Jeff no sabía qué sentir. No; sabía qué pensaba y por ende sabía qué sentía, aunque no lograba armonizar las dos cosas. Todo había salido bien, tal vez incluso mejor de lo previsto. Esto era lo que pensaba. Habían cortado las piernas bastante rápido, ambas a unos centímetros por debajo de la rodilla, salvando la articulación. Habían cauterizado las heridas lo suficiente para que al quitar los torniquetes casi no sangraran; sólo unas gotas, nada importante. Pablo había perdido el conocimiento hacia el final de la operación, al parecer más por la impresión que por otra cosa. Jeff estaba convencido de que no había sido por el dolor, ya que no debía de sentir nada. Sin embargo, había permanecido despierto; fue capaz de levantar la cabeza para ver qué le hacían, y eso explicaba su angustia. Ahora tenía más posibilidades de sobrevivir, pensó Jeff, aunque todavía se encontraba en peligro. Sólo habían logrado alargarle la vida, aunque no demasiado, quizás un día o dos. Pero algo era algo, y Jeff pensó que debía sentirse orgulloso, que había realizado una proeza, una hazaña digna de encomio. Por eso no entendía por qué se sentía tan angustiado, casi incapaz de respirar, como si estuviera conteniendo las lágrimas.

Amy no le ayudaba mucho. Nadie le ayudaba. Mathias parecía eludir su mirada. Estaba sentado junto a las brasas, con los hombros encorvados, completamente absorto en sus pensamientos. Eric había reanudado los paseos y las fastidiosas exploraciones de la pierna y el pecho. Y Amy empezó a atacarlo de inmediato, mientras retiraban los torniquetes y untaban concienzudamente los muñones con la pomada antiséptica, sin molestarse en tratar de entender lo que había hecho.

—¡Dios mío! —exclamó, sobresaltándolo. No la había visto venir—. Joder. ¿Qué coño has hecho? —A Jeff le pareció innecesario contestar. Lo que había hecho era evidente—. Le has cortado las piernas. ¿Cómo puñetas…?

—No teníamos alternativa —dijo Jeff, que estaba inclinado sobre el segundo muñón, aplicándole el gel—. Iba a morir.

—¿Y crees que con esto lo salvarás? ¿Cortándole las piernas con un cuchillo mugriento?

—Lo hemos esterilizado.

—Venga, Jeff. Mira dónde está acostado.

Era verdad, por supuesto: el saco de dormir que habían usado para acolchar la camilla estaba empapado en la orina de Pablo. Jeff se encogió de hombros.

—Le hemos alargado la vida. Si nos rescatan mañana, o incluso pasado mañana…

—¡Le has cortado las piernas! —dijo Amy, casi gritando.

Jeff se volvió a mirarla por fin. Estaba de pie junto a él, quemada por el sol, con la cara sucia de tierra y los pantalones cubiertos con una capa de pelusilla verde de un centímetro. Andrajosa y desesperada, parecía otra persona. Jeff supuso que a todos les pasaría lo mismo, en mayor o menor medida. De hecho, él había dejado de sentirse el Jeff de siempre en las últimas veinticuatro horas. Acababa de usar una piedra y un cuchillo para cortarle las piernas a un hombre… ¿Un amigo?, ¿un desconocido?, no estaba seguro. Ni siquiera sabía el verdadero nombre de Pablo.

—¿Cuántas posibilidades crees que tenía de sobrevivir con los huesos expuestos? —preguntó. Pero Amy no respondió. Estaba mirando al suelo, hacia la derecha, con una expresión extraña—. Responde.

¿Iba a echarse a llorar? Le temblaba la barbilla, y se la tocó con la mano.

—¡Oh, Dios! —murmuró—. ¡Dios santo!

Jeff siguió la dirección de sus ojos. Estaba mirando los miembros amputados, los restos de los pies, los tobillos y las espinillas, los huesos manchados de sangre y todavía sujetos por jirones de carne. Jeff los había arrojado a un lado de la camilla, con la intención de enterrarlos más tarde, cuando terminase de cauterizar los muñones. Pero por lo visto no tendría que hacerlo. La enredadera había enviado al claro un largo zarcillo, que avanzaba serpenteando. Se había enrollado alrededor del pie de Pablo y estaba arrastrando los huesos por el suelo. Mientras Jeff contemplaba la escena, apareció un segundo zarcillo, más rápido que el primero, para reclamar el otro pie.

Ahora miraban todos; también Eric y Mathias. Éste se levantó de repente con el cuchillo en la mano. Fue hasta el primer zarcillo, se inclinó y lo cortó de cuajo. Se giró rápidamente hacia el segundo y lo cortó también. Sin embargo, mientras hacía esto apareció un tercer zarcillo, y luego un cuarto, para coger los huesos. Amy soltó un grito breve y estridente, se llevó una mano a la boca y comenzó a retroceder hacia Jeff. Mathias se inclinaba y cortaba, se inclinaba y cortaba, pero la enredadera seguía acercándose, ahora desde todas partes.

—Déjalo —dijo Jeff.

Mathias le ignoró. Cortaba, pisoteaba y arrancaba los zarcillos, cada vez más rápido, pero la planta se defendía, enroscándosele alrededor de las piernas, obstaculizándole los movimientos.

—Mathias —dijo Jeff. Lo cogió del brazo y tiró de él. Sintió la fuerza del alemán, sus músculos en tensión, esforzándose, pero también su fatiga, su derrota.

Juntos observaron cómo la enredadera se llevaba su presa, doblándose sobre sí misma, el blanco de los huesos penetrando en la verde masa hasta desaparecer por completo.

Los cuatro seguían en la misma posición, petrificados, cuando en el otro extremo de la cima se oyó un zumbido familiar, el timbre de un teléfono móvil sonando con insistencia en el fondo del pozo.