Jeff estaba al pie de la colina, demasiado lejos para oír los gritos. Poco antes del amanecer, había salido de la tienda y meado en la botella. Cuando terminó, la botella estaba medio llena. Más tarde, cuando saliera el sol, cavarían un pozo para destilar la orina. Jeff estaba convencido de que funcionaría, aunque todavía tenía la sensación de que se le escapaba un detalle importante. Pero al menos eso los mantendría ocupados durante unas horas, los distraería del hambre y la sed.

Tapó la botella, la dejó en el suelo y fue al pequeño cobertizo. Mathias estaba sentado junto a él con las piernas cruzadas y lo saludó con la cabeza cuando se acercó. Todavía no había luz, pero la oscuridad comenzaba a desvanecerse. Jeff pudo ver la cara de Mathias, el rastrojo de barba que le crecía en los carrillos. También vio a Pablo, inconsciente en la camilla, con un saco de dormir sobre las piernas; de hecho, pudo verlo lo suficientemente bien para apreciar los estragos en su cara, las mejillas hundidas, las sombrías ojeras, la boca relajada. Se sentó junto a Mathias y permanecieron un rato en silencio. Lo que más le gustaba del alemán era esa discreción, el hecho de que siempre esperaba que el otro dijera la primera palabra. Era fácil tratar con él. No fingía; era exactamente lo que parecía ser.

—Parece que está bastante mal, ¿no?

Mathias recorrió el cuerpo de Pablo con la mirada, hasta detenerse en la cara. Asintió con la cabeza.

Jeff se tocó el cabello. Estaba grasiento y le pringó los dedos. Su cuerpo despedía un olor ácido, rancio. Deseó darse una ducha con una urgencia súbita, casi insoportable, un sentimiento infantil de frustración, de saber que no conseguiría lo que quería por mucho que se esforzarse para conseguirlo. Arrinconó ese sentimiento, esa nostalgia, obligándose a concentrarse en lo que había, más que en lo que deseaba que hubiera: el aquí y ahora en su cruel extremismo. Tenía la boca seca y la lengua hinchada. Pensó en la garrafa de agua, pero sabía que debía esperar a que despertase todo el mundo. Este pensamiento lo condujo inevitablemente al recuerdo de Amy y su furtiva fechoría nocturna. Tendría que hablar con ella; no podía seguir haciendo cosas como ésa. O quizá no; quizá debía pasarlo por alto. Intentó pensar en una manera de aludir al robo indirectamente, pero estaba cansado, sucio y sediento, y su mente se negó a ayudarle. A su padre se le daba bien contar historias en lugar de sermonear. Sólo después uno se daba cuenta de que había querido decir «No mientas», o «No tiene nada de malo sentir miedo», o «Haz lo que debas, aunque no te convenga». Pero su padre no estaba allí, por supuesto, y Jeff no era como él; no sabía ser sutil. Al pensar en esto lo invadió una súbita emoción y echó de menos a sus padres más que a la inalcanzable ducha; deseó que estuvieran allí, que solucionaran las cosas. Tenía veintidós años y durante las nueve décimas partes de su vida había sido un niño; aún podía volver atrás y tocar ese lugar. De hecho, le asustó comprobar lo cerca que se encontraba. Sabía que comportarse como un crío, esperar a que alguien lo salvara, sería una forma tan fácil de morir como otra cualquiera.

Decidió que no diría nada. Sólo hablaría en caso de que Amy mencionara el tema.

Le habló a Mathias del sistema para destilar orina en un hoyo cubierto con tela impermeable. De cómo recoger el rocío con trapos atados alrededor de las piernas.

—Ahora sería el momento —dijo—. Justo antes de la salida del sol.

Mathias se volvió hacia el este. No era cierto que los minutos inmediatamente anteriores al amanecer fueran los más oscuros del día, como decían algunos. Ya estaba más claro, el cielo se había vuelto grisáceo, y aún no había señales del sol.

