Después de todo lo que habían visto hacer a la planta desde el amanecer —meterse en la pierna de Eric, devorar la carne de Pablo, reptar por el claro para sorber el vómito de Amy—, a Stacy no le sorprendieron las revelaciones de Jeff. Las escuchó con una extraña sensación de indiferencia; su única emoción visible era una ligera irritación ante Eric, que continuaba paseándose por el claro sin prestar atención a Jeff y a su historia. Ella quería que se sentara, que dejara de obsesionarse por la presencia de la planta en el interior de su cuerpo, la cual, en opinión de Stacy, era completamente imaginaria. La enredadera no estaba dentro de su cuerpo; la sola idea le parecía ridícula, gratuitamente aterradora. Sin embargo, sus intentos por tranquilizar a Eric resultaban infructuosos. Seguía paseándose y deteniéndose de vez en cuando para tocarse la herida con expresión de dolor. La única alternativa era esforzarse para no hacerle caso.

La enredadera era la razón de su cautividad allí: ésa era la esencia de lo que estaba diciéndoles Jeff. Los mayas habían conseguido formar un claro al pie de la colina sembrando el suelo con sal, todo con la intención de aislar a la planta. La teoría de Jeff era que la enredadera se reproducía por contacto. Cuando la tocaban, recogían las semillas, las esporas, o lo que fuese que le sirviese de medio de reproducción, y si cruzaban el claro, se las llevarían consigo. Por eso los mayas no los dejaban salir de la colina.

—¿Y los pájaros? —preguntó Mathias—. ¿No…?

—No hay pájaros —interrumpió Jeff—. ¿No lo has notado? Ni pájaros ni insectos; ningún ser vivo aparte de nosotros y la planta.

Todos miraron alrededor, como si buscasen algo con que refutar esta declaración.

—Pero ¿cómo saben que no deben acercarse? —preguntó Stacy. Se imaginó a los mayas deteniendo a los pájaros, las moscas y los mosquitos como habían hecho con ellos seis, el calvo alzando el arma hacia los pequeños seres, gritándoles para mantenerlos a raya. ¿Cómo era posible que los pájaros se dieran cuenta de que debían volver atrás y ella no?

—La evolución —respondió Jeff—. Los que vinieron a la colina murieron. Los que presintieron que debían evitarla sobrevivieron.

—¿Todos? —preguntó Amy con evidente incredulidad.

Jeff se encogió de hombros.

—Mira. —Su camisa tenía botones de plástico en los bolsillos. Arrancó uno y lo arrojó contra la enredadera.

Hubo un movimiento ondulante, una bruma verde.

—¿Veis lo rápida que es? —preguntó. Parecía extrañamente complacido, como si estuviera orgulloso de las habilidades de la planta—. Imaginad que en lugar de una piedra fuese un pájaro. O una mosca. No tendría ninguna oportunidad.

Nadie dijo nada; miraban la vegetación como si esperasen que volviera a moverse. Stacy recordó aquel largo brazo balanceándose hacia ella por el claro y el sonido de succión que había hecho al absorber el vómito de Amy. Entonces cayó en la cuenta de que contenía la respiración, y eso la estaba mareando. Tenía que acordarse de exhalar… inhalar… exhalar…

Jeff arrancó el botón del otro bolsillo y también lo arrojó. Otra vez hubo una vertiginosa agitación.

—Pero hay algo asombroso —continuó. Esta vez se llevó la mano al cuello, arrancó el tercer botón y lo lanzó contra la enredadera.

No pasó nada.

—¿Lo veis? —Les sonrió. Otra vez parecía orgulloso; era incapaz de evitarlo—. Aprende —añadió—. Piensa.

—¿Qué dices? —exclamó Amy, como ofendida por las palabras de Jeff. O quizás aterrorizada, porque su voz se quebró.

—Arrancó mis letreros.

—¿Sugieres que sabe leer?

—Lo que digo es que sabía lo que yo estaba haciendo. Sabía que tenía que deshacerse de los letreros si quería matarnos; a nosotros y a quienquiera que aparezca por aquí. Igual que se deshizo de esto. —Dio un puntapié a la fuente metálica con la palabra ¡PELIGRO! en el fondo.

Amy rio.

Pero fue la única. Nadie la imitó. Stacy había escuchado todo lo que dijo Jeff, pero era incapaz de asimilar sus palabras, de entender que las estaba usando en sentido literal. «Las plantas se inclinan hacia la luz», pensó. Incluso, milagrosamente, recordó el nombre de este reflejo —una rápida remembranza de la biología del instituto, el olor a tiza y a formol, los pegajosos bultos de chicle seco debajo del pupitre—, una pequeña burbuja subiendo hacia la superficie de su mente, rompiéndose con un sonido explosivo: fototropismo. Las flores se abren por la mañana y se cierran por la noche; las raíces buscan el agua. Era extraño, inquietante, misterioso, pero no era lo mismo que pensar.

—Eso es absurdo —dijo Amy—. Las plantas no tienen cerebro. No piensan.

