No tenían pala.

Jeff había encontrado una piedra afilada parecida a una gigantesca cabeza de lanza, tan grande que tuvo que ponerse a cuatro patas y usar las dos manos para cavar en el compacto y seco suelo. Mathias usaba una de las piquetas de la tienda azul para romper la tierra, gruñendo cada vez que movía el brazo. Cuando conseguían aflojar una cantidad de tierra considerable, se levantaban para apartarla con el pie; luego hacían una pequeña pausa para recuperar el aliento y enjugarse el sudor de la cara, y volvían a empezar.

Era un trabajo arduo y no estaba saliendo todo lo bien que esperaba Jeff. Éste tenía una imagen en la cabeza: un hoyo de un metro veinte de profundidad y el ancho necesario para que una persona pudiera acuclillarse encima, con paredes de tierra perfectamente perpendiculares. Puede que hubiera leído un libro que describiera algo semejante, o que hubiese visto un diagrama en alguna parte, pero eso no era lo que él y Mathias estaban creando. A una profundidad mínima, las paredes de tierra comenzaron a desmoronarse, así que el hoyo iba ensanchándose conforme se hacía más hondo. Si querían que quedase lo bastante estrecho para que alguien pudiera sentarse encima, tendrían que dejar de cavar cuando adquiriera unos sesenta centímetros de profundidad, con lo cual, naturalmente, no cumpliría su cometido. Una letrina tan superficial no era una letrina, y para eso podían seguir haciendo lo que había hecho Jeff por la mañana: meterse entre las plantas, cagar y cubrir la porquería con un puntapié de despedida.

Mientras pensaba en esto, Jeff se rindió al peso de la evidencia, aceptó lo que habría debido saber desde el principio: su idea era una estupidez. No necesitaban una letrina, ni siquiera una letrina perfecta. En esos momentos, la higiene no era uno de sus problemas prioritarios, y pasara lo que pasase en aquel lugar, ellos estarían en otro sitio mucho antes de que se convirtiera en una necesidad urgente. A salvo, quizás. O muertos. Seguían cavando no porque tuviera lógica, sino porque Jeff luchaba por mantenerse a flote, buscaba un clavo ardiente al que agarrarse, una actividad, cualquier cosa con tal de no sentarse a esperar con impotencia. Cuando se dio cuenta, cuando por fin lo admitió, dejó de cavar y se sentó en el suelo. Mathias lo imitó.

—¿Qué estamos haciendo? —preguntó Jeff.

Mathias se encogió de hombros y señaló el pequeño y contrahecho hoyo que habían conseguido excavar.

—Cavar una letrina.

—¿Acaso servirá de algo?

Mathias negó con la cabeza.

—La verdad es que no —repuso.

Jeff arrojó la piedra al suelo y se limpió las manos en los pantalones. Le escocían las palmas. Aquella maldita pelusilla estaba creciendo otra vez en sus tejanos. Todos la llevaban —en la ropa y en las bambas—, y en un momento u otro Jeff los había visto agacharse para sacudírsela.

—Podríamos usar el hoyo para destilar la orina —sugirió Mathias. Hizo un movimiento con las manos, cubriendo el agujero con una lona imaginaria.

—¿Y eso serviría de algo?

Esta vez Mathias se picó y dijo:

—Oye, fuiste tú quien…

—Ya sé, fue idea mía —le interrumpió Jeff—. Pero ¿cuánta agua conseguiríamos de esa manera?

—No mucha.

—¿La necesaria para compensar la que estamos perdiendo con el sudor mientras cavamos?

—Lo dudo.

Jeff suspiró. Se sentía idiota. ¿Y qué más? Cansado, tal vez, pero sobre todo derrotado. O quizás estuviera desesperado, que era lo peor que podía sentir, lo opuesto a la supervivencia. Fuera lo que fuese, aquel sentimiento lo había invadido y no conseguía librarse de él.

—Si llueve, tendremos agua suficiente —dijo—. Si no llueve, moriremos de sed.

Mathias no respondió. Lo miraba con atención, con los ojos entornados.

—Trataba de buscar una actividad —continuó Jeff—. Algo que hacer para mantenernos ocupados. Para levantar el ánimo. —Sonrió, burlándose de sí mismo—. Hasta había planeado bajar al pozo.

—¿Para qué?

—El pitido. El sonido que parecía el timbre de un móvil.

—No hay queroseno para la lámpara.

—Podríamos hacer una antorcha.

Mathias rio con incredulidad.

—¿Una antorcha?

—Con trapos… Podríamos impregnarlos con tequila.

—¿Lo ves? —dijo Mathias—. ¿No te he dicho que pareces alemán?

—¿Quieres decir que no serviría de nada?

—De nada que justifique el riesgo.

—¿Qué riesgo?

Mathias se encogió de hombros, como si la respuesta fuera evidente.

—Mira a Pablo.