—O tal vez no —prosiguió Jeff—. Tal vez deberíamos esperar. Dejar que todo el mundo descanse. Tenemos suficiente agua para hoy. Y puede que llueva.

Mathias hizo un gesto ambiguo, entre el asentimiento y el encogimiento de hombros, y ninguno de los dos habló durante un minuto. Jeff escuchó la respiración de Pablo. Era demasiado densa, como viscosa por la flema. Si estuviera en el hospital, estarían metiéndole toda clase de antibióticos y succionándole la mucosidad para despejar las vías respiratorias. Así de mal sonaba.

—Supongo que deberíamos poner un letrero —dijo Jeff—. Por las dudas. Por si vienen los griegos y no nos damos cuenta. Una calavera con unos huesos cruzados, por ejemplo.

Mathias río en voz baja.

—Pareces alemán.

—¿Qué quieres decir?

—Siempre haces lo más práctico, aunque no sirva para nada.

—¿Crees que un letrero no serviría de nada?

—¿Acaso una calavera con unos huesos cruzados te habría detenido ayer, cuando subimos la colina?

Jeff consideró la pregunta, frunciendo el entrecejo.

—Pero merece la pena intentarlo, ¿no? O sea, podría detener a otros, incluso si no nos hubiera detenido a nosotros.

Mathias rio otra vez.

Ja, Herr Jeff. Desde luego. Ve a dibujar tu letrero. —Lo echó con un ademán—. Gehen. Ve.

Jeff se levantó y se fue. Junto al pozo estaban los objetos que habían sacado de la tienda azul: las mochilas, la radio, la cámara, el botiquín de primeros auxilios, el frisbee, la cantimplora vacía, las libretas de espiral. Jeff revisó primero una mochila y luego la otra, hasta que encontró un bolígrafo negro. Se lo llevó junto con un cuaderno al otro extremo de la cima, donde estaban los restos de la precipitada construcción del cobertizo. De ahí cogió la cinta adhesiva y un palo de aluminio de un metro de longitud. Mathias lo miró sonriendo y cabeceando, pero no dijo nada. Estaba aclarando, y Jeff sabía que faltaba poco para la salida del sol. Mientras bajaba por el sendero vio los fuegos de los mayas, temblando lánguidamente al otro lado del claro.

A medio camino sintió una necesidad urgente, apremiante, de defecar. Dejó todo lo que llevaba en las manos, se metió entre las plantas y se bajó rápidamente los pantalones. No era diarrea, pero casi. La mierda salió a chorros, serpenteante, y formó una pequeña pila a sus pies. Despedía un olor intenso que le dio náuseas. Tenía que limpiarse, pero no sabía con qué. Estaba rodeado por la enredadera, con sus brillantes hojas planas, pero Jeff sabía que cuando se las aplastaba soltaban una savia ácida. Regresó al sendero arrastrando los pies y medio encogido, todavía con los pantalones bajados, y arrancó una hoja de la libreta. La hizo una bola y la restregó con energía. Tendrían que cavar una letrina en la ladera de la colina, pensó, en la dirección del viento. Podrían dejar una libreta al lado, para limpiarse con el papel.

Al fin despuntaba el alba. Era una vista extraordinaria, rosa claro y rosa oscuro sobre una línea verde. Jeff la contempló en cuclillas, con el papel manchado de caca todavía en la mano. De repente, en un instante, el sol pareció saltar por encima del horizonte; un sol amarillo pálido, centelleante, demasiado brillante para mirarlo.

