Jeff los encontró a los cuatro sentados en el pequeño claro, junto a la tienda anaranjada. Cuando lo vieron, todos empezaron a hablar a la vez.
Amy parecía a punto de llorar.
—¿Qué haces aquí? —preguntaba una y otra vez.
Había tardado tanto en volver, que todos pensaban que se las había ingeniado para escapar, que burlaría a los guardias apostados al pie de la colina y se internaría en la selva, camino de Cobá, para regresar con ayuda. Habían comentado esta posibilidad de manera tan exhaustiva, imaginando las distintas etapas del viaje y el factor tiempo —¿podría parar un coche cuando llegara a la carretera, o tendría que recorrer los dieciséis kilómetros a pie? ¿La policía acudiría de inmediato, o necesitarían tiempo para organizar un destacamento lo bastante numeroso para vencer a los mayas?—, que Amy parecía haberse abierto camino por el brumoso territorio de lo posible para instalarse en el de lo probable, mucho más claro y con límites más definidos. La huida de Jeff no era algo que podría estar ocurriendo; era algo que había ocurrido.
La misma pregunta una y otra vez:
—¿Qué haces aquí?
Cuando le explicó que bajó al pie de la colina y dio toda la vuelta por el borde del claro, ella lo miró como si no le entendiera, como si acabara de decirle que se había pasado la mañana jugando al tenis con los mayas.
A Eric le pasaba algo. No paraba de levantarse y pasearse, cojeando, y enseguida se sentaba otra vez, con la pierna herida extendida. Ahora llevaba pantalones cortos, Jeff supuso que robados de una de las mochilas. Permanecía un rato sentado, balanceándose ligeramente mientras se miraba la costra de sangre en la rodilla y la espinilla, sólo para levantarse bruscamente de nuevo y hablar, hablar y hablar. La planta estaba dentro de él: eso era lo que decía, lo que repetía sin dirigirse a nadie en particular, como si no esperase una respuesta, como si le pareciera imposible que se la dieran. Se la habían quitado, pero seguía dentro.
Stacy contó a Jeff cómo la enredadera se había metido en la herida de Eric mientras éste dormía y cómo Mathias tuvo que extirparla con el cuchillo. Al principio parecía más tranquila que los otros, sorprendentemente tranquila. Pero luego cambió de tema a mitad de una frase.
—Vendrán hoy, ¿no? —dijo con voz baja y apremiante.
—¿Quiénes?
—Los griegos.
—No lo sé —empezó Jeff—. Yo… —Entonces vio la expresión de la joven, el temblor de su cara, el pánico, y se corrigió—. Es posible. Tal vez esta tarde.
—Tienen que venir.
—Si no es hoy, entonces…
Stacy lo interrumpió, subiendo la voz:
—No podemos pasar otra noche aquí, Jeff. Tienen que venir hoy.
Jeff calló y la miró con asombro.
Stacy dedicó un momento a observar los paseos y murmullos de Eric. Después se inclinó hacia Jeff y le tocó el brazo:
—La planta se mueve —susurró. Mientras hablaba echó una ojeada al pequeño muro de vegetación que rodeaba el claro, como si temiera que pudiera oírla—. Amy vomitó y la planta se acercó. —Imitó a una serpiente con el brazo—. Se acercó y se bebió el vómito.
Jeff notó que todos lo miraban como si esperasen que lo negara todo, que dijera que eso era imposible. Pero se limitó a asentir. Sabía que la planta podía moverse. De hecho, sabía muchas cosas más.
Obligó a Eric a sentarse para examinarle la pierna. La herida se había cerrado de nuevo; la costra era de color rojo oscuro, casi negro, y la piel de alrededor estaba inflamada, notablemente caliente. Y debajo había otra herida, perpendicular a la primera y paralela a la espinilla, de modo que parecía que alguien hubiese tallado una T en la carne del joven.
—Parece que está bien —dijo Jeff. Sólo intentaba tranquilizar a Eric; en realidad, no creía que la herida tuviera buen aspecto. La pierna de Eric estaba brillante, porque le habían untado los cortes con el antiséptico del botiquín, y había motas de polvo pegadas al gel—. ¿Por qué no lo vendasteis? —preguntó.
—Lo intentamos —respondió Stacy—. Pero se quita la venda. Dice que quiere ver el corte.
—¿Por qué?
—Si no la vigilo, esa cosa empezará a crecer una y otra vez —dijo Eric.
—Pero te la sacaste. ¿Cómo iba a…?
—Sólo sacamos el trozo más grande. El resto está dentro de mí. Puedo sentirlo. —Se señaló la espinilla—. ¿Ves lo hinchado que está?
—La hinchazón es natural, Eric. Se produce siempre que hay un corte.
