Mientras empezaba a bajar por el sendero, Jeff cayó en la cuenta de que deberían haber comido algo. Ya era más de mediodía. Deberían repartir los cuatro plátanos; cortarlos en partes iguales, masticarlos y tragarlos, y llamar a eso almuerzo. La cena sería la naranja, y tal vez algunas uvas; eran los alimentos perecederos, los que ya empezaban a estropearse con el calor. ¿Y después? Las galletas saladas, los frutos secos, las barritas proteicas. ¿Cuánto durarían las provisiones? Un par de días más, supuso Jeff; luego empezaría el ayuno, el hambre. Pero no tenía sentido preocuparse por eso ahora, puesto que no podía hacer nada para cambiar la situación. Fantasear y rezar era lo único que les quedaba por hacer, y para Jeff, fantasear y rezar equivalía a no hacer nada.
Debió llevarse el cuchillo. Eric seguiría cortándose, a menos que los demás lo detuvieran, y Jeff no confiaba en que Amy y Mathias fueran capaces de detenerlo. Estaba perdiéndolos; lo sabía. Habían pasado sólo veinticuatro horas y ya se comportaban como víctimas: encorvados, con la mirada perdida… Hasta Mathias parecía haberse dado por vencido en el transcurso de la mañana; se había vuelto pasivo, y Jeff lo necesitaba activo.
Debió darse cuenta de lo del teléfono móvil; debió prever que los acontecimientos tomarían ese curso, o que pasaría algo por el estilo. No estaba pensando con tanta lucidez como debía, y sabía que eso sólo podía acarrear problemas. La enredadera pudo devorar la cuerda, pero no lo hizo. La dejó intacta en el cabrestante, lo que significaba que quería que volvieran al fondo del pozo, y Jeff debió percatarse de ello, entender que sólo podía significar una cosa: que el silbido era una trampa. La planta podía moverse e imitar sonidos, no sólo el de un teléfono, sino también el canto de los pájaros. Porque tuvo que ser la enredadera la que alertó a los mayas de su intento de fuga de la noche anterior, y también tendría que haberse dado cuenta de eso.
Estaba volviéndose descuidado. Estaba perdiendo el control, y no sabía cómo recuperarlo.
Vio a Stacy sentada debajo de la sombrilla, mirando hacia el claro, los mayas y la selva. No le oyó venir ni se volvió para saludar, y Jeff no entendió por qué hasta que llegó a su lado. Estaba sentada con las piernas cruzadas, inclinada hacia delante, con la sombrilla apoyada en el hombro, los ojos cerrados y la boca entreabierta, profundamente dormida. Jeff la miró durante casi un minuto, con los brazos en jarras. La furia que lo embargó por la negligencia de la chica pasó enseguida; estaba demasiado cansado para alimentarla. En la práctica, habría dado casi igual, y Jeff lo sabía. Si los griegos hubieran llegado y la hubiesen visto allí sentada, la habrían despertado con tiempo suficiente para que ella los detuviera. Pero lo más importante era que los griegos no habían llegado y con toda probabilidad no llegarían nunca. Así que no había lugar para enfados, y el que sintió vino y se fue como un escalofrío.
La sombrilla estaba del lado equivocado, así que el círculo de sombra sólo cubría la mitad superior de Stacy, dejándole el regazo y las piernas expuestos a la luz del sol del mediodía. Dentro de las sandalias manchadas de barro, los pies se habían quemado hasta el tobillo y ahora eran del color rojo vivo de la carne cruda. Más tarde se llenarían de ampollas y se despellejarían, un proceso doloroso. De tratarse de Amy, aquello habría sido motivo de innumerables quejas, o incluso lágrimas, pero Jeff sabía que Stacy no lo notaría apenas y ni siquiera lo mencionaría. Esa especie de desconexión con su cuerpo formaba parte de su actitud soñadora. Jeff no podía evitar compararla con Amy. Las había conocido a las dos juntas, porque durante el primer año de facultad vivían en la misma residencia estudiantil que él, en el piso de arriba. Un día subió a quejarse por un golpeteo y las encontró en pijama, acuclilladas junto a una pila de madera, con un martillo, unos clavos y unas instrucciones escritas en coreano. Era una estantería barata que Amy había comprado por Internet, sin darse cuenta de que no venía montada. Terminó montándola Jeff, y en el proceso se hicieron amigos. Durante una temporada ni siquiera había quedado claro a cuál de las dos cortejaba Jeff, y ahora suponía que por eso le costaba tanto dejar de compararlas, de sopesar las diferencias.
