Amy no tardó en emborracharse.
Empezaron despacio, pero no importaba. Tenía el estómago tan vacío que el tequila parecía estar quemándola viva. Al principio se sintió roja, achispada, ligeramente mareada. Luego noto cierta falta de coordinación en el habla y en el pensamiento, y al final llegó el cansancio. Eric ya se había dormido a su lado, aunque del trío de heridas de su pierna continuaban brotando finos hilos de sangre que se deslizaban por la espinilla. Stacy estaba despierta, incluso hablaba, pero parecía cada vez más lejana, y costaba seguir el hilo de lo que decía. Amy cerró los ojos por unos instantes y trató de no pensar en nada en absoluto, lo cual era una maravilla, lo mejor que podía hacer.
Cuando volvió a abrir los ojos, sintiéndose agarrotada e infeliz, el sol estaba mucho más bajo. Eric seguía dormido y Stacy aún no había parado de hablar.
—Esa es la cuestión, desde luego —decía—. Si había o no otro tren que coger. No debería tener importancia, pero estoy segura de que ella se la da; estoy convencida de que piensa en ello todo el tiempo. Porque si era el último tren del día, si se hubiera visto obligada a pasar la noche en esa ciudad cuya lengua aún no conocía… Bueno, eso mejora un poco las cosas, ¿no?
Amy no sabía de qué hablaba, pero de todas formas asintió; le pareció la respuesta adecuada. La botella de tequila estaba delante de Stacy, sin el tapón, de lado, con el líquido por la mitad. Amy sabía que debía parar, que había sido una idiota por beber como lo hizo, que el alcohol la deshidrataría, haciendo que las dificultades se le antojaran más insoportables todavía, que la noche se acercaba y que deberían estar sobrios para recibirla, pero nada de esto surtió efecto. Lo repasó varias veces, reconociendo su sensatez, y luego volvió a estirar la mano para coger la botella. Stacy se la pasó sin dejar de hablar.
—Yo pienso lo mismo —decía—. Si es el último tren, corres para pillarlo; saltas. Y recuerda que era deportista, una deportista muy buena. Así que seguro que ni siquiera consideró la posibilidad de caerse y no dudó. Simplemente corrió y saltó. Yo no la conocía, así que no puedo decirte cómo ocurrió. Sólo estoy especulando. Eso sí, la vi una vez cuando volvió. Había pasado más o menos un año, lo cual es bastante poco en sus circunstancias. Y jugaba al baloncesto. Ya no con el equipo, por supuesto, pero en el campo. Y se la veía… ya sabes, bien. Llevaba un pantalón de chándal, así que no pude ver qué aspecto tenían. Pero la vi correr por el campo y parecía casi normal. Bueno, no exactamente normal, pero casi.
Amy tomó dos sorbos rápidos de tequila. Estaba acalorada después de tanto rato al sol, y esto hacía que la bebida bajase más fácilmente de lo normal. Tomaba grandes sorbos y no tosía. Stacy alargó la mano, reclamando la botella, y Amy se la devolvió. Bebió un sorbito pequeño, como una señora, y luego tapó la botella y se la puso en el regazo.
—Quiero decir que parecía contenta. Parecía estar bien. Sonreía y estaba haciendo lo que le gustaba, a pesar de… Ya sabes. —Stacy dejó la frase en el aire, con expresión triste.
Amy estaba borracha y medio dormida y todavía no tenía ni idea de qué estaba hablando Stacy.
—¿A pesar de…?
Stacy asintió con gesto grave.
—Exactamente —respondió.
Después de eso guardaron silencio durante un rato. Amy estaba a punto de pedir la botella de nuevo, cuando Stacy se animó de repente.
—¿Quieres que te enseñe?
—¿Qué cosa?
—Cómo corría.
Amy asintió y Stacy le dio la sombrilla y la botella. Se puso en pie y empezó a fingir que jugaba al baloncesto, driblando, pasando la pelota, amagando. Después de un lanzamiento a la canasta, corrió con las manos en alto, jugando de defensa. Luego salió disparada hacia el otro lado, una rápida escapada, un pequeño salto para hacer un gancho. Corría defectuosamente, como con una pequeña cojera, y desgarbada como un ave zancuda. Amy echó un largo trago mientras la miraba con perplejidad.
