Stacy encontró a Amy y Eric en el claro, junto a la tienda. Amy estaba sentada en el suelo, de espaldas a Pablo, con las rodillas contra el pecho. Tenía los ojos cerrados. Eric se paseaba de un lado a otro, y ni siquiera la miró cuando llegó. No había señales de Mathias.
La primera preocupación de Stacy era la sed.
—Jeff me ha dicho que bebiera un poco —anunció.
Amy abrió los ojos y la miró fijamente, pero no dijo nada. Eric tampoco. En el claro había olor a comida y un círculo de hollín donde Mathias había encendido el fuego, y Stacy pensó: «Han cocinado». Después recordó el motivo del fuego y miró a Pablo de soslayo; lo vio a medias debajo el cobertizo (los ojos hundidos, los brillantes muñones de color rosa y negro…) antes de retroceder, volverse hacia la tienda y huir. La puerta estaba abierta, así que Stacy se agachó y entró rápidamente, dejando la sombrilla fuera.
Sus pupilas tardaron unos instantes en adaptarse a la mortecina luz del interior. Mathias estaba acostado de lado sobre un saco de dormir. Tenía los ojos cerrados, pero Stacy intuyó que no dormía. Pasó por su lado para ir al fondo de la tienda, donde se agachó y cogió la garrafa de agua. La destapó, bebió un largo trago y se secó la boca con el dorso de la mano. No le bastó, por supuesto, ni la garrafa entera le habría bastado, y por unos instantes consideró la posibilidad de beber otro sorbo. Pero sabía que habría sido injusto —la sola idea le hizo sentirse culpable—, así que tapó la garrafa. Cuando se volvió para marcharse, descubrió que Mathias la estaba mirando con la expresión indescifrable de costumbre.
—Jeff ha dicho que podía —dijo. Le preocupaba que el alemán pensara que estaba robando agua. Mathias asintió y continuó mirándola en silencio—. ¿Está bien? —susurró Stacy, señalando en la dirección de Pablo.
Mathias tardó tanto en responder que pareció que no iba a hacerlo. Al final sacudió lentamente la cabeza.
A Stacy no se le ocurría qué más decir. Dio otro paso hacia la puerta y se detuvo.
—¿Y tú? —preguntó.
La cara de Mathias cambió, amagando una sonrisa que al final no se produjo. Por un instante, Stacy creyó incluso que iba a reír, pero no lo hizo.
—¿Y tú? —preguntó él.
Stacy negó con la cabeza.
—No.
Y luego, nada: él continuó mirándola con esa expresión casi ausente, la insinuación de una jocosidad cansina que no terminaba de expresarse. Por fin, Stacy comprendió que Mathias estaba esperando que ella se marchara. Y eso fue lo que hizo: salió al sol y cerró la cremallera de la puerta.
Eric continuaba paseándose. Stacy notó que le sangraba la pierna de nuevo y estuvo a punto de preguntarle por qué, pero entonces se dio cuenta de que prefería ignorarlo. Deseó que se metiera en la tienda con Mathias y se acostara un rato. Lo habría obligado, si hubiera sabido cómo. Con toda probabilidad, Jeff habría deseado que todos permanecieran en la tienda. A la sombra, descansando, conservando las fuerzas. Pero era como meterse en una trampa. Estabas encerrado, sin ver lo que pasaba ni lo que podía pasar. Stacy no quería quedarse allí dentro, y supuso que los demás se sentirían igual. No entendía cómo podía soportarlo Mathias.
Recuperó la sombrilla y se sentó en el suelo, a la derecha de Amy.
Eric seguía paseándose, con un hilo de sangre deslizándose por su pierna. La bamba producía un ruido de chapoteo cada vez que daba un paso. Stacy quería que parase, que se tranquilizase, y dedicó unos instantes a ordenárselo mentalmente. «Siéntate, Eric —pensó—. Siéntate, por favor». No funcionó, por supuesto; no habría funcionado aunque hubiese dicho las palabras en voz alta, aunque las hubiera gritado.
