Lo estaban haciendo Jeff y Mathias. Fue una suerte que no pidieran ayuda a Eric, porque éste sabía que sería incapaz de participar. Mientras ellos trabajaban, Eric se paseaba de un extremo al otro del claro, haciendo una pausa de vez en cuando para mirar, pero volviéndose de nuevo casi en el acto, ya que ambos estados, el de ver y el de no ver, se le antojaban igual de insoportables.

Primero volvieron a sujetarlo con los cinturones. Los encontraron en el suelo junto a la camilla; tres serpientes enredadas, abandonadas allí la noche anterior. Jeff y Mathias sólo necesitaron dos para atar al griego por el pecho y la cintura. Durante estos preliminares los ojos de Pablo permanecieron cerrados; de hecho, no los había abierto ni una sola vez desde que paró de gritar por la mañana. Incluso ahora que Jeff trataba de despertarlo para explicarle por señas lo que iban a intentar, el griego se negaba a responder. Tenía la cara crispada, cada parte de ella —la boca, los ojos— firmemente acorazada contra el mundo. Parecía fuera del alcance de todos, como si no estuviera presente. Como si ya no le importase nada, supuso Eric, nada en absoluto.

A continuación prendieron un fuego pequeño, porque no consiguieron encender otro mayor. Usaron tres de los cuadernos de los arqueólogos, una camisa y un pantalón. Arrancaron un par de páginas para empezar y luego añadieron los cuadernos enteros. La ropa la empaparon en tequila. El fuego casi no despedía humo y ardía con una insignificante llama azul. Jeff dejó el cuchillo en medio, junto a la piedra con forma de cabeza de lanza. Mientras estos objetos se calentaban —la piedra crujiendo conforme adquiría un intenso color rojo—, Jeff y Mathias se arrodillaron al lado de Pablo y empezaron a susurrar, señalando primero una pierna y luego la otra, planeando la operación. Jeff parecía súbitamente triste y deprimido, como si estuviese actuando bajo coacción, en contra de su voluntad; si tenía dudas, no permitió que éstas entorpecieran la intervención.

Eric estaba de pie junto a ellos cuando empezaron. Jeff utilizó una toalla que había encontrado en una mochila para sacar la piedra del fuego; se envolvió la mano con ella, como si fuera una manopla, para protegerse del calor. Con rapidez, en un único y fluido movimiento, sacó la piedra, la levantó por encima de su cabeza y se giró hacia la camilla. Luego la dejó caer con todas sus fuerzas sobre la pierna del griego.

Pablo abrió los ojos, sobresaltado, y empezó a gritar de nuevo, retorciéndose y arqueándose bajo las ataduras. Jeff no pareció notarlo; su cara no expresó emoción alguna. Volvió a poner la piedra en el fuego y cogió el cuchillo. También Mathias permaneció inmutable, concentrado en la tarea. Su trabajo consistía en mantener el fuego ardiendo: alimentarlo con cuadernos, si era necesario, añadir alcohol y remover las brasas o avivarlas soplando.

Jeff estaba de cuclillas junto a la camilla, cortando y serrando, con los músculos tensos por el esfuerzo. Al contacto con el cuchillo caliente, la piel de Pablo despedía olor a carne quemada, a comida. Eric echó una ojeada a la pierna del griego por debajo de la rodilla, al hueso astillado y la sangrienta médula que salía de él mientras el cuchillo de Jeff se hendía, cortaba, hurgaba. Vio cómo la mitad inferior de la pierna se separaba del resto, y el pie, el tobillo y la espinilla se convertían en una pieza escindida, amputada, irrecuperable. Jeff se sentó en el suelo, tratando de recobrar el aliento. Pablo seguía gritando y retorciéndose, con los ojos en blanco. Mathias le quitó el cuchillo a Jeff y lo puso de nuevo en el fuego. Jeff se envolvió la mano con la toalla por segunda vez. Cuando iba a coger la piedra ardiente, Eric se volvió con rapidez y comenzó a cruzar el claro. Era incapaz de seguir mirando; tenía que huir.

