Decidieron bajar de nuevo al pozo.
Fue idea de Jeff, pero Amy no discutió. Los griegos no acudirían ese día. Ahora todos lo admitían —al menos ante sí mismos—, así que el teléfono, el acaso mítico móvil que los llamaba desde el fondo del pozo, era su única esperanza. Por lo tanto, cuando Jeff propuso hacer un último intento por encontrarlo, Amy lo sorprendió accediendo.
Por supuesto, no podían dejar solo a Pablo. Al principio pensaron en poner a Amy a vigilarlo mientras Eric y Mathias bajaban a Jeff al pozo. Pero Jeff quería que ella lo acompañase. Se proponía hacer una antorcha con la ropa de los arqueólogos, empapándola en tequila, y no sabía cuánto duraría la luz. Dos pares de ojos verían más que uno, dijo, y permitirían hacer una búsqueda metódica y concienzuda.
Amy no quería bajar otra vez al pozo. Pero Jeff no le preguntó qué quería; le estaba diciendo lo que quería él, describiéndolo como una decisión inamovible.
—Podríamos llevarla junto al agujero —sugirió Mathias.
Se refería a la camilla, a Pablo, y todos sopesaron la cuestión durante unos instantes. Hasta que Jeff asintió.
Y eso fue lo que hicieron. Jeff y Mathias levantaron la camilla y cruzaron la cima hasta la boca del pozo, despacio, con cuidado de no sacudir a Pablo. Su cuerpo despedía olores nauseabundos: el ya familiar hedor a pis y caca, la peste a carne quemada de los muñones y ese otro aroma dulzón, el primer y aciago indicio de putrefacción. Nadie dijo nada al respecto. De hecho, nadie decía ya nada sobre Pablo. Seguía inconsciente y tenía peor aspecto que nunca. No eran sólo las piernas lo que evitaba mirar Amy, sino también la cara. Tras matricularse en la Facultad de Medicina había hecho una gira por el campus y vio los cadáveres que diseccionaban los estudiantes. Tenían la piel grisácea, los ojos hundidos y la boca entreabierta. El mismo aspecto que comenzaba a adquirir el rostro de Pablo.
Lo dejaron junto al agujero. El pitido había cesado, pero ahora, en cuanto llegaron, empezó a sonar otra vez, y todos ladearon la cara para mirar a la oscuridad, aguzando el oído.
Sonó nueve veces y paró.
Mathias examinó la cuerda. La desenrolló por completo, extendiéndola en zigzag sobre el pequeño claro y se cercioró de que no hubiera defectos en el cáñamo.
Amy estaba junto al agujero, mirando hacia abajo, tratando de armarse de valor mientras recordaba el rato que había pasado allí con Eric, los dos solos, las mentiras que habían dicho para mantener a raya el miedo. No quería volver, y lo habría dicho si hubiese sabido cómo. Pero ahora que habían cruzado el claro con Pablo, no parecía tener alternativa.
Eric se acuclilló y se tocó la herida de la pierna murmurando para sí:
—Lo cortaremos.
Amy se volvió a mirarlo con asombro, sin saber si había oído bien. Pero Eric empezó a pasearse de nuevo. La enredadera le había comido la mayor parte de la camiseta, dejándola casi en jirones. Estaba cubierto por su propia sangre, con manchas y chorretones por todas partes. Todos tenían mal aspecto, pero nadie superaba a Eric.
Jeff estaba preparando la antorcha. Cogió un palo de la tienda y envolvió el extremo inferior con cinta adhesiva para que el aluminio no se calentase demasiado. En la parte superior enrolló unos vaqueros cortos y una camiseta de algodón, atándolos con fuerza. Amy no entendía cómo funcionaría, pero no dijo nada, pues estaba demasiado cansada para discutir. Si no tenía más remedio que hacer lo que le mandaban, quería acabar cuanto antes.
Mathias se levantó y se secó las manos en el pantalón. La cuerda estaba bien. Todos lo observaron mientras volvía a enrollarla en el tambor del cabrestante. Cuando terminó, Jeff se pasó el lazo por la cabeza y lo ajustó por debajo de las axilas. Llevaba consigo la caja de cerillas, la botella de tequila y la antorcha de aspecto endeble. Mathias y Eric se acercaron al cabrestante y apoyaron todo su peso contra la manivela. Entonces, sin el menor atisbo de duda, Jeff puso el pie en el agujero. Se fue sin decirle nada a Amy, sin explicarle su plan. Lo único que sabía ella era que debía seguirlo. Del resto se enteraría abajo.