Pablo. Lo peor. Jeff todavía no había mencionado su idea, su plan para salvar al griego, e incluso ahora titubeó, preguntándose hasta qué punto eran puras sus intenciones. Consideró la posibilidad de que nuevamente estuviera buscando actividades para matar el tiempo, pero enseguida la descartó. Si lo intentaban, podrían salvarlo. Estaba convencido de ello.

—¿Crees que sobrevivirá? —preguntó.

Mathias frunció el entrecejo. Cuando habló, su voz sonó ronca y casi inaudible:

—Difícilmente.

—Pero si recibimos ayuda hoy…

—¿Tú piensas que recibiremos ayuda hoy?

Jeff negó con la cabeza, y guardaron silencio durante un rato. Mathias removía la tierra con la piqueta. Jeff estaba armándose de valor. Al final se aclaró la garganta y dijo:

—Quizá podríamos salvarlo.

Mathias siguió removiendo la tierra, sin molestarse en levantar los ojos.

—¿Cómo?

—Podríamos amputarle las piernas.

Mathias se detuvo y esta vez miró a Jeff, sonriendo pero con expresión de duda.

—Bromeas. —Jeff negó con la cabeza—. ¿Quieres cortarle las piernas?

—Morirá si no lo hacemos.

—Sin anestesia.

—No sentiría dolor. Está insensible de cintura para abajo.

—Perdería demasiada sangre.

—Ya le hemos puesto torniquetes. Cortaríamos por debajo.

—¿Con qué? No tienes instrumental quirúrgico y…

—El cuchillo.

—Necesitarías una sierra para huesos. No harás nada con un cuchillo.

—Podríamos romper los huesos, y después cortarlos.

Mathias sacudió la cabeza con expresión de horror. Era la primera emoción que Jeff veía en su cara.

—No, Jeff. Ni hablar.

—Entonces está perdido.

Mathias pasó por alto ese comentario.

—¿Y qué me dices de las infecciones? ¿Usarías un cuchillo sucio?

—Podríamos esterilizarlo.

—No tenemos leña. Ni agua para hervir. Ni una olla, desde luego.

—Hay cosas para quemar: los cuadernos, las mochilas llenas de ropa. Podríamos calentar el cuchillo en las llamas. Iría cauterizando a medida que cortara.

—Lo matarías.

—O lo salvaría, una de las dos cosas. Pero al menos tendría una oportunidad. ¿Prefieres quedarte de brazos cruzados y ver cómo agoniza durante los próximos días? No será rápido. No te engañes.

—Si recibimos ayuda…

—Hoy, Mathias, la ayuda tendría que llegar hoy. Con las piernas destrozadas, pronto se producirá una septicemia. Si es que el proceso no ha empezado ya. Una vez que empieza, nadie puede hacer nada para detenerlo.

Mathias comenzó a remover la tierra de nuevo, con los hombros encorvados.

—Lamento haberos traído aquí —dijo.

Jeff lo silenció con un gesto; no tenía sentido hablar de eso.

—Vinimos por decisión propia.

Mathias suspiró y dejó caer la piqueta.

—No me creo capaz de hacerlo —dijo.

—Lo haré yo.

—Me refiero a dar mi consentimiento. No puedo dar mi consentimiento.

Jeff calló mientras asimilaba esta información. No se lo esperaba; había pensado que Mathias sería el más comprensivo, que incluso le ayudaría a convencer a los demás.

—Entonces deberíamos ayudarlo a morir —dijo Jeff—. Emborracharlo, meterle el tequila por el gaznate y esperar a que muera. Y ya sabes… —Hizo un ademán brusco con el brazo, sacudiéndolo: un golpe. Decirlo con palabras resultaba más difícil de lo que esperaba.

Mathias lo miró fijamente y Jeff se dio cuenta de que no le había entendido. O tal vez no quería entenderle, quería obligarle a decirlo sin rodeos.

—¿Qué? —preguntó.

—Terminar con la agonía. Cortarle el cuello. Asfixiarlo.

—No hablas en serio.

—Si fuera un perro, ¿no lo harías?

—Pero no es un perro.

Jeff levantó las manos con impotencia. ¿Por qué se lo ponía tan difícil? Sólo intentaba ser práctico. Compasivo.

—Tú me entiendes.

No estaba dispuesto a continuar con el tema. Ya había explicado su idea, ¿qué otra cosa podía hacer? De nuevo experimentó la sensación de llevar una carga, un gran peso. El sol estaba ascendiendo. Deberían estar en la tienda, a la sombra; era una tontería seguir a la intemperie, sudando. Pero no hizo ademán de levantarse. Se dio cuenta de que estaba enfurruñado, castigando a Mathias por no aceptar su propuesta. Se odió por esa escena, y odió a Mathias por presenciarla. Deseaba parar, pero no podía.

—¿Has hablado de esto con los demás? —preguntó Mathias.

Jeff negó con la cabeza.

Mathias se sacudió la pelusilla de los tejanos y luego se limpió las manos en la tierra, reflexionando. Al final se levantó.

—Deberíamos votar —dijo—. Si los demás están de acuerdo, yo acataré la decisión de la mayoría.

Y mientras pronunciaba esas palabras comenzó a andar hacia la tienda.