Cuando volvía a la zona de las plantas para tapar su caca con tierra —subiéndose los pantalones, tanteando la cremallera—, notó un escozor en los dedos. La creciente luz le permitió ver que una pelusilla verde cubría sus tejanos. Y también sus bambas. Se dio cuenta de que era la enredadera; durante la noche, había echado raíces en su ropa, que ahora estaba cubierta por unos retoños tan diminutos —diáfanos, traslúcidos, prácticamente invisibles— que parecían más un hongo que una planta. Cuando Jeff los sacudió, se rompieron y desprendieron su corrosiva savia, quemándole las manos. Miró aquella pelusilla verde durante un rato, intrigado. El hecho de que la enredadera creciese tan rápido parecía extraordinario, un descubrimiento importante, y sin embargo, ¿qué significaba? Era incapaz de pensar, de sacar conclusiones, así que se dio por vencido. Se obligó a mirar hacia otro lado y a continuar con las actividades del día. Arrojó el papel sobre la pequeña pila de mierda. La tierra era demasiado compacta para desprenderla con el pie, de manera que se agachó y la rompió con una piedra, sudando por el esfuerzo. Consiguió sacar un par de puñados de tierra amarilla y los arrojó sobre la porquería, tapándola a medias, sofocando el olor. Era suficiente.

Después volvió al sendero, se agachó para recoger el boli, la cinta adhesiva, la libreta y el palo de aluminio. Cuando iba a girarse para reiniciar el descenso, dudó un instante y pensó: «Debería haber moscas. ¿Por qué no hay moscas?» Se acuclilló otra vez, intrigado, mirando hacia la mierda semienterrada como si esperase que los insectos aparecieran con retraso, zumbando y revoloteando. Pero no lo hicieron y la mente de Jeff continuó discurriendo a toda velocidad, sin pausa, como un ladrón registrando un escritorio, abriendo los cajones y arrojando el contenido al suelo.

«No sólo aquí, sino también sobre Pablo. Debería haber moscas revoloteando sobre su piel, atraídas por el olor. Y mosquitos. Y jejenes. ¿Dónde están?»

El sol seguía ascendiendo. Y la temperatura aumentaba rápidamente.

«Igual es por los pájaros. Puede que se hayan comido todos los insectos».

Se incorporó y miró alrededor, buscando a los pájaros, tratando de oírlos cantar. Ya deberían estar despiertos, revoloteando, saludando al amanecer. Pero nada. Ni movimientos ni sonidos. Allí no había moscas, ni mosquitos, ni jejenes ni pájaros.

«Excrementos», pensó y miró las plantas que le rodeaban, buscando las típicas cagadas blancas o amarillas de pájaro entre las flores rojas y las hojas planas con forma de mano. Pero tampoco encontró nada.

«A lo mejor viven en agujeros, excavan los nidos en la tierra con el pico».

Recordó haber leído sobre unas aves que hacían algo así, y casi pudo ver aquellos especímenes de color tierra, con garras y pico ganchudo. Pero no había señales de túneles de tierra o agujeros sombríos.

Vio una piedrecilla perfectamente redonda, no más grande que un arándano, se agachó a recogerla y se la metió en la boca. También había leído que los que se perdían en el desierto a veces chupaban piedras para combatir la sed. Ésta tenía un sabor ácido, más fuerte de lo que esperaba, y estuvo a punto de escupirla, pero resistió el impulso y la empujó con la lengua hacia abajo del labio inferior, como si fuese tabaco de mascar.

Había que respirar por la nariz, y no por la boca, porque de ese modo se perdía menos humedad.

Había que evitar hablar a menos que fuera absolutamente necesario.

Había que restringir la comida y abstenerse de consumir alcohol.

Había que sentarse a la sombra, a por lo menos treinta centímetros del suelo, porque la tierra actuaba como un radiador y absorbía la energía del cuerpo.

¿Qué más? Demasiadas cosas para recordar, demasiados aspectos que considerar, y allí no había nadie para ayudarle.

La noche anterior había oído pájaros. Jeff estaba convencido de ello. Sintió la tentación de ir a buscar los nidos al otro lado de la colina, pero sabía que eso tendría que esperar, que no era importante. Primero el letrero. Luego volvería a la tienda para racionar la comida y el agua del día. Luego cavaría el hoyo para destilar la orina y la letrina; tendrían que excavar antes de que el calor se volviera insoportable. Después podría buscar pájaros y huevos y preparar trampas. Era crucial que no se agobiaran ni actuaran impulsivamente. Una tarea detrás de la otra; sólo así conseguirían salir de aquélla.