Se oyó el familiar chirrido del cabrestante. Mathias y Eric lucharon contra el peso, soltando la cuerda palmo a palmo, sudando por el esfuerzo. Amy se inclinó sobre el agujero y vio cómo Jeff se sumía en la oscuridad, cómo parecía empequeñecerse a medida que se alejaba. Siguió viéndolo durante más tiempo del que había previsto, como si se llevara la luz del sol a las profundidades. Su figura se volvió brumosa, como la de un fantasma, pero ella siguió viéndolo aun cuando habría debido desaparecer por completo. Jeff no le devolvió la mirada, no alzó la cara hacia ella ni una sola vez, sino que mantuvo los ojos fijos abajo, hacia el fondo del pozo.
—Ya casi estamos —dijo Mathias con voz tan baja que era imposible saber a quién se dirigía; quizás a sí mismo.
Amy se volvió, lo miró y echó una ojeada al cabrestante. La cuerda casi se había acabado; faltaban sólo un par de vueltas. Cuando volvió a mirar al pozo, Jeff había desaparecido. La cuerda descendía en la oscuridad, balanceándose ligeramente mientras se desenrollaba, y ella ya no alcanzaba a ver la punta. Venció el impulso de llamar a Jeff, luchando contra la sensación de que había desaparecido de verdad, y no sólo de su vista.
El cabrestante dejó de chirriar por fin. Eric y Mathias se unieron a Amy junto al agujero y los tres miraron hacia abajo.
—¿Todo bien? —gritó Mathias.
—Subid la cuerda —respondió Jeff. Su voz sonó lejana, llena de ecos, diferente.
Mathias volvió a enrollar la cuerda, que sin peso subió muy rápido y con un chirrido diferente, más agudo, un sonido espeluznante, curiosamente parecido a una risa. Amy sintió escalofríos y se abrazó. «Di que no —pensó—. Puedes hacerlo. Dilo sin más». Pero Eric le estaba pasando el lazo, ayudándola a meterse dentro, y ella aún no había hablado. «No es tan difícil —se dijo—. Ya lo hiciste una vez. ¿Por qué no ibas a poder hacerlo de nuevo?» Y con estas palabras en la cabeza dio un paso al vacío y se balanceó en el aire durante unos segundos antes de empezar el lento descenso hacia las profundidades.
De día era diferente. Mejor en algunos sentidos; peor en otros. Se veía mejor, por supuesto: vio el pozo, con las piedras y las maderas empotradas en la pared, la enredadera brotando aquí y allí en forma de largas y serpenteantes hebras, como festivas guirnaldas. Pero, a su vez, la luz acentuó la sensación de tránsito, de que al bajar estaba cruzando una frontera, pasando de un mundo a otro. Era una sensación opresiva. El día convirtiéndose en noche; la visión, en ceguera; la vida, en muerte. Mirar hacia arriba tampoco fue buena idea; sólo empeoró las cosas, pues incluso a una profundidad relativamente escasa, la luz se le antojó increíblemente lejana. Y al igual que Jeff había parecido empequeñecerse mientras descendía, ahora daba la impresión de que el pozo se encogía, amenazando con cerrarse del todo, como una boca devorándola, atrapándola en la tierra. Se cogió con fuerza de la cuerda y se concentró en respirar más despacio, tratando de tranquilizarse. La cuerda estaba húmeda; Amy supuso que por el sudor de Jeff. O quizá por el suyo. Comenzó a balancearse de un extremo al otro del pozo, casi tocando las paredes, y trató de detenerse, pero fue peor, y sintió las tripas revueltas como si estuviera viajando en barco. Todavía tenía sabor a vómito en la boca y esto no ayudó; hizo que pareciera aún más posible, a pesar de su estómago vacío, que vomitase allí mismo, salpicando a Jeff, que la esperaba abajo.
Cerró los ojos.
Misteriosamente, la sensación pasó.
El aire se volvía cada vez más fresco, incluso frío. Amy lo había olvidado; si lo hubiese recordado, se habría puesto un suéter robado de las mochilas de los arqueólogos. Aunque todavía sudaba, ahora empezó a temblar. Sabía que eran los nervios y el miedo.