—¿Ves? —dijo Stacy jadeando, todavía inmersa en su juego imaginario—. Le salvaron las rodillas. Es lo más importante. Así que todavía podía correr bastante bien. Parecía un poco patosa, pero había pasado sólo un año, como te decía. Puede que ahora esté mejor.
«Le salvaron las rodillas». Ahora Amy lo entendió todo: la carrera detrás de un tren, el salto, la caída. «Le salvaron las rodillas». Bebió otro sorbo de tequila y se atrevió a echar una ojeada hacia Pablo. Su respiración se había serenado un poco, y ahora era más lenta y suave, aunque conservaba el inquietante gorgoteo de fondo, húmedo y viscoso. Su aspecto era horrible, desde luego. ¿Cómo no iba a serlo? Se había roto la columna y tenía dos muñones chamuscados en lugar de piernas. Había perdido mucha sangre, estaba deshidratado, inconsciente y posiblemente moribundo. Y apestaba a pis, a caca y a carne quemada. La enredadera había empezado a brotar en el saco de dormir, empapado en los distintos fluidos que despedía el joven. Amy pensó que deberían hacer algo al respecto, como deshacerse del saco de dormir, levantar a Pablo de la camilla y quitar ese trapo fétido de abajo. Comprendía que sería lo apropiado, lo que quizás haría Jeff si se encontrase allí en esos momentos, pero no se movió. Sólo podía pensar en la noche anterior, en ella y en Eric en el fondo del pozo, levantando a Pablo hacia la movediza camilla. Sabía que no intentaría levantar de nuevo a Pablo, ni ahora ni nunca.
—Sin las rodillas —dijo Stacy—, tienes que moverlas así. De esta manera.
Amy se volvió a mirar a su amiga, que caminaba por el borde del claro con las piernas rígidas, balanceándose, y con cara de concentración. Las imitaciones se le daban bien desde siempre; era una actriz nata. Parecía el capitán Ahab paseándose por la cubierta con su pata de palo. Amy no pudo evitarlo y rio.
Stacy se volvió hacia ella, complacida.
—La otra todavía no me sale, ¿no? Deja que lo intente otra vez. —Reanudó el imaginario partido de baloncesto, al principio sólo driblando, probando distintos movimientos de piernas, buscando el efecto apropiado. Pareció conseguirlo de repente: era una especie de elegancia patosa, como una bailarina con los pies dormidos. Corrió hacia el extremo del claro e hizo otro gancho antes de regresar hacia Amy jugando de defensa.
Eric se movió. Había estado acurrucado de lado y ahora se sentó y miró a Stacy. Su aspecto era deplorable, aunque Amy supuso que todos tendrían más o menos la misma pinta. Estaba demacrado y sin afeitar. Parecía un refugiado hambriento y agotado, huyendo de una catástrofe. Tenía la camisa hecha jirones y daba la impresión de que las heridas de sus piernas no cicatrizarían nunca. Miró a Stacy driblar y hacer pases con expresión ausente, una expresión de sala de estar, como un enfermo que mira la televisión sin volumen en la sala de Urgencias mientras espera la llamada de la enfermera.
—Está jugando al baloncesto —explicó Amy—. Con piernas ortopédicas. —Eric se giró y transfirió su mirada ausente de la cara de Stacy a la de Amy—. Había una chica —continuaba Amy—. Se cayó debajo de un tren. Pero todavía puede jugar al baloncesto. —Sabía que lo estaba contando mal, confundiéndolo todo, pero daba lo mismo, porque Eric asintió.
—Ah —dijo. Tendió la mano y ella le pasó la botella.
Vieron cómo Stacy marcaba otro tanto y luego, cuando por fin paró, agotada y sudando por el esfuerzo, Amy aplaudió. Aunque no sabía por qué, se sentía cada vez mejor, y estaba decidida a contagiar a los demás.
—¡Haz la azafata! —exclamó.
