Amy estaba haciendo fotos.

Antes de bajar había cogido la cámara como por reflejo, sin una intención consciente; simplemente se la colgó del cuello. Sólo se dio cuenta de que la llevaba consigo a mitad de camino, cuando estaba acuclillada junto al sendero, en ese momento de relajación y lucidez que siguió a la evacuación de la vejiga. Quería fotografiar a los mayas, reunir pruebas de lo que estaba ocurriendo allí, porque los rescatarían —no dejaba de repetírselo—, e inevitablemente habría una investigación, arrestos y un juicio. Lo que significaba que necesitarían pruebas, desde luego, ¿y qué mejor prueba que las fotografías de los responsables del delito?

Comenzó a usar la cámara en cuanto llegó abajo, enfocando la cara de los hombres. Le gustaba esa sensación, esa especie de poder furtivo, la presa volviéndose contra los cazadores. Los castigarían; pasarían el resto de su vida entre rejas. Y Amy contribuiría a encarcelarlos. Mientras enfocaba y apretaba el obturador, imaginó el juicio, la sala abarrotada, los murmullos mientras ella declaraba. Proyectarían sus fotos en una pantalla gigantesca, y ella señalaría al calvo con la pistola en la cintura. «Él era el jefe —diría—. El que no nos dejaba marchar».

Los mayas no le hacían caso. De hecho, casi no la miraban. Sólo cuando pisó el claro, buscando una posición mejor para enfocar a los hombres que se encontraban alrededor del fuego más cercano, dos de ellos se movieron y levantaron el arco. Amy hizo la foto y regresó rápidamente a la zona de la enredadera.

Al cabo de un rato, la sensación de poder comenzó a desvanecerse, y no logró sustituirla por ninguna emoción agradable. El sol seguía subiendo y Amy tenía demasiado calor, demasiada sed, demasiada hambre. Sin embargo, ya había sentido todas esas cosas al llegar, así que el cambio debía de tener otra causa. Sí; era la indiferencia de los mayas al verla allí, haciendo fotos afanosamente, lo que acabó por desmoralizarla. Estaban reunidos en torno a los rescoldos del fuego, algunos dormitando en la linde de la selva, bajo la menguante sombra de los árboles. Conversaban y reían, y uno de ellos le sacaba punta a un palo que acabaría reducido a la nada: era la tarea de un hombre aburrido, una forma de ocupar las manos mientras el tiempo pasaba lentamente. Porque eso era lo que hacían, ¿no? Saltaba a la vista que lo único que hacían era esperar. Y no en vilo, no intrigados por el posible resultado de su vigilia. Esperaban sin emoción aparente, como quien espera la llegada de la noche mirando arder una vela, totalmente seguro de lo que pasará, sabiendo que lo único que lo separa del final de la espera es el propio tiempo.

«¿Y qué significa eso?», se preguntó Amy.

Tal vez los mayas supieran algo de los griegos. Tal vez Juan y Don Quijote hubieran llegado ya, pasado por delante de la entrada del camino y seguido hasta el poblado, sólo para regresar sin mirar hacia la linde de la selva. Ni siquiera se habían planteado esta posibilidad, pero ahora que pensaba en ella, a Amy le pareció evidente, imposible de pasar por alto. De repente se dio cuenta de que los griegos no llegarían, sintió el peso de esa certeza: nadie iría a buscarlos. Si estaba en lo cierto, no había ninguna esperanza. Ni para Pablo, desde luego, ni para los demás. Los mayas lo sabían y de ahí su aburrimiento, su apatía; sabían que sólo tenían que esperar a que los acontecimientos siguieran su curso. Lo único que se requería de ellos era que vigilasen la colina. La sed, el hambre y la enredadera harían el resto, como tantas otras veces.