Miró hacia abajo.

Cuatro mayas, tres hombres y una mujer, lo esperaban al pie del sendero. Estaban acuclillados en torno a los rescoldos del fuego. Le vieron acercarse, y los hombres se levantaron para coger sus armas. Uno de ellos era el calvo de la pistola, el primero que trató de detenerlos. Ahora llevaba el arma en la mano, colgando despreocupadamente a un lado, pero lista para levantarla en cualquier momento. Para apuntar y disparar. Sus dos acompañantes iban armados con arcos, con la flecha preparada pero la cuerda todavía floja. Jeff vio que en la linde de la selva había media docena de mayas más, envueltos en mantas y con la cara oculta bajo el sombrero de paja, durmiendo. Uno de ellos se movió, como si presintiera la proximidad de Jeff. Sacudió al que estaba al lado, y ambos se levantaron para mirar.

Jeff se detuvo al pie del sendero y dejó todo en el suelo. Se acuclilló de espaldas a los mayas.

Sintió un aleteo de miedo —no podía dejar de imaginar los arcos levantados, las flechas preparadas—, pero pensó que así resultaría menos amenazador. Arrancó la última página de la libreta, destapó el boli y comenzó a dibujar el primer letrero, una calavera con unos huesos cruzados, un símbolo claro, sencillo y convenientemente aciago. Lo repasó una y otra vez con el boli, hasta que quedó lo bastante oscuro.

Arrancó otra hoja y escribió SOS.

En la tercera puso AUXILIO.

Y en la cuarta, PELIGRO.

Recogió una piedra del tamaño de una pelota de béisbol y la usó para clavar el palo de aluminio en la tierra, justo al borde del claro, bloqueando el camino. A continuación pegó los letreros, uno debajo del otro, y se volvió a observar la reacción de los mayas. Los que estaban entre los árboles se habían acostado otra vez, con el sombrero en la cara, y la mujer del fuego le daba la espalda. Avivaba el rescoldo con la mano izquierda mientras con la derecha apoyaba una olla de hierro sobre el trípode; el desayuno, supuso Jeff. Los otros tres seguían mirándolo, pero con una actitud más despreocupada. Casi parecían sonreír, y con jovialidad, pensó Jeff. ¿O también con aire burlón? Jeff se volvió y dio un par de golpes más al palo. Alguien tendría que bajar y sentarse allí por la tarde, después de que el autobús llegase a Cobá, pero por el momento bastaba con eso. Era sólo una precaución, por si los griegos se las ingeniaban para llegar antes de lo previsto. Por si hacían autostop, por ejemplo. O alquilaban un coche.

Jeff recogió el bolígrafo, el cuaderno y el rollo de cinta adhesiva y se giró para empezar a subir la cuesta, pero entonces cambió de idea. Dejó todo en el suelo otra vez y, con paso titubeante, con sumo cuidado, bajó al borde del claro levantando las manos. Los mayas alzaron las armas. Jeff señaló hacia la derecha, tratando de explicarles que sólo pretendía caminar por el borde del claro, muy cerca de la enredadera, y que no tenía intención de huir. Los mayas lo miraron fijamente, con los arcos preparados y apuntándole al pecho con la pistola, pero no dijeron ni hicieron nada para detenerlo, cosa que Jeff interpretó como una autorización.

Los mayas lo siguieron, dejando el sendero sin vigilancia. Cuando habían recorrido unos doce metros, el hombre de la pistola le gritó algo a la mujer que estaba a su espalda, y ella dejó de cocinar para ir a despertar de un puntapié a uno de los durmientes. Éste se sentó y se restregó los ojos. Miró a Jeff durante un largo instante y despertó a un compañero. Cogieron los arcos, se levantaron y se dirigieron hacia el fuego con aire soñoliento.