Stacy tensó la cara con una sonrisa rígida, exagerada, y comenzó a repasar la mímica de las instrucciones previas a un vuelo, demostrando cómo usar el cinturón de seguridad, dónde estaban las salidas de emergencia y cómo usar la máscara de oxígeno, todo con gestos concisos y mecánicos. Imitaba a la azafata del avión que los había traído a Cancún. Lo había hecho la primera noche, en la playa, donde se reunieron después de dejar las cosas en la habitación y bebieron cerveza sentados en círculo. Aún no conocían a los griegos. Fue un encuentro alegre: estaban todavía blancos y cansados del viaje, pero contentos de encontrarse allí. Y todos rieron la actuación de Stacy mientras bebían cerveza, sintiendo la arena en los pies, aún cálida por el sol, oyendo el rumor de las olas y la música procedente de la terraza del hotel; sí, un encuentro alegre. Y puede que Amy le pidiera a Stacy que imitara de nuevo a la azafata para recuperar aquel momento, para llevarlos a todos de vuelta a aquella situación de inocencia, cuando aún ignoraban la existencia de este horrible lugar en el que habían acabado sin saber cómo. Pero no funcionó, por supuesto. Aunque no por culpa de Stacy, que había calcado la sonrisa, los gestos afectados… que era la azafata. Los que habían cambiado, frustrando este intento de volver atrás, eran Eric y Amy. La miraron, y Amy hasta consiguió reír, pero con un dejo de tristeza imposible de disimular.
«Le salvaron las rodillas», pensó.
Aquella primera noche en la playa cada uno contribuyó con algo. Eran duchos en estas cosas; compartían un historial de campamentos de verano y excursiones de esquí y sabían cómo entretenerse bajo el cielo estrellado o alrededor del fuego. Cada uno tenía asignado un papel. Stacy hacía imitaciones. Jeff les enseñaba cosas, y aquel día les contó lo que había leído en la guía del viajero durante el vuelo. Eric inventaba historias graciosas, fantaseaba sobre lo que podía pasar en el viaje y creaba escenarios estrafalarios, haciéndoles reír. Y Amy cantaba. Tenía una voz bonita, lo sabía; no particularmente potente, sino suave y melodiosa, perfecta para las veladas junto al fuego bajo el cielo estrellado.
Ahora Stacy cruzó el claro y se sentó junto a ellos, recuperando la sombrilla. Amy se fijó en que tenía la camiseta rota y se le veía un pecho. Todos estaban igual. La pelusilla verde de la enredadera les estaba comiendo la ropa. No podían hacer nada al respecto; se la sacudían, pero al cabo de unos minutos había vuelto a crecer. Y cada vez que la arrancaban, la planta soltaba su ácida savia, quemándoles la piel. Tenían las manos en carne viva, y resultaba doloroso coger cualquier cosa. Si buscaban, seguramente encontrarían pantalones y camisetas en las mochilas, pero había algo escalofriante en ponerse la ropa de otros, de los muertos, de los montículos verdes que salpicaban la colina, y Amy esperaba poder evitarlo durante el mayor tiempo posible. En cierto modo sería como rendirse, como aceptar la derrota, porque, ¿qué sentido tenía cambiarse de ropa si el rescate era inminente?
Eric no paraba de frotarse el pecho. Parecía incapaz de dejar de tocar un punto en concreto debajo de las costillas. Lo apretaba, hundía los dedos en él, o lo masajeaba con suavidad. Amy sabía lo que hacía, sabía que estaba convencido de que la enredadera continuaba creciendo dentro de él, y este constante manoseo comenzaba a ponerla nerviosa. Quería que parase.
—Cuéntanos algo gracioso, Eric —dijo.
—¿Gracioso?
Amy asintió, sonriendo, tratando de que olvidara —de que los tres olvidaran— aquella sensación en el pecho.
—Invéntate un cuento.
Eric negó con la cabeza.
—No se me ocurre nada.
—Dinos qué pasará cuando volvamos a casa —sugirió Stacy.
Lo miraron beber otro sorbo de tequila, con los ojos lagrimeando por el alcohol. Se limpió la boca con el dorso de la mano y tapó la botella.
—Bueno, seremos famosos, ¿no? Al menos por un tiempo.
Las dos chicas asintieron. Por supuesto que serían famosos.
—Saldremos en la portada de People —continuó Eric, animándose—. Y puede que también en la de Time. Y alguien querrá comprar los derechos para la película. Tendremos que ser listos y ponernos de acuerdo, firmar un documento o algo por el estilo donde aceptemos vender la historia en grupo. De esa manera sacaremos más pasta. Supongo que necesitaremos un abogado, o un agente.
