¿Cuándo habían empezado a torcerse las cosas?
Después, a la mañana siguiente, cuando «todos» pasó a significar uno menos que antes, Eric dedicó un buen rato a tratar de descifrar esta incógnita. No creía que se debiera a la bebida ni al corte. Porque entonces las cosas aún eran manejables… un tanto desquiciadas, quizá, pero todavía soportables. Tendido boca arriba, mientras Stacy le restañaba la herida con la camiseta, esforzándose por contener la hemorragia, mientras las nubes crecían en el cielo, él había experimentado una inesperada sensación de paz. Estaba a punto de llover, de manera que no morirían de sed. Y si eso era cierto, si lograban superar el obstáculo más acuciante para la supervivencia, ¿por qué no iban a superar los demás?
Por supuesto, la necesidad de comida estaba apenas oculta tras la necesidad de agua, y ¿qué podía hacer la lluvia al respecto? Eric miró fijamente al cielo, cavilando sobre este dilema, pero fue incapaz de despejarlo. Lo único que consiguió fue despertar el hambre latente.
—¿Por qué no hemos comido nada más? —preguntó; su voz se le antojó lejana incluso a él; hablaba con la lengua estropajosa, a medio pulmón. «El tequila —pensó. Y luego—: Estoy sangrando».
—¿Tienes hambre? —preguntó Amy.
Era una pregunta tonta, desde luego —¿cómo no iba a tener hambre?—, así que no se molestó en contestar. Al cabo de unos minutos, Amy se levantó, fue hasta la tienda, abrió la cremallera de la puerta y desapareció en el interior.
«Fue justo entonces —concluyó Eric a la mañana siguiente—. Cuando se marchó a buscar la comida». Pero en el momento no notó nada; la vio entrar en la tienda y volvió a centrar su atención en el cielo, en las nubes que se cernían en lo alto. Decidió que no se movería. Se quedaría donde estaba, boca arriba, mientras la lluvia caía sobre él.
—No para —dijo Stacy.
Él sabía que se refería a la sangre de la herida. Parecía preocupada, pero él no lo estaba. La hemorragia le daba igual y estaba demasiado borracho para sentir dolor. Permanecería allí y dejaría que la lluvia lo lavase. Una vez limpio, se armaría de valor para meter la mano dentro del corte y buscar la planta, cogerla, extirparla. Todo acabaría bien.
Amy salió de la tienda, trayendo consigo la garrafa de agua y la bolsa de uvas. Dejó la garrafa en el suelo, abrió la bolsa y se la alargó a Stacy.
Ésta negó con la cabeza.
—Tenemos que esperar.
—Nos hemos saltado la comida —dijo Amy—. Deberíamos comer algo.
Siguió mirando a Stacy sin bajar las uvas, pero ésta sacudió la cabeza de nuevo.
—Cuando vuelva Jeff. Podemos…
—Le guardaré algunas. Las apartaré.
—¿Y qué pasa con Mathias?
—Para él también.
—¿Qué está haciendo?
Amy señaló la tienda.
—Duerme. —Sacudió la bolsa—. Vamos; sólo un par. Nos ayudarán a combatir la sed.
Stacy titubeó, visiblemente confusa, pero al final cogió dos uvas.
Amy sacudió la bolsa de nuevo.
—Más. Coge algunas para Eric.
Stacy sacó otras dos. Se puso una en la boca y le dio otra a Eric. Éste la sostuvo sobre la lengua unos instantes, recreándose en su textura. Miró cómo Amy y Stacy masticaban las suyas y las imitó. La sensación fue casi demasiado intensa —la explosión de zumo, el dulzor, el placer de masticar, de tragar— y se sintió embriagado. Pero no experimentó satisfacción, ni siquiera un leve aplacamiento del apetito. Por el contrario, éste pareció crecer, como si despertase de un profundo sueño, y el cuerpo entero empezó a dolerle de hambre. Stacy dejó caer otra uva dentro su boca y esta vez masticó más rápido —tragar había pasado a ser más importante que saborear— y sus labios se abrieron de inmediato, esperando otra. Los demás parecían sentir una urgencia semejante. Nadie hablaba; estaban masticando, tragando, metiendo la mano en la bolsa. Eric observó las nubes mientras comía. Sólo tenía que abrir la boca para que Stacy dejase caer otra uva dentro. Las dos chicas sonreían. Tal como había prometido Amy, el zumo mitigó la sed de Eric. Empezaba a sentirse más sobrio, en el mejor sentido: todo comenzó a ordenarse, a armonizarse, dentro y fuera de él. Sentía dolor, pero incluso esto era reconfortante. Sabía que había cometido una estupidez cortándose, escarbando con el cuchillo; no entendía de dónde había sacado el valor necesario para hacerlo. Ahora estaba en apuros. Necesitaba puntos, y tal vez también antibióticos, pero de todas formas se sentía extrañamente en paz. Creía que si podía seguir allí tumbado comiendo uvas, mirando cómo las nubes se oscurecían, de alguna manera, milagrosamente, todo saldría bien y se salvaría.
