Eric había parado de gritar al oír los chillidos de Stacy. Le escocían las manos, las piernas y los pies por la savia de la planta, y aún tenía aquel zarcillo de ocho centímetros dentro, bajo la piel, apenas a la izquierda de la espinilla, paralelo a ella. «Se mueve», pensó. Aunque tal vez fueran movimientos de su cuerpo, espasmos musculares. Lo único que sabía era que quería quitárselo y que para extirparlo, para separarlo de la carne, necesitaba un cuchillo.

Pero ¿qué pasaba fuera? ¿Por qué gritaba Stacy?

La llamó a gritos:

—¿Stacy?

Entonces, un instante después, Mathias entró en la tienda con el cuchillo en la mano y la cara crispada. Crispada de miedo, pensó Eric.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Qué está pasando?

Mathias no respondió. Estaba examinando el cuerpo de Eric.

—Enséñame —dijo.

Eric le señaló la herida. Mathias se agachó y escrutó la larga protuberancia en la piel. Se movía como un gusano, como si intentase cavar un túnel dentro de Eric. Fuera, Stacy había callado por fin.

Mathias levantó el cuchillo.

—¿Quieres hacerlo tú? —preguntó—. ¿O prefieres que lo haga yo?

—Tú.

—Te dolerá.

—Lo sé.

—No está esterilizado.

—Por favor, Mathias. Hazlo de una vez.

—Puede que no consigamos detener la hemorragia.

Eric se dio cuenta de que no eran los músculos. Era la planta: el zarcillo se movía por voluntad propia, enterrándose cada vez más en la pierna, como si presintiera la proximidad del cuchillo. Sintió el corte y gritó, tratando de apartarse, pero Mathias no se lo permitió y lo sujetó con el peso de su cuerpo. Eric cerró los ojos. La hoja del cuchillo se hundió un poco más, produciéndole la extraña sensación de una cremallera que se abría, y entonces sintió los dedos de Mathias dentro de él, cogiendo el zarcillo y arrancándolo. Lo arrojó lejos, hacia los objetos apilados junto a la pared del fondo. Eric lo oyó chocar viscosamente contra el suelo de tela.

—Ay, Dios —dijo—. Joder.

Sintió que Mathias le presionaba la herida, tratando de contener el nuevo chorro de sangre, y abrió los ojos. Mathias tenía la espalda desnuda; se había quitado la camiseta para vendarle la pierna.

—Tranquilo —dijo—. Ya está.

Permanecieron inmóviles durante varios minutos, ambos tratando de recuperar el aliento y Mathias usando todo su peso para restañar la herida. Eric pensó que Stacy vendría a ver qué le pasaba, pero no lo hizo. Oyó llorar a Pablo. No había señales de las chicas.

—¿Qué pasó? —preguntó por fin—. ¿Qué ha pasado ahí fuera?

Mathias no respondió. Eric lo intentó de nuevo.

—¿Por qué gritaba Stacy?

—Es terrible.

—¿El qué?

—Tienes que verlo. No puedo… —Mathias sacudió la cabeza—. No sabría cómo describirlo.

Eric hizo una pausa, tratando de asimilar aquellas palabras, de encontrarles un sentido.

—¿Es Pablo? —Mathias asintió—. ¿Se encuentra bien? —Mathias negó con la cabeza—. ¿Qué le pasa?

Mathias hizo un ademán vago con la mano y Eric sintió una opresión de impotencia en el pecho. Deseaba ver la cara del alemán.

—Dímelo de una vez —insistió.

Mathias se levantó. Tenía la camiseta en la mano, hecha una bola y oscurecida por la sangre de Eric. Le tendió la mano.

—¿Puedes levantarte?

Eric lo intentó. Todavía le sangraba la pierna, y le costó apoyar el peso sobre ella. Consiguió levantarse, aunque casi de inmediato estuvo a un tris de caerse. Mathias lo sostuvo, enderezándolo, y lo ayudó a salir de la tienda.