Jeff continuó andando por el borde del claro, seguido por los mayas con las armas en alto. Su mente se dispersó otra vez: la letrina, el hoyo para destilar la orina, Amy robando agua. Se preguntó si sus letreros tendrían algún significado para los griegos, o si éstos pasarían de largo, sin hacerles el menor caso. Miró al cielo, ahora azul claro y totalmente despejado, y se preguntó si por la tarde aparecerían nubes y caerían los chaparrones de rigor, breves pero fuertes, incomprensiblemente ausentes el día anterior. Trató de pensar en cómo recogerían el agua si por fin llovía; supuso que podrían usar los restos de la tienda azul, construir un gigantesco embudo de nailon que desembocara… ¿dónde? No tenía sentido juntar agua si no podían almacenarla; necesitaban recipientes, botellas, vasijas. Y éste era el problema que estaba considerando cuando vio el primer montículo de plantas hasta la cintura y se dio cuenta por fin de por qué había bajado al borde del claro, qué buscaba allí y qué sabía que encontraría indefectiblemente, aunque se resistiera a admitirlo.

El montículo estaba a unos tres metros del borde del claro, una pequeña isla verde en el suelo árido y oscuro. Jeff se detuvo unos pasos antes de llegar, asustado, a punto de echarse atrás. Pero no, aunque sabía de qué se trataba, estaba convencido de ello, tenía que cerciorarse. Se acercó, se agachó y comenzó a arrancar las ramas, olvidando los peligros de la savia hasta que comenzaron a escocerle las palmas. Pero no podía detenerse, porque aquello ya estaba medio desenterrado. Se limpió las manos en la tierra.

Era otro cadáver.

Jeff se incorporó y apartó las ramas que quedaban con el pie. Era una mujer, probablemente la que Henrich había conocido en la playa, la que lo conquistó con su belleza y lo invitó a ir allí, conduciéndolo a la muerte. Tenía el cabello rubio oscuro, largo hasta los hombros, pero aparte de eso habría resultado difícil describirla, ya que la mitad de su carne estaba corroída. Su rostro era una calavera mirando fijamente al vacío. Su ropa también había desaparecido; no era más que un esqueleto con pelo, algunos trozos de carne momificada, una sucia pulsera de plata en la huesuda muñeca, la hebilla de un cinturón, una cremallera, un botón de cobre en la por lo demás vacía oquedad de su pelvis. No podía ser la novia de Henrich, desde luego; estaba demasiado podrida. Incluso en aquel clima, un grado de descomposición semejante llevaría meses. O quizá no, pensó Jeff mientras se inclinaba para apartar otra rama, esta vez con cuidado. Quizá la planta corroyera la carne para alimentarse con sus nutrientes.

Los mayas estaban a unos seis metros, observándolo.

Jeff apartó otro zarcillo y el brazo izquierdo del esqueleto se desprendió de la articulación del hombro y cayó al suelo con estrépito. Entonces notó que la enredadera no brotaba del suelo, sino directamente de los huesos. Jeff reflexionó durante un momento y de repente pensó en el misterio del propio claro: ¿cómo conseguían mantenerlo libre de vegetación? La enredadera crecía tan rápido que en una sola noche había echado raíces en su ropa y en sus bambas. Y, sin embargo, la tierra que pisaba ahora estaba totalmente yerma. Recogió un puñado y lo examinó con atención. Era un suelo oscuro, de aspecto fértil, salpicado de cristales blancos. «Sal —pensó, llevándose un cristal a la boca para cerciorarse—. La han sembrado de sal».

Fue en ese instante cuando Pablo empezó a gritar en la cima de la colina. Lejos, demasiado lejos para que Jeff lo oyese.

Se levantó, dejó caer el puñado de tierra y siguió andando. Sus tres acompañantes lo siguieron, manteniéndose a una distancia intermedia entre él y la linde de la selva. Jeff pasó delante de otro fuego, alrededor del cual desayunaban siete mayas. Cuando se acercó hicieron una pausa y apoyaron los platos de metal sobre el regazo. Jeff alcanzó a ver y oler la comida. Era una especie de guiso —pollo, tomates, arroz—, quizá los restos de la noche anterior. Le gruñeron las tripas por el hambre. Tuvo el impulso de pedirles comida, de arrodillarse y extender las manos en señal de súplica, pero se resistió, sabiendo que sería un gesto inútil. Siguió andando, chupando la piedrecilla que llevaba en la boca.