—¿Harán una película? —preguntó Stacy. Parecía ilusionada con la idea, pero también sorprendida.
—Sí.
—¿Quién me interpretará a mí?
Eric miró a Stacy, pensando. De repente sonrió y le señaló el pecho.
—Tienes una teta al aire, ¿sabes?
Stacy miró hacia abajo y se arregló la camiseta. No quedaba tela suficiente para cubrirle el pecho, pero no pareció preocuparle.
—En serio, ¿quién hará mi papel?
—Primero tienes que decidir quién eres.
—¿Quién soy?
—Porque tendrán que cambiarnos un poco, ¿sabéis? Transformarnos en personajes. Necesitarán un héroe, un villano… esas cosas. ¿Sabéis lo que quiero decir?
Stacy asintió.
—¿Y yo qué soy?
—Bueno, hay dos papeles femeninos, ¿no? Así que una de vosotras tendrá que ser la chica buena, la repipi, y la otra, la puta. —Reflexionó un momento y se encogió de hombros—. Supongo que Amy será la repipi, ¿no crees? —Stacy se enfurruñó, pero no dijo nada—. Por lo tanto, ya sabes… tú serás la puta.
—Vete a la mierda, Eric. —Parecía enfadada.
—¿Qué pasa? Yo sólo digo…
—Entonces tú serás el villano. Si yo tengo que ser…
Eric sacudió la cabeza.
—De eso nada. Yo soy el graciosillo, el personaje típico de Adam Sandler. O Jim Carrey. El que no debería estar aquí, el que vino por error y se pasa el tiempo chocándose con los demás y tropezando con las cosas. Soy el toque humorístico, para relajar la tensión.
—¿Entonces quién es el villano?
—Mathias, sin lugar a dudas. Los perversos alemanes hicieron que nos trajera hasta aquí con un motivo. La enredadera es una especie de experimento nazi que no salió bien. Su padre era un científico, por ejemplo, y él nos trajo a este sitio para dar de comer a las plantas de papá.
—¿Y el héroe?
—Jeff, desde luego. Bruce Willis, el estoico salvador. El ex explorador. —Se volvió hacia Amy—. Porque fue explorador, ¿no? Apuesto a que estuvo en los boy scouts.
Amy asintió.
—Del grupo Águila.
Los tres rieron, aunque no era un chiste. Era cierto que Jeff había formado parte del grupo Águila. Su madre tenía una foto enmarcada donde se le veía de uniforme, estrechando la mano del gobernador de Massachusetts. Al pensar en ello, Amy experimentó una presión en el pecho, una súbita oleada de amor hacia él y deseos de protegerlo. Recordó lo que había pasado en el pozo, los zarcillos restallando en la oscuridad, agarrándola, tratando de arrastrarla. Había visto los huesos en el fondo antes de que se apagara la antorcha; allí habían muerto otras personas, y ella pudo ser una más. Y no había sobrevivido gracias a sus habilidades o a su inteligencia. No; la había salvado Jeff. Si lo dejaban, Jeff los salvaría a todos. No deberían reírse de él.
—No tiene gracia —dijo, pero su voz salió demasiado baja y los otros dos estaban borrachos. No parecieron oírle.
—¿Quién hará de mí? —insistió Stacy.
Eric hizo un gesto despectivo.
—Da igual. Cualquiera que tenga buen aspecto con una teta al aire.
—Tú serás el gordo —dijo Stacy, que parecía enfadada otra vez—. El gordo sudoroso.
Amy se dio cuenta de que estaban a punto de empezar una pelea. Un par de comentarios más como aquéllos y empezarían a insultarse a gritos. Se sentía incapaz de soportar algo así allí y entonces, así que procuró distraerlos.
—¿Y qué hay de mí? —preguntó.
—¿Tú? —dijo Eric.
—¿Quién hará mi personaje?
Eric frunció los labios, pensando. Destapó la botella, tomó otro sorbo y le pasó el tequila a Stacy como ofrenda de paz. Ella lo aceptó, echó la cabeza atrás y bebió un buen chorro, atragantándose casi. Al bajar la botella rio complacida, con los ojos brillantes y vidriosos.