Lo peor de estar en el claro no eran ni el sol ni el calor. Era el sonido de la respiración de Pablo, que era intenso, ronco, extrañamente irregular. A veces se detenía durante unos segundos y Stacy, a su pesar, siempre acababa mirando hacia el cobertizo, pensando las mismas dos palabras: «Ha muerto». Pero entonces, con un ronquido áspero que siempre la sobrecogía, la respiración del griego se reanudaba, aunque nunca antes de que ella se sintiera obligada a mirarlo de nuevo, a ver los brillantes muñones cubiertos de ampollas, los ojos que se negaban a abrirse, el fino hilo de líquido marrón que brotaba de la comisura de su boca.
Y también estaba la enredadera, desde luego. Verde, verde, verde… dondequiera que mirase Stacy, allí estaba ella. Trataba de convencerse de que era únicamente una planta, sólo una planta, nada más que una planta. Al fin y al cabo, ahora que no se movía ni emitía sus espeluznantes carcajadas falsas, no parecía otra cosa. Era sólo una bonita maraña de vegetación, con las diminutas flores rojas y las hojas planas con forma de mano, absorbiendo la luz del sol, inofensivamente inerte. Eso era lo que hacían las plantas. No se movían ni se reían, porque no podían moverse, no podían reír. Pero Stacy fue incapaz de alimentar su fantasía. Era como sujetar un cubito de hielo y desear que no se derritiera; cuanto más tiempo lo tuviera en la mano, menos quedaría de él. Había visto a la enredadera moverse, la había visto meterse en la pierna de Eric y sorber el vómito de Amy, y también la había oído reír… La colina entera había reído. Ahora no podía evitar sentir que los observaba mientras planeaba su próximo ataque.
Se acercó un poco más a Amy y colocó la sombrilla de manera que diera sombra para las dos. Cuando cogió la mano de Amy, le sorprendió lo húmeda que estaba. «Tiene miedo», pensó. Y volvió a formular la pregunta de rigor, la que le había hecho a Mathias en la tienda:
—¿Te encuentras bien?
Amy negó con la cabeza y se echó a llorar, apretando la mano de Stacy.
—Chsss —murmuró Stacy, tratando de calmarla—. Tranquila. —Le rodeó los hombros con un brazo y sintió que los gemidos de Amy se volvían más profundos y su cuerpo comenzaba a estremecerse, a hipar.
Amy le soltó la mano y se secó la cara. Comenzó a sacudir la cabeza como si no pudiera parar.
Eric seguía paseándose, absorto en su mundo, sin mirarlas siquiera. Stacy lo observó ir y venir por el pequeño claro.
Finalmente Amy logró hablar:
—Estoy muy cansada —murmuró—. Eso es todo. Estoy tan cansada… —Empezó a llorar de nuevo.
Stacy se quedó a su lado, esperando a que se calmara. Pero no se calmó. Al final, Stacy no pudo aguantar más. Se levantó y caminó hacia el otro extremo de la cima, donde estaba la mochila de Pablo. La abrió, sacó una de las dos botellas de tequila que quedaban y regresó con Amy, rompiendo el precinto por el camino. No sabía qué otra cosa hacer. Se sentó debajo de la sombrilla, bebió un largo y ardiente sorbo y le ofreció la botella a su amiga. Amy la miró fijamente, todavía llorando, pestañeando rápidamente mientras se enjugaba las lágrimas con la mano. Stacy la vio dudar, y casi le pareció que iba a negarse, pero al final cedió. Cogió la botella, se la llevó a los labios, echó la cabeza atrás y el tequila cayó copiosamente en su boca, deslizándose hacia la garganta. Amy emergió a la superficie con un gemido, una mezcla de tos y sollozo.
Eric se había sentado inesperadamente al lado de ellas y tenía la mano extendida.
Amy le dio la botella.
Y así pasaron la tarde, mientras el sol avanzaba despacio hacia el oeste. Sentados muy juntos en el pequeño claro —rodeados por la gigantesca y enmarañada enredadera, las hojas verdes, las flores rojas—, turnándose para beber de una botella de tequila cada vez más vacía.