Ya podía ver el montículo siguiente.

Cuando llegó a él, se agachó y retiró con cuidado algunas ramas.

Otro cadáver.

Éste parecía masculino, aunque sería difícil asegurarlo, pues estaba aún más corrompido que el de la rubia. Los huesos se habían soltado, formando un montón que ya no guardaba semejanza alguna con un esqueleto. Jeff adivinó el sexo del muerto por el tamaño del cráneo, que era grande y casi cuadrado. Un zarcillo de la enredadera se había metido en las cuencas de los ojos, entrando por la derecha y saliendo por la izquierda. Otra vez encontró botones y una cremallera larga y delgada, semejante a un gusano, que debía de pertenecer a la bragueta de un pantalón de hombre. Unas gafas con montura de alambre, un peine de plástico, un llavero. Jeff vio tres puntas de flecha sin el asta. Y en el suelo, casi ocultos por el revoltillo de huesos, varias tarjetas de crédito y un pasaporte. Era el contenido de una cartera, por supuesto. Una cartera de piel, pensó Jeff, puesto que no quedaba ni rastro de ella. Sólo se conservaban los materiales inorgánicos, sintéticos —el metal, el plástico, el vidrio—; todo lo demás había sido devorado. Sí, «devorado» era la palabra adecuada. Porque aquello no era fruto de la acción de una fuerza pasiva —la podredumbre, la descomposición—, sino de una fuerza activa: la planta.

Jeff se inclinó junto a los huesos y examinó el pasaporte. Pertenecía a un holandés llamado Cees Steenkamp. La foto mostraba a un hombre de cejas gruesas, rubio, con entradas y una expresión que podía interpretarse o bien como distante, o como melancólica. Había nacido el 11 de noviembre de 1951, en una ciudad llamada Lochem. Cuando Jeff levantó los ojos, descubrió que los tres mayas lo observaban. Naturalmente, era posible que ellos hubieran asesinado a aquel hombre con sus flechas. Jeff tuvo el impulso de alargarles el pasaporte y enseñarles la foto de Cees Steenkamp, el hombre que había contemplado al mundo melancólicamente, con aquellos ojos grandes y ligeramente bovinos, y que ahora estaba muerto, asesinado. Pero sabía que eso no serviría de nada, que no cambiaría las cosas. Empezaba a entender lo que ocurría, los porqués, los motivos, las fuerzas que estaban en juego. Allí no había sitio para la culpa, la comprensión o la misericordia. La foto no significaría nada para aquellos hombres, y Jeff los comprendía cada vez mejor; casi simpatizaba con ellos. A una docena de metros de los mayas había una nube de mosquitos, detenida en la entrada de la selva como si una fuerza invisible le impidiera acercarse. Y Jeff también entendió por qué.

Se puso el pasaporte en el bolsillo y continuó andando, seguido por los silenciosos mayas. Pasaron por delante de otros fuegos, donde nuevamente todos dejaron lo que estaban haciendo para ver pasar a Jeff. Tardó casi una hora en rodear la colina, y encontró otros cinco cadáveres antes de terminar. Más huesos, botones, cremalleras. Dos pares de gafas. Tres pasaportes: uno estadounidense, otro español y otro belga. Cuatro alianzas, unos pendientes, un collar. Más puntas de flecha y un puñado de balas achatadas por el choque contra el hueso. También vio a Henrich, por supuesto, aunque al principio le costó reconocerlo. Su cadáver estaba en el mismo sitio, pero había cambiado radicalmente durante la noche. La carne y la ropa habían desaparecido casi por completo, devoradas por la enredadera.