—Alguien que sepa cantar —respondió Eric.
—Es verdad —dijo Stacy—. Así podrán meter números musicales.
Eric sonrió.
—Un dueto con el boy scout.
—Madonna, tal vez.
Eric resopló.
—Britney Spears.
—Mandy Moore.
Ambos reían.
—Cántanos algo, Amy —dijo Eric.
Amy sonreía confundida, esperando una ofensa. No sabía si se burlaban de ella o si se trataba de una broma a la que también ella debía encontrarle la gracia. Se dio cuenta de que estaba tan borracha como ellos.
—Canta One is the loneliest number —propuso Stacy.
—Sí —convino Eric—. Es perfecto.
Los dos sonreían, esperando. Stacy le ofreció la botella, y Amy bebió con los ojos cerrados. Cuando los abrió, aún estaban esperando. Así que empezó a cantar:
—«El uno es el número más solitario… El dos puede ser tan malo como el uno… Es el más solitario después del uno… El no es la experiencia más triste que conocerás… El sí es la experiencia más triste que conocerás… Porque el uno es el número más solitario… El uno es el número más solitario, peor que el dos…» —Se interrumpió por falta de aire, ligeramente mareada. Le pasó la botella a Eric—. No recuerdo cómo sigue —dijo. No era verdad, pero no quería seguir cantando. La letra la estaba entristeciendo y hacía un rato se había sentido bien, o casi bien. No deseaba estar triste.
Eric tomó un largo trago de tequila. Ya se habían bebido las dos terceras partes de la botella. Se levantó y cruzó el claro con paso vacilante. Se agachó, recogió algo y regresó hacia ellas haciendo eses. Tenía la botella en una mano, y en la otra, el cuchillo. Amy y Stacy lo miraron atónitas. Amy no quería que tuviera el cuchillo, pero no se le ocurrió qué decir para que lo dejase. Lo vio escupir sobre la hoja y tratar de limpiarla con la camiseta. Luego la señaló con el cuchillo.
—Podrás cantarla al final, cuando no quede nadie más.
—¿Cuando no quede nadie más? —preguntó Amy. Quería arrebatarle el cuchillo, y hasta le ordenó a su brazo que se levantara, que se moviera en esa dirección, pero no pasó nada. Sabía que estaba muy, pero que muy borracha, y también cansada. No se sentía con fuerzas para detenerlo.
—Cuando hayamos muerto todos los demás —dijo Eric.
Amy sacudió la cabeza.
—No digas eso. No tiene gracia.
Eric no le hizo caso.
—El boy scout vivirá; es el héroe, así que tiene que sobrevivir. Pero tú creerás que ha muerto. Te pondrás a cantar y él reaparecerá de repente. Entonces escaparéis juntos. Él construirá un globo aerostático con la tienda y os iréis volando hacia la libertad.
—¿Yo moriré? —preguntó Stacy. Lo miró con los ojos como platos, aparentemente alarmada ante esta posibilidad. Comenzaba a arrastrar las palabras—. ¿Por qué tengo que morir?
—La puta debe morir; sin discusión. Porque eres mala. Debes ser castigada.
Stacy parecía ofendida.
—¿Y qué me dices del graciosillo?
—Él será el primero. Siempre es el primero. Y muere de una forma estúpida. Para que la gente ría cuando desaparezca.
—¿Como cuál?
—Se hace un corte, por ejemplo, y la enredadera se le mete dentro de la pierna. Lo devora de dentro hacia fuera.
Amy sabía lo que iba a hacer a continuación y por fin levantó la mano para detenerlo. Pero ya era demasiado tarde. Estaba haciéndolo… lo había hecho. Se había levantado la camiseta y cortado un tajo de diez centímetros debajo de las costillas. Stacy emitió un grito ahogado. Amy permaneció con la mano inútilmente levantada. En los bordes de la herida se dibujó una cresta de sangre que luego descendió por el abdomen hasta empapar la cinturilla del pantalón. Eric observó el corte con el entrecejo fruncido y comenzó a hurgar con el cuchillo, separando la carne y aumentando la hemorragia.
—¡Eric! —exclamó Stacy.