Se llevó una desagradable sorpresa al comprobar de repente, sin que nada lo presagiase, que la bolsa estaba casi vacía. Quedaban sólo cuatro uvas. Se habían comido el resto. Los tres miraron fijamente la bolsa y nadie habló durante unos minutos. La respiración de Pablo seguía siendo dificultosa, pero Eric ya casi no la oía. Era como cualquier sonido de fondo: el tráfico al otro lado de la ventana, las olas en la playa. Alguien debía decir algo, desde luego, comentar lo que habían hecho, y fue Amy quien por fin asumió la responsabilidad.
—Ellos pueden comerse la naranja —dijo.
Stacy y Eric no respondieron. La bolsa de uvas era grande; habría sido fácil apartar unas cuantas para Jeff y Mathias.
—Tengo que mear —murmuró Stacy. Eric cayó en la cuenta de que se dirigía a él—. ¿Puedes sujetar la camiseta?
Asintió, cogió la camiseta y mantuvo la presión sobre el costado. Por debajo del dolor, sintió que la enredadera se movía de nuevo dentro de él. Después de cortarse se le había pasado, pero ahora había vuelto.
—¿Debería usar la botella? —preguntó Stacy a Amy.
Ésta negó con la cabeza y Stacy se levantó y se alejó unos metros. Por lo visto, no quería meterse entre las plantas. Se acuclilló de espaldas a ellos y Eric oyó que empezaba a orinar. No sonó a mucho, apenas un breve chorro antes de incorporarse y subirse los pantalones.
—También pueden comer algunas uvas pasas —dijo Amy, pero en voz baja, como si hablara sola.
Stacy volvió y se sentó junto a Eric. Éste pensó que volvería a restañarle la herida, pero no lo hizo. Cogió la garrafa de plástico, la destapó y se tiró un chorrito de agua en el pie derecho. Eric y Amy la miraron atónitos.
—¿Qué coño haces? —preguntó Amy.
Stacy pareció sorprendida por la brusquedad de la voz de su amiga.
—Me he meado el pie —respondió.
Amy le quitó la garrafa de las manos y la tapó.
—Es el agua de todos. Y tú acabas de desperdiciarla en tu puto pie.
Stacy pestañeó de manera teatral, como si no entendiera lo que Amy le decía.
—No es necesario que sueltes tacos.
—Podríamos morir por falta de agua, ¿sabes? Y tú…
—Lo hice sin pensar, ¿vale? Me mojé el pie con pis, vi la garrafa y…
—Me cago en Dios, Stacy. ¿Cómo puedes ser tan despistada?
Stacy señaló el cielo, las nubes que se acercaban.
—Lloverá pronto. Tendremos agua de sobra.
—¿Por qué no esperaste, entonces?
—No me grites, Amy. Ya he dicho que lo siento y…
—El hecho de que lo sientas no nos devolverá el agua, ¿no?
Eric quería decir algo para distraerlas, pero no se le ocurrió nada. Se dio cuenta de lo que pasaba, de lo que estaba a punto de empezar. Así peleaban Amy y Stacy, con súbitos, pequeños ataques de furia que iban y venían con una violencia proporcional a su brevedad. El detonante solía ser una palabra involuntaria —casi siempre cuando habían estado bebiendo—, y en cuestión de segundos empezaban a tirarse los trastos a la cabeza, a veces literalmente. Eric había visto cómo Stacy le arañaba la cara a Amy hasta hacerle sangre, y sabía que en una ocasión Amy le había pegado a Stacy una bofetada tan fuerte que la arrojó al suelo. Pero estas batallas quedaban siempre en agua de borrajas, y se zanjaban precisamente en el momento de mayor ferocidad. Entonces las chicas se miraban con asombro, preguntándose cómo habían sido capaces de decir lo que habían dicho, se pedían perdón mutuamente, se abrazaban y lloraban.
Y ahora empezaban a recorrer ese camino trillado.
—A veces eres tan idiota… —dijo Amy.
—Vete a la mierda —replicó Stacy en voz casi inaudible.
—¿Qué?
—Que lo dejes, ¿vale?
—Ni siquiera lo lamentas, ¿no?
—¿Cuántas veces tengo que disculparme?
Eric trató de incorporarse, pero experimentó un dolor lacerante, y se lo pensó mejor.
—A lo mejor deberíais… —empezó a decir.
Amy lo miró con auténtico desprecio. Él notó que la borrachera se le reflejaba en la cara, exagerando sus expresiones.
—No te metas, Eric. Ya has causado suficientes problemas.