Al final, Amy lo conquistó con su personalidad —a pesar de las quejas, era mucho más seria, más sensata y de fiar que Stacy—, pero desde un punto de vista puramente físico, Stacy siempre había sido la favorita. Había algo en sus oscuros ojos, en la forma en que lo miraba a uno de repente, con una expresión que no ocultaba nada, casi dolorosamente franca. También era cautivadora y sensual, mientras que Amy sólo era bonita. Durante una breve temporada, poco después de que él y Amy empezaran a salir en serio, Jeff había acariciado la fugaz y morbosa fantasía de vivir una aventura con Stacy. Porque lo que pasó en la playa con Don Quijote no era un hecho aislado. Stacy hacía esas cosas a menudo. Era promiscua de una forma pícara e inocente, casi a pesar de sí misma. Le gustaba besar a jóvenes desconocidos, tocar y que la tocasen, sobre todo si había bebido antes. Eric estaba al corriente de alguno de estos episodios, pero no de todos. Discutían por ello, gritando e insultándose mutuamente con agresividad, y Stacy siempre acababa haciendo promesas llorosas, aparentemente sinceras, que indefectiblemente rompía, a veces pocos días después. Era extraño que Jeff recordase estas cosas ahora, sobre todo la fantasía de adulterio, cuando no conseguía recordar cómo había surgido. Ni por qué. Ahora parecía muy lejana.
Lo curioso sobre Stacy era que tenía un aire sorprendentemente infantil, a pesar del erotismo que exudaba. En parte se debía a su personalidad —su tendencia a huir, el hecho de que prefiriese el juego y las fantasías a cualquier cosa semejante al trabajo—, pero había también un componente mucho más físico, algo en los rasgos de su cara y en la forma de su cabeza, que era notablemente redonda y un poco grande en relación con el cuerpo, una cabeza más de niña que de mujer. Jeff dudaba de que fuera a cambiar. Incluso si salía con vida de aquel lugar, si llegaba a convertirse en una anciana arrugada, encorvada y temblorosa, seguiría conservando aquella cualidad. Una cualidad acentuada ahora, por supuesto, por su aire de indefensión mientras dormía profundamente.
«No debería estar aquí», pensó Jeff. Las palabras aparecieron solas en su cabeza, sobresaltándolo. Era verdad, desde luego: ninguno de ellos debería estar allí. Pero estaban allí, y cada vez parecía más evidente que no llegarían a pisar otro sitio. Él había tenido la idea del viaje a México y también la de acompañar a Mathias en la búsqueda de Henrich. ¿Acaso esas palabras se referían a eso? ¿Eran una forma sutil de atribuirle la responsabilidad? La enredadera había echado raíces en las sandalias de Stacy, colgaba del cuero como una guirnalda, y mientras pensaba en ello, Jeff se agachó para arrancar los zarcillos.
Stacy despertó al sentir su contacto y se levantó rápidamente, con torpeza, dejando caer la sombrilla. Estaba asustada.
—¿Qué pasa? —preguntó, casi gritando.
Jeff trató de tranquilizarla con gestos, y la hubiese tocado —cogido de la mano, abrazado— si ella no hubiera retrocedido, poniéndose fuera de su alcance.
—Te dormiste —dijo.
Stacy se llevó la mano a la frente, a modo de visera, y trató de orientarse. Jeff notó que la enredadera también había echado raíces en la ropa de la chica. Un zarcillo largo colgaba de la pechera de la camiseta y otro de la pernera izquierda del pantalón, enroscándose alrededor de la pantorrilla. Jeff se agachó, cogió la sombrilla y se la ofreció. Ella la miró como si le costase reconocerla, como si no supiera qué era ni para qué servía, pero al final la cogió y se la apoyó en el hombro. Retrocedió otro paso. «Es como si tuviera miedo de mí», pensó Jeff con un asomo de irritación.
Señaló hacia la cima.
—Ya puedes volver.
Stacy no se movió. Levantó el achicharrado pie y se rascó con aire distraído.
—Se reía —dijo.
Jeff se limitó a mirarla. Sabía qué quería decir, pero no cómo responder. Había algo en Stacy, en este encuentro con ella, que le hacía tomar conciencia de su cansancio. Reprimió un bostezo.
Stacy señaló alrededor.
—La planta.
Jeff asintió con la cabeza.
—Bajamos de nuevo al pozo. Para buscar el teléfono.
La expresión de Stacy cambió radicalmente en un instante. Su postura y el tono de su voz también cambiaron, animados por la esperanza.
—¿Lo encontrasteis?
Jeff negó con la cabeza.
—Era una trampa. La que hacía el ruido era la enredadera. —Se sintió como si le hubiera pegado, porque el efecto de sus palabras fue dramático. Stacy se encorvó y su cara empalideció y se volvió mustia.
—Oí cómo reía toda la colina.
Jeff asintió.
—Imita cosas. —Y puesto que ella parecía necesitar apoyo, añadió enseguida—: Es algo que ha aprendido. No es una risa verdadera.
—Me quedé dormida. —Stacy parecía sorprendida, como si hablara con otra persona—. Tenía mucho miedo. Estaba… —Sacudió la cabeza, incapaz de encontrar las palabras idóneas, y luego terminó en voz baja—: No entiendo cómo me dormí.