Amy dejó de sacar fotos. Se sentía mareada, como borracha, y tuvo que sentarse al pie del camino. «Es el calor —se dijo—. El estómago vacío». Pero se engañaba, y lo sabía. El sol y el hambre no tenían nada que ver. Lo que sentía era miedo. Trató de distraerse de este descubrimiento respirando hondo, jugueteando con la cámara. Era un chisme sencillo y barato que había comprado hacía diez años con lo que ganó haciendo de canguro. Jeff le había regalado una cámara digital, pero ella le obligó a devolverla. Le tenía demasiado cariño a la vieja para reemplazarla. No era muy de fiar —la mayoría de las veces sacaba fotos malas, oscuras o sobreexpuestas, y casi siempre movidas—, pero Amy sabía que sólo la cambiaría por otra si la rompía, la perdía o se la robaban. Miró cuántas fotos le quedaban: tres de treinta y seis. Y eso sería todo, porque no había llevado rollos de recambio; no imaginó que estarían fuera el tiempo suficiente para necesitarlos. Era curioso pensar que en toda su vida había hecho un número concreto de fotos, y casi todas con esa cámara. Había un número x de fotos de sus padres, un número x de fotos de monumentos, atardeceres y perros, un número x de fotos de Jeff y Stacy. Y si ahora estaba en lo cierto —si los mayas y Jeff estaban en lo cierto—, era muy probable que sólo le quedasen tres fotos por hacer. Amy trató de decidir cuáles serían. Tendría que usar el temporizador para hacer una del grupo, pensó; todos alrededor de la camilla de Pablo. Otra de ella y Stacy cogidas del brazo, desde luego: la última de la serie. Y luego…

—¿Te encuentras bien?

Amy se volvió y vio a Stacy a su lado, de pie, con la improvisada sombrilla en el hombro. Estaba horrible, demacrada y con el pelo grasiento. Le temblaban la boca y las manos, así que la sombrilla se sacudía como empujada por una suave brisa.

«¿Estoy bien?», pensó Amy, buscando una respuesta sincera. Al mareo le había seguido una extraña sensación de calma, un sentimiento de resignación. Ella no era una luchadora, como Jeff. O puede que no fuera capaz de engañarse tan fácilmente como él. La amenaza de morir allí no la llenaba de una urgencia por hacer cosas; más bien la hacía sentirse agotada, con ganas de echarse a descansar para acelerar el proceso.

—Supongo que sí —respondió. Y luego, viendo que Stacy tenía aspecto de estar peor de como se sentía ella—: ¿Y tú?

Stacy sacudió la cabeza e hizo un gesto hacia la cima de la colina.

—Están… ya sabes… —Dejó la frase en el aire, como si fuese incapaz de encontrar las palabras adecuadas. Se humedeció los labios, que en las últimas horas se habían llenado de profundas grietas; eran los labios de un náufrago, partidos, despellejados—. Han empezado.

—¿Empezado a qué?

—A cortarle las piernas.

—¿De qué hablas? —preguntó Amy. Aunque lo sabía, por supuesto.

—Las piernas de Pablo —murmuró Stacy, arqueando las cejas como si la noticia la sorprendiera también a ella—. Están usando el cuchillo.

Amy se levantó sin saber qué se proponía hacer. Estaba tan aturdida por la sorpresa, que todavía no sentía su reacción. Pero debía de estar sintiendo algo, porque su expresión había cambiado. Vio que Stacy respondía a ella retrocediendo con cara de horror.

—No debí decir que sí, ¿no?

—¿A qué?

—Votamos y yo…

—¿Por qué no me avisaron?

—Porque estabas aquí abajo. Jeff dijo que tu opinión sólo importaría si había un empate. Eric aceptó y yo… —Otra vez la misma expresión de horror, aunque ahora dio un paso al frente y cogió el antebrazo de Amy—. Debí negarme, ¿verdad? Entre tú, Mathias y yo habríamos podido detenerlos.

Amy era incapaz de aceptar que aquello estaba sucediendo. No creía que fuera posible cortarle las piernas a alguien con un cuchillo y no imaginaba que Jeff fuese capaz de intentar una barbaridad semejante. Quizá se limitaran a hablar de ello, quizá todavía estuvieran hablando, en cuyo caso podría detenerlos si corría. Se soltó de la mano de Stacy y dijo:

—Quédate aquí. Vigila por si vienen los griegos, ¿vale?

Stacy asintió, todavía con el miedo en la cara y un temblor intermitente en los músculos de alrededor de la boca. Se sentó en el suelo, dejándose caer en el centro del sendero como si alguien hubiese cortado el hilo que la sujetaba.