—Déjalo en paz —dijo Stacy. Las dos gritaban demasiado y le lastimaban los oídos. Quería levantarse y dejarlas solas, pero todavía estaba sangrando, dolorido y borracho, así que se sentía incapaz de moverse.
—Si el muy imbécil se corta de nuevo, dejaré que se desangre.
—Te estás comportando como una arpía, Amy, ¿te das cuenta?
—Puta.
Al oír esto, Stacy se quedó de una pieza, como si Amy le hubiera escupido.
—¿Qué?
—Eric tiene razón. Tú serías la puta.
Stacy hizo un gesto desdeñoso, tratando de fingir indiferencia, asumir un aire de superioridad, pero Eric notó que no lo estaba logrando. Se aproximaba la etapa de los arañazos, las bofetadas y las patadas.
—Estás borracha —dijo Stacy—. Te estás poniendo en evidencia.
—Puta. Eso es lo que eres.
—¿Oyes cómo arrastras las palabras?
—Cierra el pico, puta.
—Cierra el pico tú, arpía.
—No. Tú.
—Arpía.
—Puta.
—Arpía.
—Puta.
Entonces ocurrió algo extraño. Las dos callaron y miraron hacia la derecha de Eric. O no callaron, porque las palabras continuaron sonando, con su voz, una y otra vez —Arpía… Puta… Arpía… Puta… Arpía… Puta…—, aunque ya no eran ellas quienes las pronunciaban. Primero con sorpresa y después con algo semejante al terror, miraron hacia el otro lado de la colina, donde sus propias voces gritaban esos dos insultos cada vez más alto, comenzando a mezclarse, a fundirse entre sí.
ArpíaPutaArpíaPutaArpíaPutaArpíaPutaArpíaPuta…
Era la enredadera. Las estaba imitando, como si se burlase de la pelea, copiando el sonido de sus voces con tanta perfección que incluso cuando Eric comprendió lo que pasaba, incluso mientras miraba a Stacy y Amy y veía que ya no movían la boca, que estaban calladas, que no podían ser ellas las que hablaban, no terminaba de creérselo. Porque eran sus voces… robadas, confiscadas de alguna manera, pero sus voces al fin.
ArpíaPutaArpíaPutaArpíaPutaArpíaPutaArpíaPuta…
Se repente Mathias apareció junto a ellos, despeinado, parpadeando, despertando mientras Eric lo miraba.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Nadie respondió. Al fin y al cabo, ¿qué podían decir? Las voces se amortiguaron y luego se amplificaron nuevamente para articular otras palabras:
Si el muy imbécil se corta de nuevo… Ni siquiera lo lamentas, ¿no?
—Es la enredadera —dijo Stacy, como si los demás necesitaran una explicación.
Mathias estaba callado, pero movía los ojos, atando cabos: la bolsa con las cuatro uvas restantes, la camiseta ensangrentada en el abdomen de Eric, la figura inmóvil de Pablo, la botella de tequila casi vacía.
—¿Dónde está Jeff? —preguntó.
Me mojé el pie con pis… Ellos pueden comerse la naranja…
—Al pie de la colina —respondió Amy.
—¿No debería ir alguien a reemplazarlo?
Nadie respondió. Todos miraban al vacío, avergonzados, deseando que las voces callaran y Mathias los dejase en paz. Eric sintió una presión en el pecho… los primeros indicios de la furia. ¿Acaso Mathias se creía con derecho a juzgarlos? Él no era un miembro del grupo, ¿no? Casi no lo conocían; era prácticamente un extraño.
A veces eres tan idiota…
—¿Habéis estado bebiendo? —preguntó Mathias.
Otra vez enmudecieron. Y de repente se oyó la voz de Eric desde el otro lado de la cima:
Nazi… boy scout… Nazi… boy scout…
Eric sintió que Mathias se volvía hacia él, pero siguió mirando al sur, a las nubes que continuaban creciendo y oscureciéndose. Descargarían pronto, muy pronto; deseó que fuera en ese instante.
Cierra el pico.
Déjalo en paz.
Cuéntanos algo gracioso.
Yo seré el graciosillo.
—¿Cuánto tiempo hace que empezó todo esto? —preguntó Mathias.
—Acaba de empezar —respondió Amy.
Le salvaron las rodillas.
Nazi.
Dejaré que se desangre.
Estás borracha.
Nazi.
Vete a la mierda.
Nazi. Nazi. Nazi.
Eric notó que Mathias se desentendía de las voces; su expresión se endureció mientras tomaba una decisión.
—Iré a reemplazar a Jeff —dijo.
Amy y Stacy asintieron. Eric siguió callado. Le parecía oír a la planta en su interior, sentir cómo vibraba contra la caja torácica, hablando, gritando. ¿Alguien más la oía? «Arpía», dijo en la voz de Amy. Y «puta» en la de Stacy. La camiseta estaba totalmente empapada, como una esponja; cuando la estrujó, la cálida sangre cayó como una cascada por su costado.