El chirrido continuó. Cuando volvió a abrir los ojos, vio a Jeff, aunque indistintamente. Estaba y no estaba allí. Era como mirarlo debajo del agua, o a través del humo.
Amy no alcanzaba a verle la cara, pero había algo en su postura que la convenció de que le sonreía. A su pesar —a pesar del miedo, el sudor, los escalofríos y la sensación de malestar general—, le devolvió la sonrisa.
Tocó el fondo del pozo con los pies. La cuerda se aflojó y el chirrido cesó. Fue extraño, pero el súbito silencio la llenó de pánico y sintió una opresión en el pecho.
—Bueno —dijo, sólo por oír su voz, por romper aquella escalofriante quietud—. Aquí estamos.
Jeff la ayudó a quitarse el lazo de cuerda.
—¡Es increíble! —exclamó—. ¿No te parece increíble? ¿A qué profundidad crees que estamos?
Amy no pudo responder, demasiado sorprendida por la emoción y el placer que notó en la voz de su novio. Se dio cuenta de que Jeff estaba disfrutando. A pesar de todo lo que había ocurrido durante las últimas veinticuatro horas, era capaz de sentir satisfacción. Era como un niño con pasiones de niño: las delicias ilícitas de las cosas subterráneas, como las cuevas, los escondites y los túneles secretos.
—Más profundo de lo que he estado en mi vida —añadió—. Sin duda alguna. ¿Treinta metros, tal vez?
—Jeff —dijo ella.
Era extraño, estaban a oscuras, pero también había luz. O un vestigio, un remanente de la luz procedente de arriba. Conforme sus ojos se fueron adaptando a la oscuridad, Amy empezó a ver cada vez mejor: las paredes, el suelo y la cara de Jeff. Vio que la miraba con expresión de intriga.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Busquemos el teléfono, ¿vale?
Jeff asintió con la cabeza.
—Vale.
Amy vio que se acuclillaba y preparaba la antorcha. Le quitó el tapón al tequila y derramó el líquido sobre el nudo de ropa lentamente, para que se empapase bien. Se tomó su tiempo: echó un chorrito, hizo una pausa y echó otro chorrito. Amy podía oler el tequila; estaba tan vacía —hambrienta, sedienta, cansada—, que el olor bastó para que se sintiera ligeramente borracha. Vio una bamba y un calcetín en el suelo del pozo, varios palmos a la derecha de Jeff, y tardó unos minutos en darse cuenta de que pertenecían a Pablo. Los habían olvidado la noche anterior, con las prisas, y ya estaban cubiertos por una fina pelusilla verde. Amy estuvo a punto de agacharse y recogerlos, pensando que Pablo los querría, pero entonces se detuvo, sintiéndose idiota. Y también culpable, porque había esbozado una sonrisa morbosa. Desde luego, Pablo no volvería a necesitar zapatos ni calcetines. Nunca más.
—Anoche había una pala ahí —dijo, y se sorprendió de sus propias palabras. No lo había pensado antes, ni siquiera pensó en la desaparición de la pala hasta que se oyó mencionarla. Señaló la pared del fondo, donde había estado apoyada la herramienta. Ya no estaba allí.
Jeff se volvió y siguió la dirección de su dedo.
—¿Estás segura? —preguntó.
Amy asintió.
—Era de esas que se pliegan.
Jeff miró hacia allí durante unos segundos antes de volver a concentrarse en la antorcha.
—Puede que se la llevara.
—¿Quién?
—La planta.
—¿Por qué?
—Hace un rato, Mathias y yo intentamos cavar un hoyo con una piedra y una piqueta de la tienda. Para hacer una letrina y un pozo donde destilar la orina. Quizá no quieran que lo hagamos.
Amy no respondió. Había tantas cosas cuestionables en esas palabras que experimentó algo parecido al pánico y un zumbido en los oídos. No sabía por dónde empezar.
—¿Sugieres que es capaz de ver? ¿Qué os vio cavando?
Jeff se encogió de hombros.
—Ha de tener algún medio para percibir las cosas. De lo contrario, ¿cómo iba a extenderse para coger el pie de Pablo, como hizo hace un rato?
«Feromonas —pensó Amy—. Reflejos». No quería que la planta fuese capaz de ver, la sola idea la horrorizaba; deseaba que sus acciones fueran automáticas, preconscientes.