—Estás cansada. Todos estamos cansados.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Stacy.
—¿Quién?
—Pablo. ¿Está…? —Titubeó de nuevo, otra vez buscando las palabras adecuadas—. ¿Está bien?
Fue extraño, pero Jeff tardó unos instantes en entender de qué le hablaba. Le bastaba con mirar hacia abajo para ver las salpicaduras de sangre en sus tejanos y, sin embargo, tuvo que hacer un esfuerzo para recordar de quién era esa sangre y cómo había llegado allí. «El cansancio», pensó, pero sabía que había algo más. Por dentro estaba huyendo, igual que sus amigos.
—Está inconsciente —respondió.
—¿Y las piernas?
—Ya no las tiene.
—¿Pero sigue vivo? —Jeff asintió—. ¿Y se recuperará?
—Ya veremos.
—¿Amy no te detuvo? —Jeff negó con la cabeza—. Se suponía que iba a detenerte.
—Ya habíamos terminado.
Stacy calló.
Jeff notó que empezaba a exasperarse, a impacientarse otra vez con ella. Quería que se marchara. ¿Por qué no se iba? Adivinó lo que iba a decir a continuación, lo esperaba, y aun así se sintió desconcertado y ofendido cuando por fin lo dijo.
—Creo que no debiste hacerlo.
Jeff hizo un movimiento brusco, como sacudiéndose las palabras.
—Es un poco tarde para eso, ¿no?
Stacy titubeó, pero siguió mirándolo. Luego, como a regañadientes, añadió:
—Quería decirlo. Para que lo supieras. Ojalá hubiera votado que no. Que no quería que le cortasen las piernas.
Jeff no supo cómo responder. Todas las opciones que se le ocurrieron eran inaceptables. Habría querido gritarle, cogerla por los hombros y sacudirla, abofetearla, pero eso sólo le habría causado problemas. Todo el mundo parecía empeñado en fallarle, en decepcionarlo; todos eran mucho más débiles de lo que jamás habría imaginado. Él sólo intentaba hacer lo correcto, salvar la vida de Pablo, salvarlos a todos, y nadie era capaz de reconocerlo, y mucho menos de armarse de valor para ayudarle a hacer todas las cosas difíciles que había que hacer.
—Deberías volver —dijo—. Diles que te den un poco de agua.
Stacy asintió, tirando del pequeño zarcillo que colgaba de su camiseta. Lo arrancó, pero la tela se rasgó, dejando un largo tajo. No llevaba sujetador, y Jeff le vio fugazmente el pecho derecho. Era sorprendentemente parecido al de Amy: el mismo tamaño, la misma forma, pero con el pezón más oscuro, color marrón, mientras que el de Amy era rosa muy claro. Desvió rápidamente los ojos y este gesto pareció adquirir vida propia, porque la inercia lo empujó a seguir volviéndose y, sin quererlo, acabó dándole la espalda. Miró a los mayas, al otro lado del claro. La mayoría estaban tendidos a la sombra, en la linde de la selva, tratando de protegerse del calor. Algunos fumaban mientras conversaban y otros parecían dormir. Habían apagado el fuego, cubriendo el rescoldo con ceniza. Nadie les prestaba atención ni a Stacy ni a él, y por un brevísimo instante Jeff tuvo la impresión de que podría cruzar el claro, pasar por entre los mayas y desaparecer bajo la sombra de los árboles sin que nadie hiciera nada para detenerlo. Pero sabía que no era más que una fantasía; le resultó fácil imaginar cómo cogerían las armas en cuanto diera un paso, el grito de advertencia y el sonido de los arcos al disparar, así que no sintió el impulso de intentarlo.
Vio a uno de los niños que los habían seguido desde el poblado el día anterior; era el más pequeño de los dos, el que iba sentado en el manillar de la desvencijada bicicleta. Estaba junto a los restos del fuego, tratando de aprender a hacer juegos malabares. Tenía tres piedras del tamaño de un puño y las arrojaba al aire una tras otra, esforzándose por conseguir ese fluido movimiento circular que los payasos practican con pelotas, espadas o antorchas encendidas. Pero el crío no tenía ni de lejos la gracia de los payasos y dejaba caer las piedras constantemente, sólo para recogerlas y volver a empezar de inmediato. Después de una docena de repeticiones, se percató de que Jeff estaba mirándolo. Se giró y le devolvió la mirada, y también esto pareció convertirse en una especie de juego, un desafío, ya que ambos se negaban a apartar los ojos. No sería Jeff quien se rindiera, desde luego, pues estaba desfogando toda su frustración y su furia en aquel encuentro, tan concentrado en él que apenas notó que Stacy daba media vuelta y empezaba a alejarse, sus pisadas atenuándose con cada segundo hasta fundirse, al fin, con el silencio.