Nazi.
Puta.
Arpía.
Nazi.
Vieron cómo Mathias daba media vuelta y empezaba a cruzar el claro.
Las voces continuaron durante un rato —Amy, Stacy y Eric hablando desde distintas direcciones, solapándose, gritando por momentos— y por fin pararon, de manera tan súbita como habían comenzado. Pero el silencio no resultó tan reconfortante como Eric esperaba; estaba cargado de tensión, de la certeza de que la enredadera podía volver a empezar en cualquier momento. Tardaron un rato en reunir el valor suficiente para hablar, y cuando Stacy se atrevió por fin, su voz fue un murmullo:
—Lo siento. —Amy la silenció con un gesto—. No sé en qué estaría pensando —insistió Stacy—. Yo… Tenía pis en el pie.
—No importa —Amy señaló las nubes—. Todo saldrá bien.
—No eres ninguna arpía.
—Lo sé, cariño. Olvidémoslo, ¿vale? Hagamos como que no ha pasado nada. Las dos estamos cansadas.
—Y asustadas.
—Exactamente. Cansadas y asustadas.
Stacy se arrimó a Amy. Le tendió la mano y ella se la cogió.
Eric deseaba levantarse, seguir a Mathias y aclarar las cosas. Había oído a su propia voz gritar «nazi» una y otra vez, y no podía ni imaginar lo que estaría pensando Mathias, no quería ni pensarlo y, sin embargo, seguía dándole vueltas al asunto en la cabeza. «Debí habérselo explicado —pensó con una creciente sensación de pánico—. Debí decirle que era una broma». Pero estaba demasiado dolorido para seguir al alemán y su herida seguía sangrando profusamente; de hecho, no parecía que fuera a parar nunca. Pero alguien tenía que ir y arreglar las cosas.
—Ve a decírselo —le dijo a Stacy.
Ésta lo miró intrigada.
—¿Qué? ¿A quién?
—A Mathias. Dile que era una broma.
—¿Qué cosa era una broma?
—Lo de nazi. Dile que sólo estábamos tonteando.
Antes de que Stacy pudiera responder, Pablo los sorprendió hablando. En griego, por supuesto: una sola palabra asombrosamente alta. Todos se volvieron a mirarlo. Había abierto los ojos y levantado la cabeza, con los músculos del cuello tensos, temblando ligeramente. Repitió la palabra y señaló la garrafa de plástico con la mano derecha.
Aquella voz cavernosa:
—Po… to.
—Creo que quiere agua —dijo Stacy.
Amy cogió la garrafa, la llevó al lado de la camilla y se acuclilló junto a Pablo.
—¿Agua? —preguntó.
Pablo asintió. Abrió y cerró la boca como si imitase a un pez.
—Po… to… po… to… po… to…
Amy destapó la garrafa y le echó un poco de agua en la boca. Pero le temblaban las manos y el agua salió demasiado deprisa, atragantándolo. Pablo tosió, escupió y giró la cabeza.
—Tal vez deberías darle una uva —dijo Stacy. Levantó la bolsa y se la tendió a Amy.
—¿Tú crees?
—No ha comido nada desde ayer.
—Pero ¿puede…?
—Inténtalo.
Pablo había parado de toser. Amy esperó a que volviera a mirarla y entonces sacó una uva y se la puso en la cara, arqueando las cejas.
—¿Tienes hambre? —preguntó.
Pablo se limitó a mirarla. Parecía estar desapareciendo, hundiéndose dentro de sí. Por un momento su cara había tenido color, pero ahora volvía a estar gris. Relajó el cuello y la cabeza cayó sobre la camilla.
—Métesela en la boca, a ver qué pasa —sugirió Stacy.
Amy metió la uva entre los labios de Pablo y la empujó hasta que desapareció de la vista. Pablo cerró los ojos, pero su mandíbula no se movió.
—Usa la mano —dijo Stacy—. Ayúdalo a masticar.
Amy cogió la barbilla del griego y tiró, abriéndole la boca, y después se la cerró. Eric oyó el sonido acuoso de la uva al reventar y Pablo empezó a ahogarse otra vez, a girar la cabeza y hacer arcadas. La fruta masticada salió junto con una sorprendente cantidad de líquido. Un líquido negro, lleno de viscosos coágulos. Eric sabía que era sangre. «Dios mío —pensó—. ¿Qué coño estamos haciendo?»
Y en ese momento le sobresaltó el sonido de unas palabras casi exactas:
—¿Qué coño estáis haciendo?
Eric se volvió, atónito, y vio que Jeff estaba junto a ellos, mirando a Amy con furia.