—Pensé que saldría como un muelle —dijo. Debía de dolerle, pero no parecía importarle. No paraba de hurgar en la herida con el cuchillo—. Está aquí abajo. La siento. Debe de percibir que estoy cortando y por eso retrocede. Se oculta.
Se palpó con la mano izquierda, apretando la piel por encima de la incisión. Amy se estiró y le quitó el cuchillo. Pensó que se resistiría, pero no lo hizo; prácticamente se lo dio. La herida seguía sangrando y no hizo nada para contenerla.
—Ayúdalo —dijo Amy a Stacy. Arrojó el cuchillo al suelo, a su lado—. Ayúdalo a parar la hemorragia.
Stacy la miró boquiabierta. Jadeaba como si estuviera al borde de un ataque de nervios.
—¿Cómo?
—Quítale la camiseta. Pónsela en la herida y aprieta.
Stacy soltó la sombrilla, se acercó a Eric y le ayudó a quitarse la camiseta. Él se había vuelto pasivo, y levantó los brazos como un niño.
—Acuéstate —ordenó Amy, y Eric obedeció. Se tendió de espaldas y la sangre siguió manando, acumulándose en el ombligo.
Stacy hizo una bola con la camiseta y la apretó contra la herida.
Las cosas se habían desquiciado de nuevo, y Amy sabía que no había forma de enmendarlas, de obligar a la tarde a recuperar su falso aire de serenidad. No habría más imitaciones, ni chistes ni canciones. Ella y Stacy permanecieron sentadas en silencio, la segunda ligeramente inclinada para aplicar presión sobre la herida. Eric seguía acostado boca arriba, extrañamente sereno, sin quejarse, mirando al cielo.
—Es culpa mía —dijo Amy. Stacy y Eric la miraron intrigados. Se pasó la mano por la cara y la sintió sucia y sudorosa—. Yo no quería venir. Cuando Mathias lo propuso, yo pensé que prefería quedarme. Pero no dije nada; me dejé llevar. Ahora podríamos estar en la playa. Podríamos estar…
—Calla —dijo Stacy.
—Y luego el hombre de la camioneta, el taxista. Nos advirtió que no viniéramos. Dijo que era un sitio malo. Que…
—Tú no sabías nada, cariño.
—Y después, cuando nos marchamos del poblado, si no se me hubiese ocurrido mirar entre los árboles, nunca habríamos encontrado el sendero. Si me hubiera callado…
Stacy sacudió la cabeza, sin dejar de presionar el abdomen de Eric. La camiseta ya estaba empapada de sangre, así que la hemorragia no cesaba. También tenía las manos ensangrentadas.
—¿Cómo ibas a imaginar lo que pasaría?
—Y fui yo quien pisó la enredadera, ¿no? Si no la hubiera pisado, el calvo nos habría obligado a marcharnos. Habríamos…
—Mirad las nubes —dijo Eric, interrumpiéndola con voz soñolienta, extrañamente distante, como si estuviera drogado. Levantó una mano, señalando el cielo.
Tenía motivos: hacia el sur comenzaban a formarse nubes de tormenta, con la parte inferior ominosamente oscura, preñadas de lluvia. Si hubiesen estado en la playa de Cancún, ahora empezarían a recoger los bártulos para regresar al hotel. Jeff y ella harían el amor y se quedarían dormidos, una larga siesta antes de cenar mientras la lluvia empañaba las ventanas y en el diminuto balcón se formaba un charco de varios centímetros de altura. El primer día habían visto a una gaviota sentada en ese charco, parcialmente protegida del aguacero, mirando al mar. Desde luego, la lluvia significaba agua. Amy sabía que deberían pensar en la manera de recogerla. Pero fue incapaz; tenía la mente en blanco. Estaba borracha, cansada y triste, así que tendría que ser otro el que discurriera cómo juntar el agua de lluvia. Eric no, por supuesto, con toda esa sangre empapando la camiseta. Y tampoco Stacy, que parecía estar peor que Amy: quemada por el sol, temblorosa, con la mirada ausente. Los tres eran unos inútiles, con sus estúpidos cuentos, sus canciones, sus risas en un sitio como aquél; eran idiotas, no supervivientes.
¿Y cómo era posible que el sol hubiese descendido tanto en tan poco tiempo? Casi rozaba ya el horizonte. Dentro de una hora, o dos, como mucho, sería de noche.