Stacy estaba sentada con los hombros encorvados debajo de la deshilachada sombrilla, en su pequeño círculo de sombra. Le costaba resistirse al impulso de mirarse la muñeca; tenía que recordarse constantemente que no llevaba el reloj, que lo había olvidado en Cancún, en la habitación del hotel, donde también debería estar ella, pero no estaba. Quizás el reloj tampoco estuviera allí; quizá sus temores se habían hecho realidad al fin y al cabo y la camarera se lo había robado. ¿Dónde estaría en ese caso? Junto con su sombrero, supuso, adornando a una desconocida, a una mujer que reía mientras almorzaba en un restaurante de la playa. Stacy sintió la ausencia de estas posesiones de una forma casi física, como un dolor en el pecho, una añoranza del cuerpo, pero lo que más echaba de menos eran las gafas. Allí había demasiado sol, demasiado resplandor. La cabeza le latía por ese motivo, aunque también por el hambre, la sed, la fatiga y el miedo.

A su espalda, en la cima de la colina, estaban cortándole las piernas a Pablo. Moriría allí; ella no veía otra posibilidad. Pero trató de no pensar tampoco en eso.

Al final no pudo evitarlo: se miró la muñeca. Allí no había nada, desde luego, y de nuevo empezó a dar vueltas alrededor de lo mismo: la mesilla de noche, la camarera, el sombrero, las gafas, la mujer almorzando en la playa. Ésta estaría descansada, limpia y bien alimentada, con una botella de agua junto al codo. Estaría tranquila, despreocupada, alegre. Stacy experimentó una oleada de odio hacia aquella desconocida imaginaria, un odio que enseguida se extendió hacia el crío que le había tocado la teta junto a la estación de autobuses, la perversa camarera —tal vez ficticia— y los mayas sentados enfrente de ella, con sus arcos y flechas. Ahora estaba con ellos un niño, el mismo que los había seguido el día anterior sobre el manillar de la bicicleta, el más pequeño. Estaba sentado en el regazo de una anciana y observaba a Stacy con cara inexpresiva, igual que los demás. Stacy también lo odió a él.

La pálida pelusilla verde de la enredadera le cubría el pantalón, la camiseta y las sandalias. No paraba de sacudírsela, quemándose las manos, pero los diminutos zarcillos volvían a crecer de inmediato. Ya le habían hecho varios agujeros en la camiseta. Uno de ellos, situado encima del ombligo, era grande como un dólar de plata. Stacy sabía que era sólo cuestión de tiempo que su ropa se convirtiese en harapos.

Naturalmente, también detestaba a la planta, si es que era posible detestar a una planta. Detestaba su vivo color verde, sus florecillas rojas, el escozor que le producía la savia en la piel. La odiaba porque era capaz de moverse, por su voracidad y su malevolencia.

Todavía tenía los pies llenos de barro a causa de la caminata del día anterior, y el barro continuaba despidiendo un tufillo a mierda. «Igual que Pablo», pensó Stacy, y su mente regresó a la cima, a lo que estaba sucediendo allí, al cuchillo y la piedra caliente. Se estremeció y cerró los ojos.

Odio y más odio; se hundía, se estaba ahogando en él, y no veía el fondo. Odiaba a Pablo por haber caído en el pozo, por haberse roto la columna, porque estaba a punto de morir. Odiaba a Eric por la herida de la pierna, porque la enredadera se había movido como un gusano debajo de su piel, por el pánico que había visto reflejado en su cara en esos momentos. Odiaba a Jeff por su competencia y su frialdad, por haber recurrido con tanta facilidad al cuchillo y a la piedra ardiente. Odiaba a Amy por no haberlo detenido, y a Mathias por su silencio y sus miradas perdidas, pero sobre todo se odiaba a sí misma.

Abrió los ojos y miró alrededor. Habían pasado un par de minutos, pero todo seguía igual.

Sí; se odiaba a sí misma.

Se odiaba por no saber qué hora era ni cuánto tiempo tendría que seguir sentada allí.

Se odiaba por haber dejado de confiar en que Pablo viviría.

Se odiaba por saber que los griegos no acudirían, ni ese día ni nunca.

Inclinó el paraguas hacia atrás y echó una rápida ojeada al cielo. Sabía que Jeff esperaba que lloviera, contaba con ello. Estaba trabajando para salvarlos; tenía planes, proyectos, estrategias, pero todos tenían el mismo defecto, la misma deficiencia: todos requerían cierto grado de esperanza. Y la lluvia no venía de la esperanza, venía de las nubes; nubes blancas, grises o totalmente negras, daba igual, pero tenían que estar allí para que lloviera. Sin embargo, el cielo se mantenía tercamente azul, de un azul deslumbrante, sin una sola nube a la vista.

No llovería.

Y Stacy se odió también por esa convicción.