—¿Y puede comunicarse? —preguntó.
Jeff terminó de usar la botella y la tapó. La ropa ya estaba saturada de tequila.
—¿A qué te refieres?
—Te vio cavando arriba y avisó a las plantas de aquí abajo para que escondieran la pala. —La idea era tan absurda que estuvo a punto de echarse a reír. Pero algo, ese zumbido en la cabeza, le impidió hacerlo.
—Supongo —respondió Jeff.
—¿Y piensa?
—Seguro.
—Pero…
—Arrancó los letreros. ¿Cómo iba a hacerlo si no…?
—Es una planta, Jeff. Las plantas no ven. No se comunican. No piensan.
—¿Anoche había una pala ahí? —Señaló la pared del pozo.
—Creo que sí. Yo…
—¿Dónde está ahora entonces? —Amy calló. No podía responder—. Si alguien se la llevó, ¿no es lógico pensar que fue la enredadera?
Antes de que pudiera responder, el pitido empezó a sonar otra vez. Procedía de la galería que se abría hacia la izquierda. Jeff encendió una cerilla y la acercó al nudo de ropa. El alcohol pareció atrapar la cerilla, absorber su luz con un sonido de aleteo, y alrededor de la antorcha apareció una nube de fuego azul claro. Jeff levantó la antorcha y la puso delante; emitía un resplandor débil, tenue, que parecía a punto de extinguirse en cualquier momento. Amy supo que no duraría.
—Rápido —dijo Jeff, señalando hacia la galería.
El sonido continuó —ya iba por el tercer pitido—, y los dos avanzaron con rapidez, impacientes por encontrarlo antes de que volviera a parar. Cinco pasos largos y entraron en la galería, donde soplaba una continua brisa fresca que sacudió ligeramente la antorcha en la mano de Jeff. Por un momento Amy sintió miedo de dejar atrás el pequeño cuadrado de cielo azul; ahora el techo era lo bastante bajo para que Jeff tuviera que agacharse. La oscuridad parecía oprimirlos, constreñirlos un poco más a cada paso, como si las paredes y el techo de la galería se movieran hacia dentro. Curiosamente, en aquel lugar la enredadera crecía por todas partes, cubriendo todas las superficies disponibles. Les llegaba a la rodilla y colgaba del techo, rozando la cara de Amy, que si no hubiese estado desesperada por encontrar el móvil, habría dado media vuelta y huido despavorida.
Sonó un cuarto pitido, siempre por delante de ellos, atrayéndolos más y más adentro. Amy advirtió que más adelante había una pared; a pesar de no haberla visto aún, a pesar de la oscuridad, supo que la galería terminaba a unos nueve metros de allí. El pitido producía una especie de eco, pero incluso así le pareció evidente que el teléfono estaba contra la pared del fondo, en el suelo, escondido entre las plantas. Ahora casi corría; la ansiedad por encontrar el teléfono antes de que parase de sonar se unió al terror que le infundía aquel lugar, y la combinación de las dos cosas la empujó a seguir.
Jeff avanzaba más despacio, con cautela. Amy lo estaba dejando atrás, con la antorcha, mientras la enredadera le rozaba el cuerpo suavemente, acariciándola, casi apartándose para dejarla pasar.
—Espera —dijo Jeff, y se detuvo en seco, levantando la antorcha para ver mejor.
Amy no le hizo caso; lo único que quería era llegar, coger el teléfono y largarse. Ahora podía ver la pared, o algo por el estilo: una sombra, un obstáculo, delante de ella.
—Amy —dijo Jeff, ahora en voz más alta, y su voz retumbó contra la pared del fondo.
