Todos bebieron un trago de agua. Estaban sentados en círculo en el claro, junto al cobertizo de Pablo, y fueron pasándose la garrafa de plástico. Amy no pensó en su promesa de la noche anterior —su intención de confesar y rechazar la ración matutina—, y aceptó el trago convenido sin el menor remordimiento. Tenía demasiada sed y estaba demasiado ansiosa por quitarse el sabor acre del vómito de la boca.
«Los griegos vendrán pronto», se repetía una y otra vez, mientras imaginaba sus progresos: los dos riendo y haciendo payasadas en la estación de Cancún, comprando los billetes con los nombres impresos —Juan y Don Quijote—; cuánta gracia les haría esto: intercambiarían palmadas y sonreirían con su picardía de costumbre. Después el viaje en autobús, el traqueteo del taxi, la larga caminata por la selva hasta el primer claro. No bajarían al poblado maya, decidió Amy; serían más listos que ellos, encontrarían el segundo sendero y lo recorrerían a paso rápido, quizá cantando. Amy imaginó sus caras de sorpresa cuando salieran de entre los árboles y vieran la colina cubierta de plantas, y a ella, o Jeff, o Stacy o Eric en la base, haciéndoles señas para que se marcharan, explicándoles con mímica el peligro que corrían, el apuro en que se encontraban. Los griegos lo entenderían. Darían media vuelta, correrían hacia la selva y buscarían ayuda. Amy sabía que aún faltaban horas para esto. Era muy temprano. Juan y Don Quijote todavía no habrían llegado a la estación de autobuses; puede que ni siquiera estuvieran despiertos. Pero vendrían. Sí; no importaba si aquella planta era perversa o si, como decía Jeff, podía pensar y estaba planeando cómo destruirlos, porque los griegos los rescatarían pronto. Ya mismo se levantarían de la cama, se ducharían, desayunarían, estudiarían el mapa de Pablo…
Jeff les hizo vaciar las mochilas para hacer un inventario de la comida.
Stacy enseñó las provisiones que habían llevado ella y Eric: dos plátanos semipodridos, una botella de agua de un litro, una bolsa de galletas saladas, una lata pequeña de frutos secos.
Amy abrió la mochila de Jeff y sacó dos botellas de té frío, un par de barritas proteicas, una caja de uvas pasas y una bolsa de plástico llena de uvas demasiado maduras.
Mathias sacó una naranja, una lata de Coca-Cola y un grasiento sándwich de atún.
Todos tenían hambre, desde luego, y podrían haber acabado con las provisiones allí mismo sin quedar satisfechos. Pero Jeff no lo permitiría. Se acuclilló delante del montón de comida y lo miró con el entrecejo fruncido, como si sólo con su poder de concentración pudiera hacerlo crecer —duplicarlo, triplicarlo tal vez—, produciendo milagrosamente suficiente comida para sobrevivir allí el tiempo necesario.
«El tiempo necesario». Amy pensó que era la clase de frase que usaría Jeff, fría y objetiva, y sintió una furia súbita hacia él. Los griegos aparecerían por la tarde. ¿Por qué se negaba tercamente a reconocerlo? Encontrarían la manera de advertirles, de mandarlos a buscar ayuda, y el rescate sería al anochecer. No había necesidad de racionar la comida. Era una medida exagerada y alarmista. Más tarde le tomarían el pelo, pensó Amy, lo imitarían, burlándose de cómo había cogido el sándwich de atún, lo había desenvuelto y cortado en cinco trozos idénticos con el cuchillo. Amy dedicó unos minutos a imaginar la escena: todos en la playa de Cancún, riéndose de Jeff. Ella pondría el índice a dos centímetros y medio del pulgar para describir lo pequeños que habían sido los trozos, ridículamente pequeños —sí, de verdad, no más grandes que una galleta de aperitivo—, tanto que ella se había metido el suyo entero en la boca. Y esto es precisamente lo que hizo ahora, mientras imaginaba esa escena más feliz aún por llegar —al día siguiente, duchados y descansados, tendidos en la playa sobre las coloridas toallas—: abrió la boca, se metió el pequeño cuadrado de sándwich dentro, masticó un par de veces y tragó.
Los demás se entretenían con los suyos —dando minúsculos mordiscos de ratón—, y ella se arrepintió. ¿Por qué no había pensado como ellos en alargar el proceso, en hacer durar aquello que ni siquiera merecía el nombre de aperitivo para convertirlo en algo semejante a una comida? Quería que le devolvieran su ración, que le dieran una nueva, porque ahora encontraría la manera de consumirla más despacio. Pero había desaparecido, perdida para siempre en su estómago, y ahora tenía que esperar allí sentada mientras los demás se recreaban con la suya, picoteando, olfateando, saboreando. De repente sintió ganas de llorar; no, llevaba con ganas de llorar toda la mañana, o incluso más, desde que llegaron a la colina, pero ahora se habían intensificado. Nadaba para mantenerse a flote en aguas cada vez más profundas y al mismo tiempo intentaba fingir que no pasaba nada, pero estaba agotada por el esfuerzo —de nadar, de fingir— y no sabía cuánto tiempo podría aguantar. Quería más comida y más agua, quería volver a casa, quería que Pablo no estuviera tendido debajo del cobertizo con las piernas descarnadas. Quería eso y mucho más, pero todo era imposible, así que seguía nadando y fingiendo, y sabía que en cualquier momento le resultaría demasiado, que tendría que dejar de nadar, dejar de fingir, y abandonarse, ahogarse.