Pero no había adónde huir, por supuesto. Incluso en el otro extremo de la cima, de espaldas a la escena, podía oír lo que pasaba, el crujido de la piedra al chocar contra la otra pierna y los gritos, que ahora parecían más fuertes y agudos.

Eric no pudo evitar mirar por encima del hombro.

Mathias sujetaba la fuente de horno negra que Jeff había encontrado al pie de la colina, la que decía «peligro». Eric vio que la ponía al fuego. La usarían para cauterizar las heridas del griego, apretándola contra los muñones.

Jeff estaba inclinado sobre la camilla, trabajando con el cuchillo, serruchando rítmicamente, con la camisa empapada en sudor.

Pablo seguía gritando. Y ahora decía algo. Eran palabras incomprensibles, por supuesto, pero Eric supo que eran súplicas, ruegos. Recordó cómo había chocado contra Pablo al saltar en el pozo, la sensación de que el cuerpo del griego se arqueaba bajo su peso. Y cómo Amy y él lo habían subido a la camilla con movimientos torpes, bruscos, llenos de pánico. Sintió la planta moviéndose en su interior, en la pierna y en el pecho; la insistente presión debajo de las costillas, empujando hacia fuera. Todo iba mal, espantosamente mal, y no había forma de detenerlo, no había forma de escapar.

Eric se giró otra vez, pero fue incapaz de permanecer de espaldas. No pudo evitar echar otra ojeada casi de inmediato. Jeff terminó con el cuchillo y lo arrojó al suelo. Eric observó cómo cogía la toalla, se envolvía la mano y se giraba para sacar la fuente de horno del fuego. Ahora Mathias tuvo que ayudarlo. Se acuclilló junto a la camilla y se inclinó para levantar la pierna de Pablo, o lo que quedaba de ella, sujetándola con las dos manos por encima de la rodilla. Pablo lloraba y ahora se dirigía a Jeff y Mathias por su nombre. Pero ninguno de los dos le hizo caso; evitaban mirarlo. La fuente de horno estaba anaranjada y las letras del fondo se veían más oscuras, casi rojas, así que Eric consiguió leer la inscripción incluso mientras Jeff la sacaba de entre las llamas. Vio cómo Jeff se giraba, colocaba la fuente contra el muñón izquierdo de Pablo y apretaba con todas sus fuerzas. Eric oyó el sonido de la carne al quemarse: un crujido, un chisporroteo. También la olió, y se quedó atónito ante la espeluznante reacción de su estómago, que se removió no por las náuseas, sino de hambre.

Se alejó unos pasos y se puso en cuclillas, con los ojos cerrados y las manos sobre los oídos, respirando por la boca. Permaneció así durante un rato que se le antojó eterno, concentrado en la sensación de que tenía la enredadera dentro de su cuerpo —el persistente e incisivo espasmo de la pierna, la presión en el pecho—, e intentó imaginar que se trataba de otra cosa, de algo benigno, un engaño de los sentidos, como insistía Stacy: los latidos del corazón, los músculos cansados, el miedo. Pero no lo consiguió, y tampoco consiguió seguir de espaldas; tuvo que volverse a echar otra ojeada.

Cuando lo hizo, vio que Jeff y Mathias seguían inclinados sobre la camilla. Ahora Jeff apretaba la fuente contra el muñón derecho. El aire se llenó del mismo olor espeluznantemente tentador. Pero ahora había silencio: Pablo ya no gritaba. Por lo visto había perdido el conocimiento.

Entonces oyó unas pisadas que se acercaban. Amy subía por el sendero. Llegó al claro corriendo, sin aliento, con la piel brillante por el sudor.

«Demasiado tarde —pensó Eric. Vio cómo se detenía y se tambaleaba, mirando, viendo lo que pasaba, con una expresión de horror—. Ha llegado demasiado tarde».