La joven titubeó, aflojó el paso y se volvió a medias, y entonces se dio cuenta de que la enredadera se movía y ésa era la causa del sentimiento de opresión; no era sólo la creciente oscuridad, ni la galería que se estrechaba. No; eran las flores. Las flores que colgaban del techo, de las paredes, que brotaban del suelo, estaban moviéndose, abriéndose y cerrándose como bocas diminutas. Al percatarse de esto, Amy estuvo a punto de parar. Pero entonces el teléfono sonó por quinta vez, atrayéndola; sabía que no habría muchos pitidos más. Y estaba cerca; contra la pared, supuso. Lo único que tenía que hacer era arrodillarse y…
—¡Amy! —gritó Jeff, sobresaltándola. Se movía otra vez, corriendo hacia ella con la antorcha en la mano—. No…
—Está aquí mismo —dijo Amy, y dio otro paso. Era una tontería, pero quería ser ella quien lo encontrase—. Está…
—¡Para! —gritó Jeff. Y antes de que ella pudiera responder, Jeff apareció a su lado, la cogió del brazo y tiró, obligándola a retroceder. Amy sintió su cara junto a la suya, percibió su calor, le oyó murmurar—: No hay ningún teléfono.
—¿Qué? —preguntó ella, confundida. Justo entonces sonó el sexto pitido, que parecía venir de entre las ramas, a un paso de ellos. Amy trató de soltarse—. Está…
Jeff tiró de ella con brusquedad, haciéndole daño. Se inclinó y le susurró al oído.
—Es la enredadera. Las que emiten el sonido son las flores.
Amy negó con la cabeza. No le creía. No quería creerle.
—No. Está…
Jeff se inclinó y acercó la antorcha a la masa de plantas que se alzaba ante ellos. Los zarcillos temblaron, apartándose del fuego, creando una abertura en el centro. Se movían con tanta rapidez que parecían silbar. Jeff se acuclilló y acercó las llamas a lo que debería ser el suelo pero era en realidad un oscuro vacío, y la corriente se intensificó de repente, agitando el cabello de Amy, confundiéndola. Ahora Jeff sacudía la antorcha de un lado a otro, agrandando el agujero que había hecho, y Amy aún tardó unos segundos en comprender qué era lo que estaba viendo, aquella oscuridad, por qué no había suelo. Era la boca de otro pozo, que la enredadera había ocultado de la vista. Entonces entendió que era una trampa. Los habían estado atrayendo para que cayesen al vacío.
Se oyó un chasquido semejante a un latigazo y un zarcillo se enrolló alrededor de la empuñadura de la antorcha, arrancándosela a Jeff de la mano. Amy la vio caer, titilando, a punto de apagarse, aunque seguía encendida cuando chocó contra el fondo, unos diez metros más abajo. Entonces vio un resplandor blanco —«Huesos», pensó— y algo parecido a una calavera mirándola desde las profundidades. La pala también estaba allí, junto a una masa retorcida dé zarcillos, algo parecido a un nido de serpientes apartándose de la pequeña antorcha que ardía en su centro. Luego las llamas temblaron, se atenuaron y por fin se apagaron.
Todo quedó oscuro, terriblemente oscuro, mucho más de lo que Amy habría creído posible. Por un instante, lo único que oyó fue la respiración de Jeff a su lado y el suave tamborileo de su propio corazón, pero entonces reapareció el zumbido, ahora más alto y penetrante, e incluso antes de que la cogieran supo que el sonido procedía de la enredadera. Los zarcillos parecían brotar de todas partes a la vez, de las paredes, del techo, del suelo, y se le enroscaban alrededor de los brazos, las piernas e incluso el cuello, arrastrándola hacia el pozo.
Amy gritó y luchó por escapar, tirando de las ramas, pero cuando conseguía liberar una extremidad, de inmediato le cogían otra. La enredadera no tenía fuerza suficiente para vencerla de esta manera —se rompía con excesiva facilidad, quemándole la piel con su savia—, pero cada vez había más zarcillos. Amy se dio la vuelta y continuó gritando, ahora presa del pánico y tan desorientada que no sabía en qué dirección estaba la salida y en cuál la entrada de la galería.
—¿Jeff? —llamó, y entonces sintió que su mano tiraba de ella y se dejó llevar, lo siguió mientras los zarcillos los golpeaban a ambos, atenazándolos, quemándolos, arrastrándolos.
Jeff gritó algo, pero ella no le entendió. La llevaba hacia atrás, y ambos tropezaban constantemente, cayendo el uno sobre el otro mientras avanzaban a gatas entre los zarcillos que intentaban detenerlos. Cuando por fin pudieron levantarse, vieron un tenue resplandor y corrieron hacia él, Jeff tirando del brazo de Amy, hasta que los zarcillos quedaron atrás, de nuevo inmóviles y silenciosos.