Eric desechó esa idea con un movimiento de la mano y su voz adquirió un dejo ansioso.
—¡Y una mierda! ¡Está creciendo dentro de mí! —Se levantó y empezó a pasearse de nuevo por el claro, cojeando—. Tengo que salir de aquí. Necesito ir a un hospital.
Jeff lo miró, sorprendido por su agitación. Amy todavía parecía a punto de echarse a llorar. Stacy se restregaba las manos.
Mathias se había puesto una camisa de color verde oscuro que debía de haber encontrado en una mochila. No había dicho ni una palabra, pero finalmente dijo algo con la voz serena de siempre y su casi imperceptible acento alemán:
—Y eso no es lo peor. —Se volvió para mirar a Pablo.
Pablo; Jeff se había olvidado de él. Al llegar a la cima echó una ojeada rápida al cobertizo y vio al griego muy quieto, con los ojos cerrados —«Estupendo; duerme», pensó—; y luego Amy había empezado a repetir su extraña pregunta —¿qué haces aquí?—, y Stacy a preocuparse por la llegada de los griegos, y Eric a insistir en que la enredadera estaba creciendo dentro de él, y todo aquel absurdo caos lo había distraído, apartando su mente de donde tenía que estar.
«Lo peor».
Jeff se dirigió al cobertizo. Mathias lo siguió y los demás los miraron desde el otro extremo del claro, como si tuvieran miedo de acercarse. Pablo estaba tendido en la camilla, con el saco de dormir sobre las piernas. Su aspecto no había variado, así que Jeff no entendió por qué tenía el extraño presentimiento de que le acechaba un peligro. Pero lo tenía: la sensación de un peligro inminente, una opresión en el pecho.
—¿Qué? —preguntó.
Mathias se agachó y retiró con cuidado el saco de dormir.
Durante unos minutos interminables, Jeff fue incapaz de asimilar lo que ocurría. Lo miraba, lo veía, pero no aceptaba la información que le ofrecían sus ojos.
«Lo peor».
No era posible. ¿Cómo iba a ser posible?
La carne había desaparecido casi por completo de las piernas de Pablo, de la rodilla para abajo. Lo único que quedaba eran huesos, tendones, cartílago y grandes coágulos de sangre negra. Mathias y los demás habían atado un par de torniquetes alrededor de los muslos del griego, obturando la arteria femoral. Habían usado las tiras de nailon de la tienda azul. Jeff se agachó para examinar los torniquetes; era una estratagema para escapar, para no tener que mirar los huesos expuestos, lo reconocía. Necesitaba ocupar su mente por un momento, distraerla, darle tiempo para acostumbrarse a este nuevo horror. Nunca había atado un torniquete, pero había leído sobre ellos y sabía cómo hacerlos, al menos en teoría. Había que aflojarlos a intervalos regulares y luego volver a apretarlos, pero Jeff no recordaba el tiempo exacto de cada fase ni para qué servían esas maniobras.
Suponía que no tenía importancia.
No: sabía que no tenía importancia.
—¿La enredadera? —preguntó.
Mathias asintió.
—Cuando arrancamos los zarcillos, empezó a sangrar a chorros. De un modo u otro la planta contenía la hemorragia. Pero cuando se la quitamos… —Imitó un surtidor con las manos.
Pablo tenía los ojos cerrados, como si estuviera dormido, pero sus manos parecían crispadas y la piel que recubría los nudillos estaba tensa y blanca.
—¿Está consciente? —preguntó Jeff.
Mathias se encogió de hombros.
—Es difícil asegurarlo. Al principio gritó, pero de repente paró y cerró los ojos. Ha estado sacudiendo la cabeza y chilló una vez. Pero no ha vuelto a abrir los ojos.
Pablo desprendía un olor curiosamente dulce, y nauseabundo una vez que uno lo notaba. Jeff sabía que era gangrena. Las piernas del griego comenzaban a pudrirse. Necesitaba una operación, necesitaba ir a un hospital… y lo antes posible. Para que sobreviviese, tendrían que recibir ayuda antes del anochecer. De lo contrario pasarían los días siguientes contemplando la agonía de Pablo.
O tal vez hubiera una tercera opción.
Jeff estaba bastante seguro de que nadie los auxiliaría antes del anochecer. Y no quería sentarse a ver morir a Pablo. Pero la tercera opción… Sabía que los demás aún no estaban preparados para ella, no podrían aceptarla ni en teoría ni en la práctica. Y si quería intentarlo, necesitaría ayuda, desde luego.
En consecuencia, regresó con la idea de prepararlos, de endurecerlos, dando la espalda al cuerpo mutilado de Pablo, y comenzó a hablar de los descubrimientos que había hecho esa mañana.