Se pasaron la garrafa y cada uno bebió otro sorbo de agua para bajar la comida.
—¿Y qué hay de Pablo? —preguntó Mathias.
Jeff miró hacia el cobertizo.
—No creo que pueda comer nada.
Mathias negó con la cabeza.
—Me refiero a su mochila.
Miraron alrededor, buscando la mochila de Pablo. Estaba cerca de Jeff, que la cogió, la abrió, sacó tres botellas de tequila, y le dio la vuelta, sacudiéndola. Cayeron unos sobrecitos de celofán: galletitas saladas. Stacy rio y Amy la imitó. Fue un alivio. Se sintió bien, casi normal. La risa le aclaró la mente y le levantó el ánimo. Tres botellas de tequila… ¿En qué estaría pensando Pablo? ¿Adónde creía que iban? Amy deseó seguir riendo, hacer durar el momento como los demás habían hecho con su miserable porción del sándwich de atún, pero fue demasiado escurridizo, demasiado rápido. Stacy paró, y ella no podía seguir sola, así que calló y miró cómo Jeff guardaba las botellas y añadía las galletas a la pequeña reserva de provisiones. Notó que estaba haciendo cálculos mentalmente, decidiendo qué debían comer y cuándo. Primero los alimentos perecederos, supuso, los plátanos, las uvas y la naranja, que repartiría en bocados. En su boca, el sabor del atún estaba mezclándose con el resabio del vómito. Le dolía el estómago y se sentía extrañamente hinchada, pero quería más comida. Para ella era obvio que no bastaba con lo que les había dado Jeff. Tendría que ofrecerles algo más: una galleta, un gajo de naranja, un puñado de uvas.
Amy miró alrededor, al amplio círculo que habían formado. Eric no formaba parte de él: de nuevo iba y venía, paseándose con nerviosismo, y sólo se detenía de vez en cuando para examinarse la herida. Mathias miraba a Jeff, que estaba ordenando la comida, y Stacy se deleitaba con su último y miserable bocado de sándwich: se lo metió en la boca y luego masticó durante largo rato con los ojos cerrados. Los griegos llegarían pronto —en unas cuantas horas—, así que era ridículo que estuviesen racionando la comida de esa manera, y alguien tenía que decirlo. Pero Amy sabía que no serían los demás. No, como de costumbre, tendría que ser ella, la quejica, la protestona, la tiquismiquis.
—Uno de nosotros debería bajar a esperar a los griegos —dijo Jeff—. Y he pensado que deberíamos cavar una letrina… Ahora, antes de que el sol suba más. Y…
—¿Sólo nos toca esto? —preguntó Amy.
Jeff levantó los ojos y la miró. No sabía de qué hablaba.
Amy señaló la comida.
—Para comer —añadió.
Él asintió. Una inclinación breve y brusca de la cabeza. Por lo visto, la pregunta no merecía ni siquiera una respuesta hablada. No habría discusiones ni debate. Amy se volvió hacia los demás, buscando apoyo, pero era como si no la hubiesen oído. Todos miraban a Jeff, esperando que continuara. Jeff titubeó por un instante con la mirada fija en Amy, como para cerciorarse de que había terminado de hablar. Y había acabado. Se encogió de hombros, miró hacia otro lado, se sometió a la voluntad del grupo. Era una cobarde, y lo sabía. Se quejaba, se enfurruñaba, pero era incapaz de rebelarse.
—Mathias y yo cavaremos la letrina —prosiguió Jeff—; Eric debería tratar de descansar un poco a la sombra, en la tienda. —Miró a Stacy y Amy—. Eso significa que una de vosotras tendrá que bajar a la colina para vigilar, mientras la otra se queda con Pablo.
Amy notó que Stacy no prestaba atención. Aún estaba saboreando el atún, con los ojos cerrados. Aparte del hambre, la sed y el malestar general, ahora Amy tomó conciencia de una apremiante necesidad de hacer pis. Se había aguantado durante toda la mañana porque no quería volver a mear en la botella, esperando la oportunidad para esconderse y hacerlo en cualquier parte. Eso, y nada más que eso, fue lo que la indujo a hablar; no pensó en lo que supondría estar al pie de la colina sola, con los mayas al otro lado del pequeño claro de tierra yerma. No; se limitó a imaginarse en cuclillas en el camino, fuera de la vista de los demás, un pequeño charco de pis formándose lentamente a sus pies.
