuevo, pero obtuvo el mismo resultado: otro medio paso antes de volver a caer de rodillas, la mano derecha sobre la boca mientras la izquierda parecía buscar a Jeff en la oscuridad. ¿Lo llamaba? Por debajo de las arcadas, la tos, los escupitajos, ¿le oyó pronunciar su nombre? No estaba seguro, o no del todo, así que no se movió. Y ahora las dos manos de Amy cubrían su boca, como para contener el vómito. Pero no lo conseguían, naturalmente. Las arcadas y las toses continuaron. A pesar del apestoso olor de Pablo, Jeff pudo oler el vómito de Amy —el tequila, la bilis—, que no cesaba.

«Ve a buscarla», pensó de nuevo.

Y luego: «Eres demasiado duro. Todos creemos que eres demasiado duro».

La vio inclinarse más, siempre con las manos en la boca. Titubeó allí y por fin paró: no más toses, ni arcadas ni atragantamientos. Durante casi un minuto, no se movió en absoluto. Luego, muy despacio, se giró de lado sobre el barro. Quedó en posición fetal, totalmente inmóvil. Jeff dio por sentado que había vuelto a dormirse. Sabía que debería ir a ayudarla, limpiarla como si fuese una niña y acompañarla a la tienda. Pero ella se lo había buscado, ¿no? Así que, ¿por qué tenía que sacarle las castañas del fuego? No lo haría. La dejaría allí, para que despertase por la mañana con la cara cubierta de vómito seco. Volvió a olerlo, y se le revolvió el estómago. Pero su estómago no fue el único que reaccionó ante aquel hedor; también lo hicieron sus sentimientos. La furia, el asco y un profundo desasosiego lo mantuvieron junto al cobertizo durante toda la noche, observando sin actuar. «Debería ir a ver cómo se encuentra», pensó. ¿Cuántas veces? Una docena, o más. «Debería cerciorarme de que está bien». Pero no lo hizo. Se quedó mirándola, pensando estas palabras, reconociendo su sensatez, su cordura, pero sin hacer nada en toda la noche.

Rayaba el alba cuando por fin se movió. Había estado dando cabezadas, perdiendo y recuperando la conciencia mientras la luna ascendía, llegaba al cenit y empezaba a descender. Casi había desaparecido cuando Jeff consiguió despertar, se levantó con esfuerzo y se estiró, sintiendo la sangre espesa en las venas. Ni siquiera entonces fue a ver a Amy; aunque ya daba igual. La miró durante un rato largo —un bulto inmóvil en el centro del claro—, se dirigió a la tienda, abrió la cremallera y entró con sigilo.