Ahora Jeff lo entendía todo, o empezaba a entenderlo. Pero hasta que no dio la vuelta completa a la colina y regresó al punto de partida, al pie del sendero, no fue consciente de la auténtica magnitud de la situación.

Los letreros habían desaparecido.

Al principio pensó que los mayas los habían arrancado, pero esto no encajaba con la idea que se estaba formando, así que miró alrededor durante largo rato, buscando otra explicación. Vio el agujero donde había clavado el palo, la piedra que había usado como martillo, el cuaderno, el bolígrafo y el rollo de cinta adhesiva. Pero no había ni rastro de los carteles.

Cuando ya se daba por vencido, percibió un brillo metálico a aproximadamente un metro del sendero, semienterrado entre las plantas. Fue hacia allí, se agachó y comenzó a apartar la vegetación, que en aquel punto le llegaba a la rodilla. Era el palo de aluminio, todavía caliente por el sol. Los zarcillos de la enredadera se habían enroscado a su alrededor con tanta fuerza que Jeff tuvo que forcejear para liberarlo. Los letreros habían sido arrancados de la cinta, y las plantas ya habían empezado a disolver el papel. Incluso después de ver esto, Jeff siguió tratando de aferrarse a la vieja lógica, a las reglas del mundo que existía más allá de esa colina cubierta de enredaderas: quizá los mayas habían arrojado piedras contra el palo hasta derribarlo, pensó. Entonces vio algo más entre las sarmentosas ramas: una plancha de metal negra. Apartó los zarcillos con el pie y se agachó a recogerla. Era una bandeja de horno de unos treinta centímetros de lado y siete de hondo. En el tiznado fondo, alguien había rayado el metal para escribir una sola palabra en español: ¡PELIGRO!

Jeff la estudió durante unos minutos.

El día estaba volviéndose cada vez más caluroso. Se había dejado el sombrero en la tienda de campaña, y el sol estaba achicharrándole el cuello y la cara. Su sed había adquirido una nueva dimensión. Ya no era un simple deseo de beber; ahora sentía dolor, la sensación de que el cuerpo estaba padeciendo. La piedrecilla que chupaba no había servido de nada, así que la escupió, y entonces observó con sorpresa una rápida conmoción entre las plantas al contacto con la piedra. Algo había salido disparado como una serpiente, aunque Jeff sólo vio un movimiento brumoso, demasiado rápido para identificarlo.

«Los pájaros», pensó.

Pero no eran los pájaros, por supuesto, y lo sabía. Porque, aunque aún tenía que averiguar de dónde habían salido los ruidos de la noche anterior, ya se había dado cuenta de que en la colina no había pájaros. Ni pájaros, ni mosquitos, ni moscas ni jejenes. Se agachó, recogió otra piedra y la arrojó hacia la profusión de zarcillos que le rodeaban los pies. Una vez más percibió el movimiento, casi demasiado rápido para apreciarlo, y ahora Jeff supo de qué se trataba, supo quién había arrancado sus carteles, y la idea le asqueó.

Arrojó otra piedra. Esta vez no hubo movimiento alguno, y Jeff también entendió por qué. Era exactamente lo que esperaba. Si hubiese ocurrido otra vez, habría sido simplemente un reflejo, y no lo era.

Se volvió a mirar a los mayas, que por fin habían bajado las armas y lo observaban desde el centro del claro. Se les veía aburridos con el espectáculo, y a Jeff le pareció comprensible. Al fin y al cabo, no había hecho nada que ellos no hubiesen visto en otras ocasiones. El letrero, la caminata alrededor de la colina, el descubrimiento de los cadáveres, la lenta revelación de la clase de mundo en el que estaban atrapados: lo habían visto todo con anterioridad. Y aún había más; sin duda preveían lo que ocurriría a continuación, los acontecimientos de los días venideros, cómo comenzarían y cómo acabarían; lo sabían todo y habrían podido contárselo si hablasen la misma lengua. Con esta idea en la cabeza comenzó a subir lentamente por el sendero, ansioso por compartir sus descubrimientos con los demás.