—Crece sobre casi todo, ¿no? Sobre cualquier material orgánico, ¿eh? —Jeff señaló la pelusilla verde que había brotado en sus tejanos. Amy asintió—. Entonces, ¿por qué la cuerda estaba limpia?

—No lo estaba. Por eso se rompió. La enredadera…

—Pero ¿por qué quedaban restos de la cuerda? Esa cosa devoró la carne de las piernas de Pablo en una sola noche. ¿Por qué no se comió también la cuerda?

Amy frunció el entrecejo. Era obvio que ignoraba la respuesta.

—Era una trampa —dijo Jeff—. ¿No lo veis? Dejó la cuerda, porque sabía que quienquiera que viniese acabaría explorando el pozo. Entonces podía quemar la cuerda y…

Amy alzó las manos en un gesto de incredulidad.

—¡Es una planta, Jeff! Las plantas no son conscientes. No…

—Mira —interrumpió Jeff. Se metió las manos en los bolsillos y los vació en el suelo. Había cuatro pasaportes, dos pares de gafas, anillos, pendientes y un collar—. Están todos muertos. Esto es lo único que queda de ellos. Esto y sus huesos. Y yo digo que lo hizo la enredadera. Los mató. Y ahora mismo, mientras hablamos, está haciendo planes para matarnos a nosotros también.

Amy sacudió la cabeza con vehemencia.

—No los mató la enredadera; fueron los mayas. Trataron de huir y los mayas se los cargaron. La planta sólo se apoderó de los cuerpos una vez que murieron. Para eso no necesita pensar. No…

—Mira a tu alrededor, Amy.

Amy dio una vuelta en redondo, observando el claro. La imitaron todos, incluso Eric.

—¿Qué? —preguntó la joven, alzando las manos.

Jeff cruzó el claro y se metió entre la vegetación. A unos doce pasos del borde había uno de esos extraños montículos que llegaban hasta la cintura. Se inclinó y empezó a arrancar ramas. «Se quemará», pensó Amy, aunque era evidente que a él no le importaba. Mientras Jeff despejaba la zona, Amy empezó a ver manchas de color crema debajo de la masa verde. «Piedras», pensó, aunque incluso mientras pronunciaba la palabra en su mente sabía que no eran piedras. Jeff llegó al centro del montículo, sacó un objeto aproximadamente esférico y se lo enseñó. Stacy no quería verlo: ésta fue la única explicación que encontró a su incomprensible tardanza en reconocer algo tan fácil de identificar, la sonriente imagen de Halloween, la bandera pirata ondeando en el mástil del brazo de Jeff, el pobre Yorick con su gracia infinita. Lo que les enseñaba era una calavera. Tuvo que repetir la palabra en su mente varias veces para poder asimilarla, para convencerse de que era verdad: «Una calavera, una calavera, una calavera…»

Luego Jeff movió el brazo hacia la cima de la colina y todas las cabezas se giraron a la vez para seguir el gesto. Stacy vio que los montículos estaban por todas partes. Empezó a contarlos, pero al ver cuántos le quedaban cuando llegó al noveno, se acobardó y paró.

—Los ha matado a todos —dijo Jeff. Volvió junto a ellos, limpiándose las manos en el pantalón—. Fue la enredadera, no los mayas. Los mató a todos, uno a uno.

Eric había dejado de pasearse por fin.

—Tenemos que escapar —dijo.

Todos se volvieron hacia él. Sacudía la mano frenéticamente, como si acabara de pillársela con un cajón y tratase de calmar el dolor. Tal era su nerviosismo, su ansiedad.

—Podemos fabricar escudos. Y tal vez lanzas. Y cargar contra ellos todos a la vez. Podemos…

Jeff le interrumpió casi con desprecio:

—Tienen armas de fuego —dijo—. Dos, por lo menos, pero quizá más. Y nosotros sólo somos cinco. ¿Y con…? ¿Cuánto? ¿Unos veinte kilómetros por delante para llegar a un lugar seguro? Y Pablo…

La mano de Eric se movía cada vez más rápido, desdibujándose y produciendo un chasquido.

—¡No podemos quedarnos aquí sentados sin hacer nada!

—Eric…

—¡Está dentro de mí!

Eric sacudió la cabeza con firmeza. Su voz también sonó firme, sorprendentemente firme.

—No es verdad —dijo Jeff—. Quizá te lo parezca, pero no la tienes dentro. Te lo prometo.

Naturalmente, Eric no tenía ningún motivo para creerle. Lo único que pretendía Jeff era tranquilizarlo; incluso Stacy se dio cuenta. Pero por lo visto funcionó, y ella vio cómo Eric se daba por vencido y sus músculos se relajaban. Se sentó en el suelo con las rodillas apretadas contra el pecho y cerró los ojos. Pero Stacy sabía que no duraría; sabía que pronto se levantaría y volvería a pasearse por el claro. Porque incluso mientras Jeff se giraba, pensando que había resuelto este problema y podía ocuparse del siguiente, vio que la mano de Eric descendía de nuevo hacia la espinilla, la herida, la pequeña hinchazón alrededor de los bordes.