—Iré yo —dijo.
Jeff dio su aprobación con una inclinación de la cabeza.
—Ponte el sombrero. Y las gafas de sol. E intenta no moverte demasiado. Deberíamos esperar un par de horas antes de volver a beber agua.
Amy se dio cuenta de que la estaba despidiendo. Se levantó, todavía pensando sólo en su vejiga y en el alivio que le esperaba cuesta abajo. Se puso el sombrero y las gafas de sol, se colgó la cámara al cuello y empezó a cruzar el claro. Acababa de empezar a bajar por el sendero cuando Jeff la llamó:
—¡Amy! —Ella se volvió. Jeff se había levantado y corría a su encuentro. Cuando llegó a su lado, la cogió del codo y dijo en voz baja—: Si ves una oportunidad de escapar, no lo dudes, aprovéchala.
Amy no respondió. No tenía intención de escapar; le parecía una idea absurda, un riesgo innecesario. Los griegos llegarían pronto. En ese mismo momento debían de estar levantándose, duchándose o preparando las mochilas.
—Lo único que tienes que hacer es correr e internarte unos metros en la selva —añadió Jeff—. Luego tírate al suelo. La vegetación es tan espesa que difícilmente te verán. Espera un poco y después sigue adelante. Pero con cuidado, cuando te mueves es cuando tienen más posibilidades de verte.
—No pienso huir, Jeff.
—Lo digo sólo por si tienes la…
—Van a venir los griegos. ¿Por qué iba a tratar de escapar? —Ahora fue Jeff quien no dijo nada. Se limitó a mirarla con cara inexpresiva—. Te comportas como si no fueran a venir. No nos dejas comer, ni beber ni…
—No sabemos si vendrán.
—Por supuesto que vendrán.
—Y si vienen, no podemos estar seguros de que no acabarán aquí con nosotros.
Amy sacudió la cabeza como si esa posibilidad fuera demasiado absurda para considerarla siquiera.
—No lo permitiré —dijo. Jeff calló de nuevo. Esta vez su cara se crispó ligeramente—. Les advertiré que no se acerquen.
Jeff continuó mirándola en silencio durante un rato, y ella lo vio debatirse, contemplar la idea de añadir algo y abandonarla, sólo para considerarla otra vez. Cuando por fin habló, lo hizo en voz aún más baja, casi un murmullo:
—Esto es muy grave, Amy. Lo sabes, ¿no?
—Sí.
—Si sólo fuera cuestión de esperar, no me preocuparía demasiado. Por difícil que resulte, creo que conseguiríamos sobrevivir. Tal vez Pablo no, pero los demás sí. Tarde o temprano vendrá alguien… Sólo tendríamos que aguantar hasta entonces. Y no sería fácil. Pasaríamos hambre y sed y tal vez a Eric se le infectaría la rodilla, pero al final todo saldría bien, ¿no crees? —Amy asintió—. Pero ahora no se trata sólo de esperar.
Amy no respondió. Entendía lo que quería decir, pero no tenía valor para reconocerlo.
Jeff no le quitó la mirada de encima, obligándola a mirarlo a los ojos.
—¿Sabes a qué me refiero?
—A la enredadera.
Él asintió.
—Tratará de matarnos. Igual que a esas otras personas. Y cuanto más tiempo nos quedemos aquí, más oportunidades tendrá de hacerlo.
Amy miró al vacío. Había visto lo que era capaz de hacer la planta. La había visto acercarse a ella reptando, para absorber el pequeño charco de vómito. Había visto las piernas descarnadas de Pablo. Sin embargo, todo eso se apartaba tanto de las leyes naturales que consideraba inmutables, de lo que sabía que podían hacer las plantas, que era incapaz de aceptarlo. Habían ocurrido cosas extrañas —cosas espeluznantes—, y ella las había visto con sus propios ojos, pero aun así no acababa de creerlas. Al mirar ahora hacia la vegetación enmarañada y retorcida, con las hojas verde oscuro y las flores de color rojo sangre, no sintió miedo. Le aterrorizaban los mayas, con sus arcos y pistolas, y la idea de quedarse sin bebida y comida. Pero en su cabeza la planta seguía siendo una planta, y era incapaz de temerla, aun sabiendo que debería hacerlo. No podía creer que fuese a matarla.
Regresó a su refugio:
—Los griegos llegarán pronto.
Jeff suspiró. Ella se dio cuenta de que lo había decepcionado, de que esta vez tampoco había dado la talla. Pero era incapaz de hacer otra cosa —no podía ser mejor, ni más valiente, ni más lista de lo que era— y advirtió que Jeff estaba pensando lo mismo, resignándose a la incompetencia de ella. Le apartó la mano del codo.
—Ten cuidado, ¿vale? —dijo—. Estate atenta. Si pasa algo, grita lo más alto que puedas e iremos corriendo.
Con esas palabras de despedida, la envió hacia el pie de la colina.