Se reunieron de nuevo en el claro.

Primero llegó Mathias, y al cabo de unos instantes lo hizo Jeff. Se sentaron junto a Eric y Stacy, formando un pequeño semicírculo alrededor del cobertizo. Pablo tenía los ojos cerrados y nadie parecía dispuesto a mirarlo, ni siquiera mientras discutían su situación. También evitaban usar su nombre: se limitaban a decir «él» mientras señalaban vagamente hacia su cuerpo destrozado. Amy seguía al pie de la colina, esperando a los demás griegos, pero nadie mencionó su ausencia, ni siquiera cuando comenzaron a hablar y quedó claro que estaban a punto de tomar una decisión trascendental, una decisión terrible. Stacy pensó en ella, se preguntó si deberían ir a buscarla —ella la quería a su lado, cogiéndole la mano mientras discurrían cómo salir de aquel brete—, pero no se atrevió a decir nada. Era incapaz de dar la talla en situaciones como aquélla. El miedo la volvía pasiva y silenciosa. Se acobardaba y esperaba que las cosas malas desaparecieran por sí solas.

Pero ahora querían su opinión. La suya y la de Eric. Si decían que sí, Jeff le cortaría las piernas a Pablo. Algo terrible e inimaginable, pero también, según Jeff, la única esperanza. Por lo tanto, de acuerdo con este razonamiento, si se negaban, no quedaría ninguna esperanza. Era lo que les había dicho Jeff.

Ninguna esperanza: había un precursor de estas palabras, una primera esperanza que era preciso abandonar para arriesgarse a abrigar la segunda. Lo que estaba diciéndoles Jeff era que ese día no los rescatarían. Y Stacy se centró en eso, aunque sabía que debería estar pensando en Pablo; tendrían que pasar otra noche en la tienda naranja, rodeados por la enredadera, que podía moverse y meterse en la pierna de Eric y que, si Jeff estaba en lo cierto, pretendía matarlos a todos. Ella se sentía incapaz de soportarlo.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó. Percibió el miedo en su propia voz, y eso tuvo el efecto de intensificarlo: oírlo la asustó aún más.

—¿Cómo sé qué? —replicó Jeff.

—Que no van a venir.

—Yo no he dicho eso.

—Dijiste…

—Que no parecía probable que fueran a venir hoy.

—Pero…

—Y si no vienen hoy, y no hacemos nada, él… —señaló vagamente hacia el cobertizo— no conseguirá sobrevivir.

—Pero ¿cómo lo sabes?

—Tiene los huesos al aire. Se…

—No. Cómo sabes que no van a venir hoy.

—No se trata de lo que sabemos, sino de lo que no sabemos con seguridad. Se trata del riesgo de esperar en lugar de actuar.

—Así que puede que vengan.

Jeff levantó los brazos en un gesto de exasperación.

—Y puede que no vengan. Ésa es la cuestión.

Hasta Stacy podía ver que no hacían más que dar vueltas alrededor de lo mismo, sin decir nada, arrojándose las palabras mutuamente. Jeff no le daría lo que ella deseaba; de hecho, no podía dárselo. Ella quería que llegaran los griegos o, mejor aún, que ya estuvieran allí, que la rescatasen y la llevaran a un lugar seguro, y Jeff insistía en que era posible que eso no ocurriera, al menos ese día, y que en tal caso tendrían que cortarle las piernas a Pablo.

Para Stacy era obvio que él deseaba cortárselas. Y que Mathias no estaba de acuerdo. Éste se limitaba a escuchar, como de costumbre, esperando que la decisión la tomaran ellos. Stacy deseó que dijera algo, que se esforzara por convencerlos a Eric y a ella de que no aceptaran, porque ella no quería que Jeff lo hiciera, no le parecía una buena idea, aunque no sabía cómo argumentar su postura. Intuía que no podía negarse sin más; tendría que dar explicaciones. Necesitaba que alguien la ayudase, y no había nadie dispuesto a hacerlo. Eric estaba medio borracho, adormilado por el alcohol; se lo veía mucho más tranquilo, desde luego, pero era como si no estuviera presente del todo. Y Amy estaba lejos, al pie de la colina, esperando a los griegos.

—¿Y qué hay de Amy? —preguntó Stacy.

—¿Qué pasa con Amy?

—¿No deberíamos pedirle su opinión?

—Sólo si hay un empate.

—¿Un empate?

—En la votación.

—¿Vamos a votar?

Jeff asintió con un gesto equivalente a un «por supuesto» lleno de impaciencia, como si votar fuera la única acción lógica y no entendiese de qué se sorprendía tanto Stacy.

Pero ella estaba sorprendida. Había pensado que sólo discutían buscando el consenso, y que no harían nada a menos que todos estuvieran de acuerdo. Sin embargo, no sería así; bastaría con el consentimiento de tres de ellos para que Jeff le cortara las piernas a Pablo. Stacy se esforzó por expresar su reticencia con palabras; tartamudeó, buscando una forma de empezar:

—Pero… O sea… No parece…

—Córtaselas —dijo Eric en voz tan alta que la sobresaltó—. Ahora mismo.

Stacy se volvió a mirarlo. De repente parecía sobrio y despierto. Y también vehemente, seguro de sí mismo y de la propuesta que secundaba. Stacy sabía que aun así podía negarse. Podía decir que no, y entonces Jeff tendría que bajar al pie de la colina para consultar a Amy. Probablemente la convencería; incluso si ella se oponía, él acabaría por persuadirla. Era más fuerte que cualquiera de ellos. Los demás estaban cansados, sedientos y ansiosos por marcharse, mientras que él parecía inmune a todas esas cosas. ¿Qué sentido tenía discutir, entonces?

—¿Estás seguro de que es lo mejor? —preguntó.

—Si no hacemos nada, morirá.

Al oír estas palabras, Stacy se estremeció como si acabaran de responsabilizarla de la posible muerte de Pablo, como si ésta pudiera ser culpa suya, algo que habría podido evitar fácilmente.

—Yo no quiero que muera.

—Claro que no —dijo Jeff.

Stacy sintió los ojos de Mathias fijos en ella. La miraba sin pestañear. Quería que se negase; lo sabía. Y habría deseado hacerlo, pero fue incapaz.

—Vale —dijo—. Supongo que deberías cortárselas.