Amy vio el lazo en el extremo de la cuerda. Y más arriba, la pequeña ventana de cielo. Cuando echó la cabeza atrás, para mirar hacia arriba, distinguió las cabezas de Eric y Mathias.
—¿Jeff? —dijo Mathias.
Jeff no se molestó en responder. Miraba por encima del hombro hacia la boca de la galería, donde ahora sólo había oscuridad y la continua corriente de aire, pero él parecía incapaz de apartar los ojos de allí.
—Átate la cuerda —dijo.
Amy notó que estaba casi sin aliento. Ella también estaba agitada, así que permaneció junto a Jeff durante unos segundos, tratando de recuperarse.
Jeff se agachó y destapó la botella de tequila. Recogió el calcetín de Pablo y lo mojó con el licor.
—¿Qué haces? —susurró Amy.
En la oscura boca de la galería se oyó un sonido como de alguien moviéndose, casi inaudible al principio, pero luego cada vez más fuerte. Jeff empezó a meter el calcetín por el pico de la botella, empujándolo con el dedo índice. Aquel ruido iba aumentando de volumen, y aunque aún era demasiado suave para identificarlo, sonaba curiosamente familiar, como alguien barajando unas cartas; era extraño, horripilante, casi humano.
—Deprisa, Amy.
Ella no rechistó; cogió la cuerda y pasó la cabeza y los brazos por el lazo.
—¿Jeff? —repitió Mathias.
—¡Súbela!
Amy miró hacia arriba. Aún podía ver las cabezas, observándola desde el rectángulo de cielo. Aunque sabía que no podían verla en la oscuridad. Vio que Mathias hacía bocina con las manos:
—¿Qué ha pasado? —gritó.
Jeff trasteaba con las cerillas.
—¡Ahora! —gritó.
El sonido aumentaba de volumen segundo a segundo, y al mismo tiempo se iba haciendo más familiar. Amy sabía lo que era; la información estaba en la cabeza, aunque todavía fuera de su alcance. No quería oír ese ruido ni descubrir qué era. La cuerda se sacudió y el chirrido comenzó de nuevo, descendiendo hacia ella, tapando el otro sonido, el que se resistía a reconocer, y empezó a subir, a elevarse en el aire, con los pies balanceándose por encima del suelo. Jeff ni siquiera la miró. Sus ojos iban de la caja de cerillas a la oscuridad, el origen del sonido que continuaba aumentando de volumen, como empeñado en seguirla hacia la luz, en capturarla, en arrastrarla de nuevo hacia abajo.
Amy vio que Jeff sacudía la mano y encendía una cerilla. La acercó al calcetín de Pablo y el tequila ardió de inmediato, con la misma llama de color azul claro que había producido la antorcha. Jeff se levantó y sostuvo la botella a un lado durante unos segundos, para cerciorarse de que no se apagaría. Luego la arrojó a la galería como si fuera una granada. Amy la oyó estallar, y de la boca del pozo salió una llamarada que iluminó aún más a Jeff.
«Un cóctel molotov», pensó. Se extrañó de haberlo reconocido; imaginó a los polacos arrojándolos con impotencia a los tanques rusos, un gesto desesperado e inútil. Debajo de ella, Jeff estaba totalmente inmóvil, mirando hacia la galería; el fuego ya se extinguía y ella continuaba subiendo sin pausa. Sabía que pronto, muy pronto, lo perdería de vista por completo. Las llamas habrían debido detener ese ruido horrible, el ruido que reconocía aunque no quisiera admitirlo, y al principio lo hizo, pero luego el sonido empezó de nuevo, y aunque esta vez era más suave, pareció envolverla. Amy tardó unos instantes en darse cuenta de que ya no procedía sólo de abajo; ahora salía también de arriba y de los lados. Jeff estaba desapareciendo de la vista, el fuego se apagaba y las sombras lo reclamaban, y cuando Amy alzó los ojos para ver cuánto le faltaba para llegar, un pequeño movimiento atrajo su mirada y la cautivó. Eran las plantas que colgaban de las paredes del pozo, más pálidas y endebles que sus hermanas de arriba. Sus florecillas se abrían y se cerraban. Amy se dio cuenta de que eran ellas las que producían aquel sonido horrible —ahora mucho más suave, insidiosamente suave—, el sonido que ya no tenía más remedio que reconocer y que supuso se oiría en toda la colina.
«Se ríen», pensó.