El sol había salido. Lo primero que notó Eric cuando abrió los ojos fue la luz que se filtraba a través de la tela anaranjada de la tienda. También hacía calor —fue lo segundo que notó—; estaba sudoroso y tenía la boca seca. Levantó la cabeza y miró alrededor. Stacy dormía a su lado, y más allá, Amy, hecha un ovillo. Mathias y Jeff habían desaparecido.

Eric pensó en incorporarse, pero todavía estaba cansado y dolorido. Bajó la cabeza, cerró los ojos otra vez y dedicó unos minutos a inventariar todas las molestias que le ofrecía su cuerpo, comenzando por arriba. Tenía la barbilla magullada, y le dolía cada vez que abría o cerraba la boca. Le escocía el codo, y cuando tocó el corte, comprobó que estaba caliente. Tenía la cintura agarrotada y el dolor se irradiaba a la pierna izquierda cada vez que se movía. Y por último la rodilla, que no le dolía tanto como había previsto; de hecho, estaba medio dormida. Trató de doblarla, pero la pierna no se lo permitió, como si algo la sujetase al suelo de la tienda. Levantó la cabeza para mirar y vio que la enredadera había crecido muchísimo durante la noche: salía de entre los bultos del fondo de la tienda y se extendía sobre su pierna izquierda y más allá, cubriéndolo casi hasta la cintura.

—Dios santo —dijo. No sentía miedo, al menos por el momento, sino algo más cercano al asco.

Se sentó y extendió la mano para arrancar los zarcillos de la planta cuando Pablo empezó a gritar.