Stacy había abierto los ojos al oír los gritos. Eric se retorcía a su lado, obviamente desesperado, y tardó unos instantes en darse cuenta de que no eran suyos los gritos que resonaban en la tienda. El ruido procedía de fuera. Era Pablo. Pablo gritaba. Y, sin embargo, a Eric también le pasaba algo. Estaba apoyado sobre el codo, mirándose las piernas, sacudiéndolas y diciendo:
—Ay, mierda, ay, Dios mío, Dios santo.
Repetía lo mismo una y otra vez mientras Pablo gritaba, y Stacy no entendía nada. Amy estaba del otro lado, desperezándose, y parecía aún más confundida que ella.
Los tres estaban solos en la tienda. No había señales de Jeff ni de Mathias.
La enredadera había cubierto la pierna izquierda de Eric.
—¿Qué pasa? —preguntó Stacy.
Eric no pareció escucharla. Se incorporó un poco más y comenzó a tirar de la planta, luchando por liberarse. Al tirar de las hojas, las aplastaba y las rompía, y la savia comenzó a quemarlo, y a quemar también a Stacy cuando intentó ayudarlo. Un zarcillo se había enroscado alrededor de su pierna izquierda, trepando hasta el pubis.
«El semen —pensó Stacy, recordando la paja de la noche anterior—. La atrajo el semen».
Porque era cierto: la planta no envolvía sólo la pierna de Eric, sino también su pene y sus testículos. Eric luchaba por soltarse, ahora con desesperación, repitiendo las mismas palabras:
—Ay, mierda; ay, Dios mío; ay, Dios santo.
Los gritos de Pablo eran aún más potentes si cabe, y las paredes de la tienda parecían temblar. Ahora Stacy oyó gritar también a Mathias. Los llamaba, pensó, pero era incapaz de concentrarse en eso, sólo lo percibió de una manera vaga mientras seguía tirando de la enredadera con las manos ya no sólo quemadas, sino laceradas, y las yemas de los dedos sangrantes. Amy se levantó, corrió hacia la puerta, la abrió y salió. Dejó la cremallera abierta y por la abertura entró un chorro de luz, haciendo que Stacy, incluso en medio de aquel caos, se volviera brutalmente consciente de su sed. Tenía la boca algodonosa y la garganta hinchada, cuarteada.
No era sólo por el semen, pensó. También era por la sangre. La planta parecía haberse pegado como una sanguijuela a la herida de la rodilla.
Fuera, Pablo dejó de gritar de repente.
—¡Está dentro de mí! —gritó Eric—. ¡Joder, está dentro de mí!
Y era verdad. La planta se las había ingeniado de alguna manera para meterse dentro de la herida, abriéndola, ensanchándola, atravesando el cuerpo. Stacy vio un zarcillo debajo de la piel, una protuberancia de unos ocho centímetros de largo, como un dedo largo tanteando el terreno. Eric trató de extraerlo, pero lo hizo con demasiado miedo, con demasiada brusquedad, y el zarcillo se rompió y despidió más savia, quemándolo, dejando aquel dedo adherido debajo de la piel.
Eric empezó a chillar. Al principio eran sólo gritos de dolor, pero luego añadió palabras:
—¡Coge el cuchillo!
Stacy no se movió. Estaba demasiado sorprendida. Se quedó mirándolo. La enredadera estaba dentro de él, debajo de la piel. ¿Se movía?
—¡Trae el puto cuchillo! —gritó Eric.
Ella se levantó y corrió hacia la puerta de la tienda.