Eric estaba de nuevo en la tienda naranja. Sabía que era una insensatez, que era el peor lugar donde podía estar, pero era incapaz de marcharse. Se sentía flojo, apático y, sin embargo —dentro de esa coraza de abulia—, presa del pánico. Atrapado, fuera de sí, y su presencia en la tienda sólo empeoraba las cosas. Pero Jeff le había ordenado que se pusiera a la sombra y tratara de descansar, y en eso estaba ahora.
Pero tenía la sensación de que no era lo más indicado.
Hacía cada vez más calor; el sol ascendía inexorablemente, calentando el nailon anaranjado, y dentro de poco sería como si la propia tela irradiase luz y calor, en lugar de limitarse a filtrarlos. Eric estaba acostado boca arriba, sudoroso y con el pelo grasiento, tratando de controlar su respiración. Era demasiado rápida e irregular, y creía que si conseguía calmarla, inspirando hondo, llenando el pecho de aire, todo lo demás se compondría a la vez: frenaría el ritmo de su corazón, y quizá también el de sus pensamientos. Porque ése era su principal problema ahora: sus pensamientos se movían demasiado rápido, saltaban, se encabritaban. Sabía que estaba al borde de un ataque de nervios, o tal vez ya había traspasado ese borde. Sufría un ataque de ansiedad y no encontraba la manera de serenarse. La respiración, el corazón y los pensamientos habían escapado inexplicablemente de su control.
No paraba de sentarse para examinarse la pierna, inclinándose, mirando con los ojos entornados, apretando la zona hinchada con un dedo. La planta estaba dentro de él. Mathias la había extirpado, pero aún quedaba algo dentro. Estaba seguro, la sentía, pero los demás se negaban a escucharlo. No le hacían caso, no le creían, y la enredadera empezaba a crecer; a crecer y a comer, y cuando terminase, Eric quedaría igual que Pablo, sin un ápice de carne en las piernas. Ni él ni el griego saldrían con vida de aquel lugar, acabarían en uno de esos montículos que salpicaban la colina.
Había ocurrido en la tienda, así que ¿por qué estaba de nuevo allí? Por culpa de Jeff, que le ordenó que se metiera allí y descansase, como si pudiera descansar. Y todo porque Jeff no le creía. Había dedicado apenas unos segundos a examinarle la pierna, y eso no era suficiente, ni mucho menos; él no la había visto. Claro que tal vez fuera imposible verla por mucho que uno mirase; tal vez el problema era ése. Eric sabía la verdad porque él la sentía; había algo raro dentro de su pierna, algo que se movía y que no formaba parte de él, algo ajeno a sí mismo, con voluntad propia. Ojalá pudiera verlo, ojalá pudieran verlo Jeff y los demás, porque entonces sería más sencillo. No estaría allí, en la tienda, donde había ocurrido todo, donde podía ocurrir otra vez. No debería estar solo.
Se sorprendió a sí mismo poniéndose en pie. Fue cojeando hasta la puerta de la tienda, se agachó y salió a la luz del sol. Stacy estaba junto al cobertizo. Le habían construido una sombrilla pequeña con los palos y la tela que quedaba de la tienda azul, convirtiendo esos desperdicios en una especie de paraguas abollado. Ella estaba sentada debajo, en el suelo, con las piernas cruzadas, en diagonal a Pablo, para poder vigilarlo sin tener que mirarlo. Ya nadie quería mirar a Pablo, y Eric lo entendía; él tampoco quería. Lo que le preocupaba era que los demás parecían empezar a incluirlo dentro de esa zona de fuga visual. Incluso ahora, cuando se sentó al lado de Stacy, ésta siguió mirando hacia otro lado.
Eric le cogió la mano y ella se lo permitió, pero pasivamente, con los músculos relajados, así que fue como sujetar un guante. Permanecieron un rato callados, y en este breve silencio Eric casi consiguió alcanzar un estado parecido a la serenidad. Eran sólo dos personas descansando al sol, ¿por qué no podía ser así de sencillo? Pero el momento de paz no duró; se rompió repentinamente, como un objeto de cristal que se hace añicos contra el suelo, y Eric sintió el corazón en la boca. Su sudor se hizo más profuso, y la mano de Stacy se volvió resbaladiza. Tuvo que contenerse para no levantarse de un salto y pasearse de nuevo. Podía oír la respiración de Pablo —acuosa, enfermiza, como el sonido de un serrucho cortando una lata—, y le echó una mirada rápida, aunque se arrepintió en el acto. La cara del griego había adquirido un extraño tono grisáceo, sus ojos estaban hundidos y cerrados y de su boca pendía un hilo de líquido oscuro que Eric fue incapaz de identificar; tal vez vómito, bilis o sangre. «Alguien debería limpiarlo», pensó, pero no hizo nada al respecto. Y debajo del saco de dormir estaban las piernas de Pablo, desde luego, o lo que quedaba de ellas: los huesos, los coágulos de sangre, los amarillentos tendones. Eric sabía que el griego no sobreviviría de esa manera, descarnado, y deseó que ocurriera lo antes posible, ahora mismo —«Será un alivio, una bendición», pensó—, y todas las pamplinas que la gente suele decir sobre la muerte, con el único fin de consolarse, súbitamente le parecieron verdad. «Hazlo, muérete ya», pensó. Y mientras tanto —sí, inexorable, inevitablemente— la respiración de Pablo continuó su tortuoso curso.
Eric oyó el suave murmullo de las voces de Jeff y Mathias, pero no logró entender lo que decían. Estaban fuera de la vista, en la ladera de la colina, cavando la letrina.
Apretó la mano de Stacy, que aún no lo había mirado.
—Así que… —comenzó, titubeando, no demasiado seguro de que fuera lo mejor—, había un tipo que tenía una planta creciendo dentro de él.
Silencio. «No responderá», pensó. Pero entonces lo hizo.
—Te la sacó —dijo quedamente. Eric tuvo que inclinarse para oírla.
—Deberías decir «pero».
—No estoy jugando. Te digo que te la extirpó. Ya no la tienes dentro.
—Pero la siento.
Finalmente lo miró.
—El hecho de que la sientas no significa que la tengas dentro.
—¿Y si fuera así?
—No podemos hacer nada al respecto.
—O sea que admites que es posible.
—Yo no he dicho eso.
—Pero la siento, Stacy.
—Te digo que sea como sea, no podemos hacer nada aparte de esperar.
—Así que acabaré como Pablo.
—Para, Eric.
—Pero está dentro de mí… en mi sangre. La siento en el pecho.
—Para, por favor.
—Así que moriré aquí.
—Eric.
Eric calló, sorprendido por el cambio en la voz de Stacy. Estaba llorando. ¿Cuándo había empezado a llorar?
—Por favor, para, cariño —dijo Stacy—. ¿Puedes? ¿Puedes tranquilizarte un poco? —Se secó la cara con el dorso de la mano—. Necesito que te tranquilices, de verdad.
Eric no dijo nada. «En el pecho…» ¿De dónde había salido esa idea? Era cierto, aunque no se había dado cuenta hasta que lo dijo. Podía sentir la enredadera dentro de su pecho, una presión sutil pero clara contra el interior de las costillas, empujando hacia fuera.
Stacy le soltó la mano, se levantó y cruzó el claro. Se inclinó sobre la mochila de Pablo, rebuscó en el interior, sacó una botella y la abrió mientras regresaba junto a Eric.
—Aquí tienes —dijo, ofreciéndole el tequila.
Eric no lo cogió.
—Jeff dijo que no debíamos beber.
—Pero Jeff no está aquí, ¿no?
Todavía sin moverse, Eric miró la botella, el líquido ambarino del interior. Pudo oler el tequila, sentir su atracción, que estaba mezclada —de manera ilógica pero inevitable— con su intensa sed. Levantó la mano y cogió la botella. Era la misma de la que habían bebido la tarde anterior, después de la abortada expedición por el lodazal, en un mundo totalmente diferente, habitado por otras versiones de sí mismos, ilesas e inocentes. Recordó a Pablo delante de él, rebosante de alegría, tendiéndole la botella, y con esta imagen en la cabeza —que parecía más un sueño que un recuerdo—, echó la cabeza atrás y apuró un largo trago del licor. Fue demasiado; se atragantó, tosió, y las lágrimas le nublaron fugazmente la vista. Pero también fue agradable; lo necesitaba. Sin esperar a recuperarse —lo único que necesitaba era volver a respirar—, se llevó la botella a la boca de nuevo.
Lo único que había comido desde el día anterior era un minúsculo cuadradito de pan con atún; estaba deshidratado, exhausto, y el tequila le hizo efecto en cuestión de segundos, causándole una placentera sensación de euforia, permitiéndole respirar por fin. La insensibilidad, la obnubilación… fue todo tan rápido como el pinchazo de una aguja en una vena. Se secó la boca con el antebrazo y se sorprendió soltando una carcajada.
Stacy todavía estaba de pie frente a él, con aquel ridículo paraguas apoyado en el hombro, abarcándolo en su círculo de sombra.
—No tanto —dijo, y cuando él levantó la botella para echar otro trago, se inclinó rápidamente y se la quitó de la mano.
La cerró y la guardó en la mochila de Pablo. Después se sentó junto a él y dejó que volviera a cogerle la mano. A Eric le ardía el pecho y le zumbaban los oídos por culpa del tequila. «A lo mejor tienen razón —pensó—, a lo mejor estoy exagerando». Todavía podía sentir algo moviéndose por su pierna como un gusano y aquella extraña opresión en el pecho, pero ahora que el licor había serenado sus tumultuosos pensamientos, comprendió que todas esas cosas no estaban necesariamente relacionadas con la enredadera. Puede que simplemente estuviera asustado, demasiado pendiente de su cuerpo. Si uno presta demasiada atención al cuerpo, siempre encuentra alguna sensación rara.
—Las desdichadas desdichas del desdichado —dijo. Las palabras salieron súbitamente de su boca, sin razón aparente.
—¿Qué? —preguntó Stacy.
Eric sacudió la cabeza e hizo un gesto de indiferencia. Había tres botellas de tequila, y trató de pensar en las horas siguientes, en racionar la bebida gota a gota, como el suero que entraba en la vena desde una bolsa. Los griegos llegarían pronto y todos se salvarían. Lo único que necesitaba era quedarse allí sentado, de la mano con Stacy, y al cabo de unos minutos podría pedirle la botella de nuevo. Pensó que así, sorbo a sorbo, sería capaz de sobrevivir al día.